Latidos lejanos

Capítulo 15: En lo que no se ve

Ya no importaban las horas, los apuntes ni los relojes. Todo se medía con el ritmo de sus mensajes, con las videollamadas que calmaban un poco, con los silencios que pesaban demasiado. La ausencia de Miguel se sentía en cada rincón de la casa, en cada gesto cotidiano que ahora parecía incompleto sin él. Su cuerpo lo extrañaba con un hambre que ni las palabras ni la pantalla podían saciar. Cada recuerdo de sus caricias, de sus besos y de su deseo compartido le quemaba la piel, un eco constante que la mantenía viva y al mismo tiempo rota.

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Lunes

Manuela desayunó sola. La lluvia golpeaba los vidrios con insistencia, como si también buscara refugio. Todo parecía un eco de lo que sentía adentro: un frío persistente, un vacío que le hacía falta llenar con la presencia de Miguel. Apoyó la taza de café sobre la mesa, pero no bebió. Estaba tibia. Como ella. Como todo desde que él se fue.

En la pantalla del celular, el mensaje de Miguel:

> “Acá son las once de la mañana. Pero no importa la hora si no estás vos. Te pienso hasta cuando duermo.”

Sonrió, pero era una sonrisa rota, doblada en melancolía. Cerró los ojos y recordó sus cuerpos en la cocina, la manera en que él la alzaba y la sentaba sobre la mesada, la presión de sus caderas contra las suyas, los gemidos que escapaban entre besos urgentes. El calor de sus manos, la humedad de su piel, la respiración entrecortada… cada recuerdo la atravesaba como un filo ardiente.

Durante la práctica, su cuerpo estaba allí, pero su mente se deslizaba a Madrid. Cada gesto, cada palabra, cada roce con pacientes o compañeros, le parecía una sombra de lo que había vivido con él. Al cerrar los ojos, sentía sus manos recorriéndola, sus labios reclamando los suyos, el aroma de su piel. Quería gritar, tocarlo, hundirse en la memoria de sus cuerpos.

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Martes

La videollamada llegó al anochecer. Sus rostros se iluminaban con la luz azul de la pantalla. Él con ojeras, ella despeinada, los apuntes desparramados sobre la cama. Dos versiones desteñidas de lo que habían sido juntos.

—¿Comiste algo? —preguntó ella, con la voz bajita.

—No hasta que me llamaras. Me gusta cenar viéndote.

Ella bajó la mirada, conteniendo un gemido interior. Le dolía desearlo desde tan lejos, sentir la ausencia de sus manos recorriéndola, la presión de sus caderas, la urgencia de sus labios en su cuello.

—Estás más flaco —susurró.

—Y vos más linda —dijo él—. Te extraño, Manu. Te extraño con cada parte.

Sus ojos se encontraron tanto que casi podían tocarse. La memoria de su última noche juntos en la ducha y la cocina se coló en cada mirada: el agua cayendo sobre sus cuerpos, la humedad entre ellos, los gemidos mezclándose con el sonido del agua y la madera de la mesada golpeando suavemente sus espaldas. Cada silencio era denso, cargado de deseo contenido, y aun así, se dijeron todo. Un “te extraño” con el cuerpo decía más que mil palabras.

Antes de cortar, ella le pidió un mensaje de voz para las noches solas. Él lo hizo, ronco, cargado de ternura y de urgencia. Cada sílaba era una caricia imposible, un recuerdo que quemaba la distancia.

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Miércoles

Miguel le envió una foto desde Madrid. El cielo celeste, limpio. Perfecto y ajeno.

El mensaje decía:

> “Todo es lindo, pero no tiene sentido sin vos. Te extraño con el cuerpo. Con cada parte.”

Manuela apoyó el celular sobre el pecho, sintiendo un calor extraño en el abdomen. Recordó cómo él la había alzado y colocado sobre la mesada, cómo su vestido había caído al suelo, dejando su piel expuesta, cómo sus dedos la habían recorrido con hambre, y cómo luego la había tomado desde atrás, firme, profundo, arrancándole gemidos ahogados que todavía resonaban en su memoria. Cada minuto lejos de él era un filo que la atravesaba, un vacío que no se llenaba con nadie más.

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Jueves

Volvió a la casa de su infancia, la que todavía olía a domingos y a juegos de siempre. Entró al cuarto de Miguel, se tiró en la cama y cerró los ojos. Respiró hondo, dejando que el recuerdo de la ducha la recorriera. El agua caliente resbalando sobre su espalda, las manos de Miguel explorando cada curva de su cuerpo, la lengua recorriendo su piel, la combinación de placer y urgencia que los había hecho temblar ambos, enredados, jadeando bajo el vapor.

Le escribió:

> “No quiero que pasen más días así. Quiero que vuelvas. Que no sea necesario imaginarte más. Quiero tocarte cuando me duermo.”

Pasaron horas de silencio hasta que llegó un audio:

> “Hoy me costó todo. Salir, hablar, pensar. Estar lejos es una mierda. Pero vos… vos valés cada kilómetro, Manu. Te amo más de lo que me entra en el cuerpo. Y me sobra amor, aunque no me sobre tiempo.”

Ella lo escuchó repetidas veces, mientras su cuerpo reaccionaba a los recuerdos de su tacto: los dedos enredándose en su cabello, la presión de sus caderas, los gemidos compartidos. Lloró de dolor y deseo contenido, apretando la almohada contra su pecho, imaginando su boca recorriendo cada centímetro de ella otra vez.

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Viernes

La videollamada matutina fue un tormento dulce. Ella tenía marcas de almohada en el rostro; él, ojos hinchados por la falta de sueño.

—Te soñé —dijo Miguel con voz ronca.

—¿Y qué soñás?

—Nada extraordinario. Estamos en casa. Vos te reís. Yo cocino. Me mirás como si no existiera otra persona.

Ella cerró los ojos. La memoria de la cocina, el calor de su cuerpo pegado al suyo, sus manos sujetándola con fuerza, la humedad de su deseo compartido, la intensidad de sus gemidos… todo la recorrió. Trató de retener un gemido que quería escapar.

—Es eso lo que quiero —susurró—. Que volvamos. Que podamos tocar, reír, besar, sentirnos sin esta distancia.

—Volvería ahora mismo si pudiera —dijo él—. Cruzaría océanos solo para dormir abrazado a vos una noche más.

Ella no contestó. Solo gimió bajito y sintió la pantalla vibrar entre sus manos, como si él estuviera allí, marcando el ritmo de su respiración, su urgencia contenida, la promesa de volver a tocarla.




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