El reloj marcaba las 7:02 de la mañana. El taxi ya estaba pedido. Las valijas esperaban mudas en el pasillo, cargadas de más que ropa: llevaban sueños suspendidos, promesas y un miedo sordo que se había instalado desde la noche anterior. Cada maleta parecía contener un pedazo de ellos, de su historia, de todo lo que habían construido juntos en tan poco tiempo y que ahora debía permanecer suspendido en la distancia.
Miguel tomaba café en silencio, los ojos fijos en la taza, como si el fondo oscuro pudiera ofrecerle una excusa para quedarse. Cada sorbo le raspaba la garganta, un recordatorio físico de lo imposible de tragar: la partida. Manuela lo observaba desde la puerta del cuarto, envuelta en la remera que él le había prestado. La tela olía a él, a su piel, y eso le producía un calor extraño, casi doloroso. El sol apenas se filtraba por las cortinas, pero la casa ya parecía más fría, más vacía, más ajena sin su presencia.
La noche anterior había sido un paréntesis. Un refugio. Un intento desesperado por congelar el tiempo y dejar que todo lo demás desapareciera. Cada beso, cada caricia, cada gemido había sido un pacto silencioso: “Aquí, ahora, somos solo nosotros”. Y ahora, el eco de esas horas los alcanzaba con fuerza, recordándoles que nada podía detener lo que se acercaba inevitable: la distancia.
Dolía mirar a Miguel sin saber cuándo volverían a tocarse. Dolía el perfume que aún impregnaba la casa, el calor de su cuerpo, incluso el silencio parecía definitivo. Todo era memoria anticipada, un vacío que se llenaba de recuerdos recién creados y de miedo a perderlos. El recuerdo volvía, punzante, dulce y cruel, con la urgencia de todo lo que se hace por última vez.
Habían comenzado en la cocina, con charlas que se apagaban y miradas que hablaban por ellos. Miguel la había alzado con ternura feroz, sentándola sobre la mesada, y las manos temblaban mientras sus respiraciones se entrecortaban, buscando aire, buscando calor.
—¿Estás segura? —susurró al oído, la voz cargada de emoción contenida.
—Te estoy eligiendo ahora, Miguel. No quiero pensar en mañana —respondió ella, con lágrimas al borde y el alma abierta, temblando de miedo y deseo.
Se besaron con desesperación, como si quisieran devorarse el alma, como si ese beso pudiera detener un avión, un calendario, una despedida que se acercaba inexorable. Las prendas cayeron sin apuro, con hambre, con esa ansiedad que solo sienten quienes están a punto de perder algo valioso. Cada toque, cada roce, era un intento de memorizar el cuerpo del otro, de tatuarlo en la piel y en la memoria.
Se amaron en la cocina con la urgencia de quienes saben que cada segundo es un lujo. Con la furia de lo que no quiere terminar y con la delicadeza de lo que se sabe único, irrepetible. —No quiero olvidarme de nada de vos —susurró Miguel, la voz rota contra su cuello—. Ni de cómo me tocás. Ni de cómo me mirás cuando creés que no te veo.
—No vas a olvidarme —le juró ella, aferrándose a su espalda—. Porque yo tampoco pienso soltarte en mi memoria. Porque lo nuestro no se borra.
Después fueron al cuarto, no para dormir, sino para seguir tocándose, grabando con los dedos cada línea del otro, sellando con la piel lo que las palabras ya no alcanzaban a decir. Se amaron una, dos, tres veces, con el cuerpo y con el alma, entre suspiros, lágrimas y risas nerviosas nacidas del miedo y de la necesidad. Cada encuentro era un mapa de deseo y ternura, un territorio donde solo ellos podían existir.
Cuando el sueño casi los vencía, se dirigieron juntos a la ducha. El vapor llenó el baño, empañando el espejo y envolviéndolos en una calidez húmeda que contrastaba con el frío del mármol bajo sus pies. El agua caía sobre ellos en un murmullo constante, deslizándose por la piel como un segundo tacto, mezclando sudor y jabón en un aroma propio, íntimo.
Manuela lo miró a los ojos mientras el agua mojaba su cabello y resbalaba por su cuerpo. Se acercó despacio, explorando primero sus hombros, bajando por su pecho con caricias suaves, como si lo estuviera memorizando, delineando cada músculo, cada línea, cada reacción de placer que él no podía ocultar. Miguel respiraba hondo, dejándose sentir, dejándose encender, dejando que cada roce de ella le recordara que estaba vivo, que estaba allí, que podía sentir todo eso una última vez antes de irse.
Tomó el jabón y comenzó a enjabonar sus brazos, su torso, sus costillas, recorriendo cada línea de sus músculos con movimientos lentos y circulares. Sus dedos se deslizaban, mezclando el jabón con el calor de su piel, y el contacto se volvió íntimo, urgente, carnal. Cada movimiento era un mensaje silencioso: “Soy tuya. Ahora. Mientras podamos”.
Cuando sus manos bajaron por su abdomen, sintió su erección palpitante bajo el agua. Lo envolvió con la mano, acariciándolo despacio, disfrutando de cómo él cerraba los ojos y soltaba un suspiro ahogado, temblando bajo su toque. No apartó la mirada mientras se arrodillaba, la espalda empapada, su pelo pegado a la piel, la boca buscando cada centímetro. Tomó su miembro con una mano y lo recorrió con la lengua, primero suave, probando, luego más profundo, cubriéndolo por completo con movimientos rítmicos que lo volvieron loco de placer.
Miguel la miraba desde arriba, con el cuerpo tenso, una mano en su cabello mojado guiándola sin presión, dejándose llevar por la oleada de placer que crecía con cada movimiento. La respiración se aceleraba, su pulso golpeaba las sienes, la mano temblaba entre control y deseo. No pudo más. La tomó del mentón, levantándola despacio, obligándola a mirarlo. Sus ojos se encontraron, y un latigazo de lujuria recorrió ambos cuerpos.
—Ven aquí… —susurró, voz rota, urgente.
Ella se incorporó y él la atrapó de inmediato, besándola con hambre, mezclando el sabor del agua, el jabón y el deseo. Sus manos bajaron por su espalda hasta las caderas, apretándolas con fuerza. La pegó contra la pared de la ducha; el mármol frío le erizó la piel, y antes de que pudiera reaccionar, sus manos la tomaron por debajo de los muslos, levantándola con facilidad. Manuela rodeó su cintura con las piernas, y en un solo movimiento, él la penetró, llenándola hasta el fondo. Jadeó ahogada, aferrándose a sus hombros, sintiendo cómo cada centímetro de él la reclamaba. El agua golpeaba sus rostros, resbalaba por sus pechos, se colaba entre sus cuerpos, intensificando la fricción.