Latidos lejanos

Capítulo 13: Quedarte en mi piel (+18)

La casa vibraba con un murmullo apagado de risas, vasos medio vacíos y abrazos que sabían a despedida antes de ser pronunciada. Cada rincón parecía contener un hilo de tristeza que nadie se atrevía a tirar. Sofía había organizado la fiesta bajo la excusa de celebrar la “nueva etapa” de Miguel, y lo dijo así, con palabras que parecían un hechizo para espantar la angustia. Pero ningún hechizo borraba el nudo que Manuela sentía en la garganta, el peso de una despedida que se acercaba, inevitable.

Ella sentía cada sonrisa como una espina clavada en el pecho. Todo pasaba demasiado rápido, demasiado fugaz. Cada minuto se escurría entre sus dedos, y nadie parecía comprender lo que significaba dejar ir a alguien que sentía como un hogar.

Miguel se movía entre los invitados con su sonrisa habitual, como si nada pasara, pero cada vez que sus miradas se cruzaban, Manuela sentía que el mundo desaparecía. Solo él, solo su presencia, solo ese vacío que ya empezaba a abrirse en el centro de su pecho.

Sabía que lo amaba. Y sabía que al día siguiente él ya no estaría. La incertidumbre la quemaba, un nudo que se apretaba más con cada risa, cada palabra dicha por otros que ignoraban lo que se gestaba entre ellos.

Sofía apareció con dos vasos en la mano, sonriendo con complicidad.

—Vení, necesito aire —dijo suavemente, arrastrándola al patio.

La noche afuera era silenciosa. El aire olía a pasto mojado y despedida. Manuela apoyó los codos en la baranda y suspiró profundo. Sofía la miró sin prisa.

—No tenés que fingir más, ¿sabés?

—¿Fingir qué? —preguntó Manuela, sorprendida.

—Que no lo amás. Que están juntos y se están intentando. Lo supe hace tiempo. No soy tan lenta como parezco.

El cuerpo de Manuela se deshizo un poco, como si alguien le hubiera soltado las cadenas. Liviana y vulnerable, sintió que podía respirar por primera vez en horas.

—Sofi… no quería mentirte. Tenía miedo de lastimarte. De romper lo que tenemos.

Sofía le apretó la mano con fuerza. Sus ojos brillaban con orgullo y tristeza mezclados.

—Lo único que me dolería es que no se den la chance de ser felices. Te juro, Manu, que si alguien merece estar con mi hermano, sos vos.

Manuela tragó saliva. La emoción le quemaba los ojos, pero las lágrimas aún no llegaban.

—¿Y si no nos sale? ¿Y si la distancia nos destruye?

—Entonces habrán intentado con todo el corazón. Pero no pienses en eso ahora. Solo vivilo. Amalo. Mandale memes a las tres de la mañana. Llorale por videollamada si hace falta. No hay reglas para esto, Manu. Solo amor. Y ganas.

La abrazó fuerte. Con gratitud, miedo y un dolor que no cabía en palabras.

—Gracias por ser vos.

—No tenés idea lo que significás para mí —susurró Sofía—. Y ahora también para él. Lo hiciste volver a brillar.

Desde adentro, la música seguía, los brindis se escuchaban, las risas familiares llenaban la casa. Pero el tiempo se ralentizó, como si supiera que lo que venía era demasiado real.

Cuando todos se fueron y Sofía los dejó solos, Manuela y Miguel quedaron en la cocina. Platos sucios, globos desinflados, vasos abandonados sobre la mesada. Un silencio tan denso que parecía anunciar la ruptura.

Miguel estaba apoyado contra la heladera, los ojos cansados pero brillando con esa luz que le había robado tantas noches de sueño a Manuela.

—Mañana a las diez sale el vuelo —dijo, sin mirarla.

