El reloj marcaba la 1:17 a.m. en Argentina.
Manuela tenía los ojos abiertos como platos, clavados en el techo. Había girado entre las sábanas tantas veces que ya estaban arrugadas, calientes, incómodas. Llevaba más de dos horas atrapada en esa especie de insomnio que no nace del cuerpo sino del alma. Sus piernas se enredaban y desenredaban con las sábanas, su respiración se aceleraba por momentos, su pecho subía y bajaba como si no encontrara aire suficiente.
Sentía los latidos del corazón en la garganta, cada uno golpeando con violencia, como si quisiera salir de su pecho. A veces se llevaba la mano al esternón, como si así pudiera contenerlo, pero no servía de nada: era ansiedad pura, era desvelo, era angustia.
Las palabras de Camila volvían como un eco punzante en su cabeza. Ese nombre. Esa sombra constante. La manera en que Miguel lo había pronunciado con naturalidad, como si no supiera lo que detonaba en ella. Como si no pudiera imaginar que a Manuela se le clavaba en el pecho como una astilla que nunca sanaba. Cada vez que lo escuchaba, sentía una mezcla de celos, miedo y abandono.
Y después estaba la foto.
La que Sofía había subido a Instagram ese día, sin pensarlo, sin filtro ni cuidado: ella y Lautaro sentados en el pasto, las sonrisas amplias, las cabezas inclinadas la una hacia la otra, la complicidad evidente en la mirada de él. Una imagen simple, inocente para cualquiera que la viera. Pero para Miguel… ¿qué había sido?
Manuela recordaba con precisión ese instante. Había sonreído para la cámara, sí. Había apoyado su mano sobre el césped y dejado que la risa saliera como si estuviera tranquila, como si todo estuviera en orden. Pero por dentro estaba partida en mil pedazos. El eco de la distancia, el peso de la soledad, la sensación constante de que Miguel estaba lejos… demasiado lejos.
Y ahora la idea de que él hubiera visto esa foto la atormentaba. ¿Qué pensaría de ella? ¿Que se divertía demasiado sin él? ¿Que se dejaba querer por otro? ¿Que Lautaro era una amenaza real y ella no hacía nada? ¿Confiaría todavía, o esa imagen había sido la gota que desbordaba el vaso de un amor ya en riesgo?
Mientras tanto, al otro lado del océano, en Madrid, Miguel tampoco dormía. El reloj de su mesita de luz marcaba las 6:17 a.m. El amanecer apenas despuntaba detrás de las persianas bajas, tiñendo de gris las paredes. Había pasado horas boca arriba, con los brazos cruzados detrás de la cabeza, los ojos enrojecidos de tanto forzarlos a permanecer abiertos. El cuerpo pedía descanso, pero la mente no se lo permitía.
No era insomnio. Era ausencia. Era impotencia. Era el vacío que lo devoraba cada vez que pensaba en ella sin poder tocarla. El simple hecho de no poder abrazarla, de no poder oler su piel, de no poder gritarle al mundo que la amaba, lo consumía por dentro.
Había releído sus últimas conversaciones una y otra vez. Mensajes tensos, plagados de silencios. Los emoticones que ella ponía parecían intentos desesperados de suavizar palabras que ya venían cargadas de filo. Pero él no se engañaba: detrás de cada carita sonriente había un gesto de dolor, detrás de cada “está todo bien” había un pozo de dudas. Sentía que la confianza se les escapaba como arena entre los dedos, silenciosa, inevitable.
Cuando la videollamada sonó en la pantalla, Miguel no dudó. Atendió de inmediato. El corazón le dio un vuelco al ver su rostro aparecer, aunque estaba apagado: la piel pálida, las ojeras marcadas, la boca apretada en una línea. Aun así, verla era un alivio y una puñalada a la vez.
—¿Te desperté? —preguntó Manuela, con un susurro que casi se confundía con el zumbido del altavoz.
—No —respondió él, tragando saliva, con la voz ronca de desvelo—. Estaba pensando en llamarte.
Se quedaron mirando en silencio unos segundos. Hubo un espacio en blanco, una pausa densa en la que los dos supieron, sin decirlo, que estaban parados al borde de algo que podía quebrar lo que tenían.
—¿En qué pensabas? —ella se mordió el labio inferior, gesto que Miguel conocía demasiado bien. Lo hacía cuando estaba a punto de soltar algo que la desgarraba.
Él respiró hondo, un suspiro que arrastraba tormentas.
—En todo esto… en lo lejos que estamos. En cómo estamos. En Lautaro.
El nombre cayó en el pecho de Manuela como una piedra al agua.
—¿Qué pasa con Lautaro? —preguntó con cautela. Sabía la respuesta, pero necesitaba oírla de su boca.
—Sé que está enamorado de vos —dijo él, sin rodeos, con una mezcla de rabia y dolor que le tensaba la mandíbula—. Y me enferma. Me carcome. No puedo evitarlo.
Ella bajó la mirada. El silencio se llenó de todo lo que no se atrevían a decir.
—¿Y ahora me vas a acusar de algo? —dijo ella, alzando un poco la voz, con un tono defensivo—. ¿De provocarlo? ¿De jugar con él?
—No. Pero tampoco hacés nada para ponerle límites —la acusación salió con la voz quebrada, sus ojos brillando de lágrimas contenidas—. ¡Y yo mientras tanto estoy acá, a miles de kilómetros, sin poder hacer nada, sin poder defender lo que siento! ¡Me parte ver cómo él está ahí, tan cerca, mientras yo apenas existo en una pantalla!
—¿Y amarme es eso? ¿Es controlarme? ¿Es decirme con quién puedo hablar o con quién no? —respondió ella, dolida, con la garganta en un hilo—. ¡Estoy haciendo lo mejor que puedo! ¡También me duele, Miguel!
—¡Entonces demostralo! —explotó él, con un grito que hizo temblar la imagen del celular entre sus manos—. ¡Porque desde acá siento que cada vez estoy más solo!
—¿Solo? —la voz de Manuela se quebró como cristal—. ¡Yo también me siento sola! ¡Me estoy desmoronando, Miguel! Y vos estás allá… y Camila también. Siempre Camila.
Él se frotó la cara con violencia, desesperado.
—¡No pasa nada con Camila! ¡Te lo juro!
—Pero está. Siempre está. Y no ponés distancia. No marcás un límite. No me cuidás ahí, como yo te cuido desde acá.
El silencio que siguió fue brutal. Un abismo abierto entre los dos.