Latidos lejanos

Capítulo 21: El principio del final

Miguel

El amanecer lo encontró sentado en el borde de la cama, encorvado, con la cabeza hundida entre las manos. La claridad recién nacida se colaba por la ventana, pintando la habitación con un resplandor tímido. Pero esa luz no conseguía penetrar la sombra que lo rodeaba. Todo estaba impregnado de un silencio pesado, salvo por la respiración acompasada de Camila, dormida detrás de él, inconsciente de la tormenta que lo arrasaba por dentro.

Cada inhalación era un tormento; cada exhalación, un reproche. No había sido amor. Ni siquiera deseo verdadero. Fue un impulso ciego, un golpe de orgullo herido, una furia que lo empujó directo a ella. Lo que más lo quemaba no era la presencia de Camila en su cama, sino la ausencia de Manuela en sus brazos.

El recuerdo llegaba con crueldad: Manuela riendo con Lautaro, el movimiento suave de su vestido celeste en aquella fiesta, el destello en sus ojos que nunca había dejado de perseguirlo. Esa cercanía imposible lo atravesaba como un puñal invisible.

—No tenés derecho —murmuró, apenas audible—. No estabas ahí, no sabés qué pasó…

Pero ni siquiera sus excusas internas le servían. Su mente lo azotaba sin piedad. Su orgullo lo había traicionado. Había abierto la puerta a un error que ahora tenía nombre, cuerpo y consecuencias: Camila.

Se levantó con movimientos lentos, torpes, como si cargara cadenas invisibles. Cada prenda que se colocaba lo acusaba en silencio. Evitó mirarse al espejo: sabía que encontraría un reflejo devastado, irreconocible.

Y en medio de esa rutina mecánica, un pensamiento insistente lo acorralaba. Una frase que se le había grabado a fuego, aunque todavía no la había pronunciado en voz alta:

—Me acosté con ella.

Cada palabra era un golpe seco. Cada sílaba, una condena.

Se calzó los zapatos con dedos temblorosos y salió sin mirar atrás. Madrid despertaba fría y ajena, las calles llenándose de gente que caminaba con prisa, sin sospechar que él era apenas un espectro entre ellos.

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Manuela

Esa tarde, incapaz de soportar la presión de sus propios pensamientos, buscó refugio en la casa de Sofía. El aroma a yerba recién cebada y la calidez del abrazo de su amiga fueron el único alivio que encontró. Hablaron de cosas triviales: series, recetas, planes sin importancia. Todo con la superficialidad de quien sabe que el silencio puede volverse insoportable.

La calma se quebró con el sonido del teléfono. Sofía atendió y bajó al living con un gesto distinto en la cara.

—Es Miguel… —dijo, intentando sonar neutra—. Me pidió que lo llame rápido.

El corazón de Manuela dio un vuelco. Sintió un calor súbito en el pecho, seguido de un escalofrío helado. Sus pasos la llevaron por instinto hasta la escalera. Se detuvo frente a la puerta entreabierta del cuarto, con la intención de anunciar que se marchaba. Pero entonces lo escuchó.

Su nombre en labios de Miguel. Su voz, rota, quebrada, atravesándola como un cuchillo.

—No puedo más con esto, Sofi… me estoy pudriendo por dentro. Soy un desgraciado.

El aire se espesó. Sofía, con voz preocupada, preguntó:

—Miguel… ¿qué pasó? ¿Qué hiciste?

El silencio se hizo eterno, hasta que la confesión cayó como un trueno:

—Fue una noche. Una traición. Con Camila.

El mundo de Manuela se resquebrajó. Sintió que el piso se desmoronaba bajo sus pies. Su respiración se volvió entrecortada, irregular, como si el aire ya no quisiera entrar en sus pulmones.

Retrocedió sin hacer ruido, bajó los escalones tambaleando y salió a la calle con el corazón desbocado. Todo a su alrededor parecía ajeno: las casas, los árboles, la gente. La ciudad se le volvió hostil, como si no hubiera lugar para ella.

Llegó a la plaza más cercana y se dejó caer en un banco. Hundió la cara entre las manos y, aunque intentó contenerlas, las lágrimas brotaron con violencia, desgarrando cada fibra de su cuerpo.

Miguel había sido su refugio, su certeza, el hogar al que siempre volvía. Y ahora todo estaba en ruinas.

Sacó el celular. Lo llamó una vez, dos, tres… pero colgó antes de que él atendiera. La simple idea de escuchar su voz la partía en dos. Cuando las llamadas de él comenzaron a llegar, ella las rechazó con dedos temblorosos, sintiendo que esa distancia era lo único que podía salvarla.

Finalmente escribió un mensaje breve, seco, definitivo:

—Ya no hay nada que explicar.

Apagó el teléfono. Y se abrazó a sí misma, temblando, como si de ese modo pudiera contener las grietas que se abrían en su interior.

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Miguel

El sonido de la llamada rechazada lo golpeó más fuerte que cualquier insulto. