Pasaron días sin videollamadas.
Solo algunos mensajes sueltos, respuestas cortas, emojis lanzados como parches inútiles. Silencios densos. Manuela lo sentía. Algo se estaba apagando. Y dolía más por no saber cómo encenderlo de nuevo.
La conexión que alguna vez fue un fuego ardiendo a ciegas, ahora parecía una brasa débil, cubierta de ceniza. Miguel estaba lejos, sí, pero no era solo distancia geográfica. Era otra cosa. Una ausencia nueva, más peligrosa: la de la voluntad. Como si hubieran soltado la soga sin quererlo, sin saber cuándo ni cómo volver a atarla.
Y lo que más le dolía a Manuela no era Camila.
Era la falta de confianza. La falta de coraje para hablar. Para preguntar. Para escucharla.
Miguel no había querido saber cómo lo había vivido ella, lo de Lautaro. Solo se había enojado. Se había encerrado en una idea de traición que nunca existió. Y eso… eso la estaba rompiendo.
Una tarde, mientras trataba de escribir para su tesis, una notificación le encendió la pantalla. El corazón se le aceleró. Era él.
Una historia en Instagram.
La abrió como quien aprieta una herida.
Una mesa de copas. Risas. Una terraza que parecía de película. Y entre todas esas personas, ella.
Camila.
Manuela sintió un vértigo helado. Como si de repente todo lo que había construido con Miguel temblara. Como si la tierra se abriera bajo sus pies.
Camila.
La había conocido. En tiempos borrosos, cuando ella y Miguel aún no eran algo claro. Camila era todo lo que a veces Manuela temía no ser: segura, encantadora, con ese magnetismo sin esfuerzo que hacía que todos quisieran estar cerca. Y Miguel… Miguel había sido parte de eso.
En la siguiente historia, Camila lo etiquetaba:
> “Nada como volver a encontrarnos ❤️”
El corazón de Manuela latió con rabia y miedo. El cuerpo le temblaba, pero escribió:
> Manuela: ¿Camila? ¿Volver a encontrarse?
El mensaje quedó ahí. Vibrando. Desnudo.
Miguel tardó. Minutos largos. Eternos.
> Miguel: Fue una reunión de laburo. Está en el mismo proyecto que yo ahora. No lo busqué.
> Manuela: No lo buscaste, pero ahí están. Como si nada. Como si todo lo que nos prometimos no importara.
> Miguel: No pasó nada. Estás exagerando.
> Manuela: ¿Exagerando? ¿Después de cómo te pusiste por Lautaro? Me juzgaste sin escucharme, y ahora vos… estás ahí, brindando con tu ex. En silencio.
> Miguel: ¡No es lo mismo, Manuela!
> Manuela: No, claro que no. Porque cuando sos vos, nunca es lo mismo. Nunca tenés que dar explicaciones.
> Miguel: Pará un poco, estás mezclando cosas.
> Manuela: No. Estoy harta de callarme. Estoy harta de sentir que tengo que explicarte mi dolor mientras vos esquivás el tuyo.
Miguel intentó llamarla. Una, dos, tres veces. La pantalla vibraba con urgencia, como si pudiera salvarlos.
Pero Manuela no atendió.
Porque sabía que si escuchaba su voz, iba a romperse.
Y escribió:
> Manuela: No quiero hablar ahora. Me lastimás. No después de todo lo que te abrí. No después de lo que significás para mí.
> Miguel: ¿Me estás cortando así?
> Manuela: Me estás decepcionando.
No hubo más respuestas.
Por primera vez, Miguel también eligió el silencio.
Esa noche, Manuela no durmió. Se quedó con la luz apagada, el celular sobre el pecho, como si pudiera amortiguar el dolor. Cada vibración, cada notificación de otros grupos, la sobresaltaba. Todo recordaba a él: su risa, su forma de escribir, sus memes compartidos. Todo menos su presencia real.
Se abrazó a sí misma con fuerza, notando cada músculo tenso, cada latido acelerado, como si su cuerpo quisiera mantener viva una sensación que ya se le escapaba. Su respiración era irregular, como si cada inhalación recordara la falta de Miguel, y cada exhalación fuera un intento inútil de soltarlo.
Sofía la encontró al amanecer, sentada en el suelo de la cocina, abrazada a una taza de café frío. Tenía los ojos secos, como si ya hubiera llorado demasiado.
—¿Querés hablar? —preguntó su hermana, con una ternura sin presión.
—No sé qué estamos haciendo… —susurró Manuela—. No sé si seguimos construyendo algo o solo estamos esperando que se caiga.
Sofía no dijo nada. Se limitó a abrazarla. A veces, el silencio era más compasivo que las palabras.
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En Madrid, Camila seguía presente. Como un eco persistente. Le mandaba a Miguel memes, chistes internos, frases sin compromiso. Comentaba sus publicaciones. Y aunque Miguel no respondía con entusiasmo, tampoco la alejaba.
No por deseo. No por sentir lo mismo. Sino por una mezcla tóxica de orgullo y vacío.
Manuela lo había dejado hablando solo. Lo había empujado lejos.
Y él no sabía cómo volver.
Una noche, después de una cena con colegas, estaban todos en la terraza. Camila se acercó. Se inclinó sobre la baranda, tan cerca que su perfume se volvió una nube tibia que Miguel casi podía sentir sobre la piel.
—Tenés esa mirada… como si tuvieras algo roto adentro —murmuró.
—Tal vez porque es verdad —dijo él, sin mirarla.
—A veces, aunque uno ame con todo el cuerpo, igual se rompe.
Esa frase le quedó retumbando mucho después de que la noche terminara, golpeando la memoria de Miguel y también la de Manuela, aunque ella aún no lo sabía.
Al día siguiente, otra historia apareció: Camila en la oficina, sosteniendo un café con él, riendo mientras Miguel parecía divertido. El mensaje oculto era claro, involuntario para algunos, intencionado para otros: ella existía. Su presencia estaba allí. Tangible y peligrosa.
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Las madrugadas eran las peores.
Miguel no podía dormir. Se levantaba, caminaba por el departamento vacío, escuchaba viejos audios de Manuela. Esos donde ella se reía bajito, donde le leía cosas de su tesis, donde le decía que lo amaba como si lo jurara con el alma.