Latidos lejanos

Capítulo 20: La grieta

La videollamada fue idea de Sofía.

—Quiero que estés, aunque sea por un ratito. No es lo mismo sin vos —le había dicho a Miguel, con esa ternura persistente que usaba cuando no quería perder del todo a su hermano.

Él aceptó casi sin pensarlo. Verlas, aunque fuera a través de una pantalla, era una forma de volver —aunque solo por minutos— a esa vida que ya empezaba a extrañar con una mezcla de nostalgia y dolor. Un intento torpe, pero honesto, de sostener algo que se le deshacía entre los dedos.

Cuando se conectó, el celular le mostró el living de la casa en Buenos Aires. Globos en tonos pastel, guirnaldas hechas a mano, voces que se superponían en carcajadas. Sofía sonreía, rodeada de amigas, y la calidez del ambiente contrastaba de forma brutal con la penumbra de su habitación en Madrid.

—¡Feliz cumple, loca! —saludó Miguel desde su escritorio, esforzándose por sonar animado.

—¡Mirá quién apareció! —bromeó ella, levantando el vaso—. Gracias, hermanito. Te extrañamos un montón, ¿sabés?

Miguel sonrió, pero sus ojos no estaban puestos en ella. Buscaban algo más allá del lente. Un rostro. Una voz. Un movimiento que le confirmara que todavía tenía un lugar en ese mundo. Y entonces, como si el deseo tuviera el poder de convocarla, la vio.

Manuela.

Estaba en el patio. Vestía un vestido liviano, celeste, de esos que usaba en verano cuando no quería pensar demasiado. El cabello oscuro suelto le caía por los hombros, en ondas suaves que se mecían con la brisa nocturna. Bailaba con Lautaro. No demasiado cerca. No de forma explícita. Pero sí con una naturalidad que le perforó el alma.

La risa de ella, esa risa que Miguel conocía de memoria, ahora pertenecía a otro instante. A otra escena. A otro hombre. Y él estaba fuera. Un espectador del lugar que solía ocupar.

La música llegaba como un eco distante. El mundo seguía girando del otro lado del océano, como si su ausencia no hubiese dejado huella. Eran más de las dos de la madrugada en Madrid, pero el sueño no lo visitaba. Solo esa angustia viscosa que se le instalaba en el pecho y no lo dejaba respirar.

Manuela reía, sí. Y se le iluminaban los ojos cuando Lautaro le decía algo al oído. No era una escena comprometedora. No había besos. No había caricias. Era peor.

Era una escena cotidiana. Íntima sin tocarse. Cómplice sin intención. Y completamente real.

Miguel tragó saliva, sintiendo una punzada bajo el esternón. No sabía cómo explicarlo, pero lo que sentía era una especie de exilio emocional. Como si alguien le hubiera cerrado la puerta de su propia casa y ahora mirara por la ventana cómo otro ocupaba su lugar.

Sofía todavía hablaba. Pero las palabras ya no llegaban.

—Bueno, che… después hablamos —dijo él, de golpe, con una voz que no parecía suya—. Besos.

Y cortó.

Ni siquiera pudo despedirse de Manuela. Su imagen quedó congelada en la pantalla: una sonrisa amplia, los ojos cerrados en una carcajada que no era para él.

---

Esa noche, Camila apareció sin aviso. Como si el universo lo pusiera a prueba. Como si el azar supiera dónde presionar cuando el alma ya está a punto de quebrarse.

> “¿Estás despierto? Estoy cerca.”

Miguel dudó.

Solo un segundo.

Y aceptó.

No porque quisiera verla. Ni siquiera por deseo. Aceptó porque ya no soportaba el nudo en la garganta. Porque necesitaba, aunque fuera por unas horas, olvidar. Silenciar. Apagar el incendio.

Fueron a un bar. Bebieron. Rieron con esa incomodidad que se camufla detrás del alcohol. Camila hablaba. Miguel no. Él se limitaba a fingir presencia, como un cuerpo en piloto automático. Lo único real en su cabeza era la imagen de Manuela bailando con Lautaro.

Después ella lo invitó a su departamento.

Y él fue.

No hubo pasión. Ni ternura. Ni siquiera conexión. Solo dos cuerpos torpes, intentando hacer callar a la memoria. Una sucesión de errores. Una noche que, incluso antes de empezar, ya sabía que iba a lamentar.

Lo supo en cada movimiento.

Pero no se detuvo.

Porque en ese momento, Miguel no buscaba consuelo. Buscaba castigo. Necesitaba lastimarse para no extrañarla. Como si pudiera arrancársela del pecho a fuerza de errores.

Cuando Camila se quedó dormida, él se levantó y se sentó en el borde de la cama. Tenía la cara entre las manos y un temblor que no le salía del cuerpo.

—¿Qué hiciste, idiota? —se dijo en voz baja, casi sin aire.

Y no hubo respuesta.

Solo silencio. Y una culpa que no lo iba a abandonar tan fácilmente.

---

Horas después, en Buenos Aires

—¿Y? ¿Hablaste con él? —preguntó Sofía mientras juntaba vasos vacíos del patio.

Manuela se apoyó en el marco de la puerta. Seguía con el vestido puesto, el pelo algo desordenado. Parecía quieta, pero por dentro hervía.

—No. Solo lo vi un minuto en la videollamada. Me pareció… no sé. Distante. Como si no quisiera estar ahí.

Sofía se detuvo y frunció el ceño.

—Cortó raro. Como apurado. Ni saludó bien.

—¿Le dijiste algo que lo incomodara? —preguntó Manuela, inquieta.

—No, le dije que lo extrañábamos. Sonrió, pero no fue una sonrisa real. No sé, estaba raro. Como si estuviera cargando algo muy pesado.

Manuela sintió que algo le caía en el estómago. Esa sensación incómoda que aparece cuando el corazón presiente algo antes que la mente. Desde hacía semanas notaba a Miguel más distante, más frío. Las videollamadas eran menos. Los mensajes, escasos. Las respuestas, tardías y breves.

—Sofi… ¿vos pensás que él todavía me quiere? —la pregunta salió sola, como si llevase días gestándose.

Sofía la miró, con los ojos llenos de compasión.

—Sí. Pero también creo que están heridos. Y cuando uno está herido, a veces se lastima a sí mismo sin darse cuenta.

Manuela asintió, abrazándose a sí misma.

Esa noche, no pudo dormir.

Se acostó tarde, pero el sueño no llegó. Repasó, una por una, las últimas charlas, las llamadas, las miradas a través de la pantalla. Algo se le escapaba. Algo no cerraba.




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