Los días pasaban, lentos y plenos, como si el tiempo hubiera decidido tenerles paciencia. Miguel y Manuela se sumergían cada vez más en ese universo íntimo que habían creado, un rincón invisible al resto del mundo donde solo existían ellos dos.
Ahí, el pasado ya no dolía. El futuro no asustaba. Y el presente era abrigo, era certeza.
Ya no había necesidad de disimular las miradas, ni de forzar distancias por miedo. Cuando estaban a solas, se desarmaban. Se mostraban sin escudos. Eran dos cuerpos, dos historias, dos latidos… que al fin se habían encontrado.
Aquella tarde, el cielo se vestía de gris, pero dentro de la casa el aire era cálido. Afuera, el viento arrastraba hojas húmedas y algún trueno lejano anunciaba tormenta. Adentro, el tiempo parecía haberse detenido. Miguel tenía a Manuela recostada sobre su pecho, en el sillón, como si fuera lo más natural del mundo. Jugaba con su pelo lacio, deslizándolo entre los dedos como si al tocarlo pudiera retenerla para siempre.
—¿Sabés algo? —murmuró ella, sin abrir los ojos—. Me siento como si, por primera vez, pudiera respirar de verdad.
Miguel cerró los suyos, sintiendo que algo dentro suyo también se aflojaba. La besó en la frente, con una ternura tan profunda que parecía una promesa.
—Eso es porque estamos juntos —susurró—. Y cuando estoy con vos… todo duele menos. Todo tiene sentido.
Ella sonrió con esa sonrisa chiquita que a él le desarmaba el alma. Sus manos se buscaron solas, como si ya se conocieran de otras vidas. El silencio que los envolvía no pesaba: era hogar, era refugio.
El reloj marcó minutos que ninguno registró. Podrían haberse quedado así eternamente, escuchando la lluvia golpear los vidrios y la respiración del otro marcando un compás secreto.
Cuando cayó la noche, se acostaron sin prisa. Entre sábanas desordenadas y palabras sinceras, se volvieron a encontrar. Hubo besos suaves y risas quedas, susurros que hacían temblar. No era solo deseo. Era ternura. Era conexión. Era amor del que se construye con los días, con gestos minúsculos y miradas que hablan.
En un momento, Miguel la miró a los ojos y le acarició la mejilla con una lentitud que temblaba.
—Nunca pensé que podía sentir algo así —le dijo, con voz baja—. Manu, me cambiaste todo. Sos lo que nunca supe que buscaba. Sos mi milagro.
Ella lo abrazó, apretándolo fuerte, como si también quisiera quedarse a vivir en ese instante.
—Para mí también —susurró—. Sos mi casa. Sos mi paz. Sos mi siempre.
Él sonrió, pero detrás de esa sonrisa había una sombra. Una verdad que le dolía guardar.
—Hay algo que no hablamos todavía… —dijo, tragando saliva—. Y no quiero que te agarre por sorpresa.
Ella se incorporó, sin soltarle la mano.
—España —dijo, bajito. Como si el nombre doliera.
Miguel asintió, bajando la mirada.
—El descanso termina en dos semanas. Y tengo que volver. No sé por cuánto tiempo. Pero tengo que ir.
Ella cerró los ojos. Lo sabía. Siempre lo supo. Pero dolía más de lo que esperaba.
—Lo sabíamos desde el principio… —dijo, tratando de mantener la voz firme.
—Sí —admitió él—. Pero no sabía que ibas a volarme la vida así. Que ibas a darme un motivo para quedarme. No sabía que ibas a ser vos.
Manuela lo miró, vulnerable.
—¿Entonces esto tiene fecha de vencimiento?
Miguel negó rápido, tomándole el rostro con ambas manos.
—No. Esto no. Lo nuestro no termina con un vuelo. Manu… no quiero irme como si nada. No quiero soltar esto. A vos. A nosotros.
Ella parpadeó, conteniendo el llanto.
—¿Y qué hacemos, Miguel?
Él inspiró profundo, como quien se prepara para sostener el mundo entero.
—Lo pensamos juntos. Lo planeamos. No desde el miedo, sino desde el amor. No quiero perderte. Quiero seguir construyendo esto, aunque sea a la distancia. Aunque duela un poco. Pero con vos… todo vale la pena.
Ella lo abrazó fuerte. Él la envolvió como si temiera que se desvaneciera. Y así, entre susurros, la lluvia empezó a caer con más fuerza tras los vidrios, golpeando como un eco de lo que sentían.
—Miguel —dijo ella, tras un rato—. No puedo irme con vos. Me falta un cuatrimestre para recibirme. No puedo dejarlo. Es mi esfuerzo de años.
Él la besó en la frente, suave.
—Lo sé, amor. Y no te lo pediría. Quiero que sigas tus sueños. Que seas feliz. No quiero que abandones nada por mí.
—Pero no quiero que esto se enfríe. Que se convierta en un recuerdo lindo y nada más.
Miguel le acarició el rostro con una devoción que quemaba.
—Entonces no dejemos que eso pase. Vamos a hablar todos los días. A escribirnos, a vernos en video. Que no pase un solo día sin decirnos “te extraño” o “te quiero”. Y voy a volver, Manu. Las veces que pueda. Y si no puedo, voy a buscar la forma. Porque no voy a rendirme. Porque te amo.
Ella lo miró con los ojos llenos de agua.
—¿Y si con el tiempo… nos vamos apagando?
—Entonces, si llega ese día, seremos honestos. Pero mientras lo que sentimos siga vivo, mientras este amor siga latiendo, lo vamos a cuidar con todo. No tiene que ser fácil. Solo tiene que ser real. Y lo nuestro lo es.
Ella asintió, abrazándolo como si se le fuera el alma.
—Te prometo que voy a poner todo de mí —susurró—. Porque nunca me sentí tan viva como cuando estoy con vos.
—Y yo te juro —le dijo Miguel, con la voz quebrada— que no voy a dejar que la distancia nos gane. Sos lo mejor que me pasó. Y no voy a perderte.
Se abrazaron fuerte. Como si así pudieran quedarse a vivir en el mismo corazón.
Porque sí, dolía. Sí, daba miedo. Pero había algo más fuerte que todo eso: el amor que tejían con cada palabra, cada gesto, cada promesa.
Un “nosotros” que no buscaba perfección. Solo verdad. Solo amor.
Y a veces, con eso, alcanza para cambiarlo todo.
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Al día siguiente, el sol amaneció tímido tras la lluvia. La casa olía a humedad limpia, a tierra mojada que entraba por las ventanas entreabiertas. Miguel preparó café y tostadas, mientras silbaba bajito una melodía sin nombre.