Latidos lejanos

Capítulo 19: El espacio entre nosotros

Parte I – Miguel

Los días pasaban. Y todos se parecían demasiado.

El sonido del celular ya no lo sobresaltaba. Ya no lo miraba con el corazón en vilo, esperando que su nombre iluminara la pantalla.

Manuela había cumplido con su palabra: pausa. Y él, aunque intentaba seguir con su vida, sentía que algo en su interior había quedado suspendido. Como si el tiempo caminara para todos… menos para él.

Caminaba por Madrid con la sensación de estar habitando un cuerpo ajeno. Todo le resultaba mecánico. Iba al trabajo, volvía, salía con amigos cuando podía fingir entusiasmo. Reía por reflejo. Respondía por costumbre. Pero nada lo llenaba. Nada se parecía a lo que había sentido cuando ella estaba en su vida.

Una tarde, mientras compartía un café con Camila en la terraza del trabajo, ella le preguntó con fingida ligereza:

—¿Y Manuela?

Miguel apenas levantó la vista. Respondió sin emoción:

—Estamos en pausa.

—Eso suena a que terminó —dijo ella, con una sonrisa tibia.

Él no contestó. Se levantó antes de terminar el café. No estaba dispuesto a hablar de Manuela con alguien que jamás la había comprendido, ni que podría entender lo que significaba vivir sin ella.

Cada noche, cuando llegaba a casa, su rutina era la misma: encendía el celular y repasaba fotos de ellos. Videos. Audios. Conversaciones donde se juraban cosas que ahora parecían de otra vida. Sonrisas congeladas en el tiempo. Promesas que dolían de tan vivas.

La extrañaba incluso en los lugares donde ella nunca había estado. Era como si su ausencia lo acompañara a todas partes, como una sombra pegada al alma.

Y sí, sabía que Lautaro seguía viéndola. Sofía lo mencionaba, a veces sin querer, con la inocencia cruel de quien no sabe cuánto puede doler una frase. Y eso lo carcomía. Lo volvía loco imaginarla cerca de otro. Reír con otro. Compartir su tiempo, sus días, sus secretos… cuando él apenas podía sostenerse.

Pero lo que más lo destrozaba era no saber.

No saber si ella dormía bien. Si comía. Si estaba triste o si lograba olvidarlo un poco más cada día. Si pensaba en él al ver una película. Si lo buscaba en las canciones. Si lloraba por las noches, como él.

Él no podía cuidarla si tenía un mal día. No podía felicitarla por un examen aprobado, ni contenerla si dudaba de sí misma. No podía estar.

Una noche, con el corazón apretado y los dedos temblorosos, se animó. Escribió: “Noe… ¿podemos hablar?”

Esperó. La línea azul no apareció. Lo borró.

Al día siguiente, volvió a intentarlo: “Solo quiero saber si estás bien.”

Tampoco lo mandó.

Y una noche, vencido por la ansiedad, la llamó. Sonó tres veces. Y luego, el silencio.

Ella había rechazado la llamada. Y él se quedó con el celular en la mano, como si fuera una piedra.

Cerró los ojos. Y su mente lo traicionó:

> Ella, con Lautaro. Ella sonriendo, ya sin él. Ella olvidándolo… mientras él seguía amándola en silencio.

Quiso gritar, pero no tenía voz. Quiso llorar, pero estaba seco por dentro. Solo quedó el eco de lo que habían sido. Y un amor que aún lo habitaba como un fantasma.

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Parte II – Manuela

La pausa se convirtió en un eco constante. Todo parecía igual, pero nada lo era.

Iba a la facultad. Estudiaba. Reía. Fingía. Pero en cada cosa que hacía, sentía la ausencia de Miguel como un hilo invisible que tiraba de ella hacia atrás. Como si el corazón todavía estuviera enredado en su voz, en su risa, en su manera de decir "te amo" al final de cada llamada.

A veces se sorprendía buscando su nombre en Instagram, como si una historia suya pudiera aliviar el vacío. Leía una vieja conversación solo para escuchar, en su mente, su voz otra vez. Escuchaba la canción que él le había dedicado… una y otra vez… hasta quedarse dormida con los ojos húmedos y el corazón en carne viva.

—Tenés los ojos tristes —le dijo Sofía una noche, mientras veían una serie que ninguna de las dos seguía realmente—. No hace falta que lo disimules conmigo.

Manuela no respondió. Solo bajó la mirada, sintiendo cómo una lágrima se le estancaba en la garganta. No quería hablar. Porque sabía que si empezaba, no iba a poder parar.

Esa misma noche, Lautaro se acercó más de lo habitual. Le llevó un café, le hizo un chiste tierno. Ella agradeció, sonrió por cortesía… pero no pudo más que eso. No porque no apreciara a Lautaro. Sino porque su corazón seguía allá. En otro lugar. Con quien ya no podía abrazar.

> Y entonces pensaba:

“¿Y si esta pausa lo cambia todo?” “¿Y si él se da cuenta de que puede vivir sin mí?” “¿Y si yo también?” “¿Y si cuando esto pase, ya no quede nada?”

Pero luego lo recordaba. Sus manos grandes y suaves. Su voz diciendo su nombre con dulzura. Su forma de mirarla, como si fuera lo más importante del mundo.

Y volvía a doler. Como si la pausa no fuera solo distancia… sino una herida abierta. Un silencio que gritaba. Una espera sin fecha.

A veces se descubría escribiéndole algo. Un mensaje corto. Una pregunta absurda. “¿Cómo estás?” “¿Dormiste bien?” Nunca los enviaba.

Y otras veces, como esa noche, veía su nombre iluminando la pantalla. Una llamada. Su corazón se aceleró. El pulgar tembló. Pero no contestó.

No estaba lista. No sabía qué decir. Y tenía miedo. Miedo de que él le dijera que ya no sentía lo mismo. Miedo de que sí lo sintiera, y que aun así, no supieran cómo volver a empezar.

Lloraba solo a escondidas. De madrugada. Cuando Sofía dormía y la casa estaba en silencio.

Se abrazaba a la almohada. Como si eso pudiera reemplazar su abrazo. Como si eso alcanzara para calmar las ganas de correr a buscarlo.

Pero no lo hacía. Porque, en el fondo, sabía que había cosas que también él debía entender. Que amar no era solo desear. Era elegir. Estar. Cuidar. Sostener incluso cuando duele.

Y entonces se preguntaba, una y otra vez: “¿Nos seguimos eligiendo, aun con esta distancia?” “¿Nos estamos perdiendo… o estamos aprendiendo a volver?”




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