Ella asintió, la garganta ardiendo. Cada palabra pesaba más que el silencio. Observó cada detalle: la forma en que su vestido se pegaba al cuerpo, la tela suave que rozaba sus muslos, cómo sus manos reposaban junto a los bolsillos, la tensión contenida en sus hombros. Todo eso que la había hecho amarlo, ahora la hacía temblar.

—Te voy a extrañar —dijo él, acercándose—. Con cada parte de mí. Como nunca antes.

—Yo también —susurró ella—. Aunque hablemos todos los días, aunque te vea por cámara, nada será igual sin vos acá. Nada tendrá sentido al principio.

Él la abrazó con desesperación. El olor de su perfume, el calor de su cuerpo, todo eso se grababa en la memoria de Manuela. Cada respiración se sentía como un latido compartido.

—Pero voy a volver. Por vos. Por esto. Te lo prometo.

—Y yo voy a estar acá —devolvió ella—. Esperando. Terminando lo que empecé. Soñando con lo que sigue. Aunque me duela respirar al principio.

El silencio los envolvía, pesado, cargado de todo lo que no podían pronunciar. Entonces, con la voz quebrada, preguntó lo inevitable:

—¿Y Camila?

Miguel frunció el ceño, sin soltarla.

—¿Qué pasa con Camila?

—No lo sé… A veces pienso que esto es hermoso, pero allá está tu vida. Que ella también fue parte. Me da miedo que un día despiertes y ya no me necesites.

Miguel la sostuvo firme, levantándole el rostro.

—Escuchame bien, Manu. Camila fue una historia que terminó. No tiene lugar en lo que construyo con vos. No quiero mirar atrás. No hay nadie allá que haga dudar lo que siento acá. Nadie. Aunque esté solo, aunque tenga días grises, aunque cueste todo, sos vos. Vos sos mi sostén.

Ella cerró los ojos y respiró profundo. Sintió cómo la esperanza y el miedo se enredaban en su pecho.

—Me da miedo perderte, Miguel. Miedo de que este amor no sea suficiente.

—No me vas a perder —dijo él, apoyando su frente contra la de ella—. Aunque estemos en extremos del mapa, aunque sea difícil, sos mi casa ahora. Mi certeza.

Él la tomó de la cintura y la atrajo hacia sí. El beso fue inmediato, profundo, urgente. Sus manos comenzaron a explorar, a recorrer la tela del vestido, sintiendo la piel tibia debajo. Cada roce, cada suspiro los consumía más. Manuela respondía con igual hambre, sus dedos enredados en el cuello de él, tirando, reclamando más, deseando que el tiempo se detuviera.

Miguel la alzó suavemente y la sentó sobre la mesada. El contacto del mármol frío con su espalda la hizo jadear, y él aprovechó para deslizar las manos por sus muslos, separando suavemente el vestido. Lo suficiente para tocarla, sentirla húmeda, palpitar de deseo y necesidad. La tensión se hizo insoportable; sus respiraciones eran cortas, sus cuerpos ardían. Con un gemido bajo, ella lo empujó contra sí, arqueando la espalda, y él respondió con besos que quemaban, profundos, dominantes y tiernos al mismo tiempo.
Ella bajó el cierre de su pantalón, liberando su erección, enorme y palpitante.
Pero antes de dejar que la urgencia los consumiera completamente allí, Miguel la bajó suavemente de la mesada, apoyando sus manos firmes sobre sus caderas. La inclinó hacia adelante, apoyando las palmas sobre el mármol, y deslizó el vestido hacia arriba, dejando sus nalgas y muslos al descubierto. La sensación de la tela rozando su piel, mientras la acariciaba por detrás, hizo que el deseo aumentara hasta doler. Con un empuje firme y preciso, la penetró desde atrás. Su gemido llenó la cocina y se mezcló con los jadeos de él. Cada embestida hacía que su cuerpo se arquease más, sus uñas arañaran el mármol, cada choque de caderas los unía, los consumía.




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