El domingo amaneció sereno, pero con un aire extraño.
Manuela se había quedado en casa de Sofía después de una noche con amigos de la facultad. Rieron, cantaron, comieron empanadas caseras que trajo Lautaro —ese amigo de mirada intensa que solía coquetear con todas— y alguien, en algún momento, sacó una guitarra. La escena era cálida, íntima, pero inocente.
En una historia que subió Sofía a Instagram, se los veía a todos reunidos en el living. Manuela estaba al lado de Lautaro, riendo con una confianza que solo da la complicidad del momento. Él le mostraba algo en su celular. Ella reía a carcajadas.
Parecía una postal feliz.
Miguel la vio al despertar. En la soledad de su habitación, en otro continente, con el sol apenas filtrándose por la ventana de su departamento. Apretó el celular con fuerza. Sintió cómo algo dentro suyo se partía.
No había contexto. No había explicación. Solo esa imagen.
Y un vacío desgarrador.
No escribió de inmediato. Pero algo en su pecho ardía. Como un miedo antiguo, un miedo feroz. El de perderla.
Horas después, mientras Manuela preparaba un mate lento, medio dormida, le llegó su mensaje.
> Miguel: ¿No sabías que Lautaro iba a estar anoche?
Ella frunció el ceño. Se quedó mirando la pantalla.
> Manuela: ¿Qué?
> Miguel: Vi las historias. Se te veía bastante cómoda con él. ¿Te olvidaste de contarme esa parte?
Su estómago se tensó como un puño cerrado. La rabia le subió a la garganta.
Lo llamó enseguida.
—¿En serio estás haciéndome una escena por una historia?
—No es una escena. Es una pregunta. ¿Pasó algo?
—¿Cómo va a pasar algo? ¡Estábamos en el living de Sofía! ¡Éramos cinco personas!
—Y vos al lado de él, riéndote como si no te pasara nada. Como si yo no existiera.
—¿Estás celoso?
—Estoy desesperado, Manuela. ¡Te juro que me volví loco cuando vi eso! —su voz temblaba—. No puedo con esto. La idea de que estés con alguien más me desarma.
Manuela se quedó en silencio. Respiró hondo, conteniendo las lágrimas.
—¿Sabés qué me desarma a mí, Miguel? Que no me creas. Que me veas riendo con un amigo y pienses que te estoy traicionando. ¿Así es la confianza?
—No lo sé. Solo sé que no estás acá. Y yo no estoy allá. Y todo lo que tengo es lo que veo en una pantalla.
—¡Entonces confiá! Porque si no confiás, no hay nada.
—No es tan simple. Hay noches que me levanto ahogado. Días en los que todo se me hace eterno. Y después veo eso…
—¿Y sabés qué? —lo interrumpió, con la voz quebrada—. A veces yo también me siento sola. Pero no me pongo paranoica cada vez que me clavás el visto. No me invento fantasmas con Camila.
Silencio.
Un silencio espeso, casi cruel.
—¿Otra vez con eso?
—Sí. Otra vez. Porque todavía no me explicaste por qué la llamaste cuando volviste a España. Por qué fuiste a verla sin decírmelo.
—Fue una despedida. Quería cerrar bien las cosas.
—¿Y por qué me enteré por una historia de su Instagram?
Miguel bajó la cabeza. Se pasó la mano por el pelo.
—No lo manejé bien. Lo sé. Pero fue hace meses, Manu…
—¿Y qué? ¿Ya está? ¿Camila no cuenta? ¿No era tu gran amor?
—Vos sos mi amor ahora. Pero parece que no alcanza.
—A veces siento que sigo compitiendo con ella… aunque ya no esté.
Miguel suspiró.
—No quiero pelear más. Por favor.
—Entonces no me hagas sentir culpable por vivir mi vida. Porque si tengo que empezar a medir con quién me río, con quién hablo, o a quién saludo… esto no va a funcionar.
Hubo un momento de pausa.
—¿Te molesta que te diga que te amo? —preguntó él, en un susurro.
—No. Me duele que me lo digas mientras dudás de mí.
Al otro día, intentaron reconectar. Pero fue torpe.
Miguel la llamó más tarde, como todos los días. Pero Manuela no pudo atender. Estaba en una clase con un profesor que la tenía fascinada.
Le mandó un mensaje explicando, pero él no lo leyó hasta dos horas después.
> Miguel: Otra vez no estás.
> Miguel: Siempre ocupada. Siempre con algo.
> Miguel: Siento que ya no tenés tiempo para mí.
> Manuela: Estoy estudiando, Miguel. No puedo dejar todo cada vez que me llamás.
> Miguel: Siempre estás ocupada menos para Lautaro.
El corazón de Manuela se encogió. Cerró los ojos.
> Manuela: Eso fue cruel.
> Miguel: Perdón. Estoy roto, Manu. No sé cómo llevar esto.
Esa noche, no hubo videollamada.
Solo dos corazones llenos de dudas.
Miguel se acostó tarde, mirando fotos viejas, mensajes antiguos, como quien busca pruebas de que algo sigue existiendo. Como si las palabras pudieran salvarlos.
Manuela se acurrucó en la cama de Sofía, en silencio. No podía dejar de pensar en Camila. En esa conversación que no tuvo. En las cosas que Miguel nunca dijo.
Lo amaba. Pero sentía que ese amor dolía demasiado.
Y sin embargo, cuando cerró los ojos, lo imaginó ahí. Tocándole el pelo. Diciéndole que todo iba a estar bien.
Aunque no supiera si de verdad lo estaría.
Porque lo que duele de lejos no es solo la ausencia.
Es el miedo a perder lo que se ama, a que el otro no sienta lo mismo, o peor aún, que sí lo sienta… pero ya no sepa cómo sostenerlo.
Los días siguientes se volvieron una especie de limbo.
Manuela y Miguel seguían escribiéndose, pero las palabras eran cada vez más escasas. Las videollamadas, antes sagradas, ahora eran una lotería: a veces se hacían, a veces no. Y cuando sucedían, la conexión parecía fallar justo cuando más necesitaban hablar… o tal vez era otra cosa la que no estaba funcionando.
Una noche, ella lo esperó conectada más de una hora. Miguel nunca apareció.
—Perdón, me quedé dormido —dijo él por mensaje a la mañana siguiente.
—Podrías haber avisado —fue todo lo que Manuela respondió.
Él no insistió. Y ese silencio, otra vez, los alejó un poco más.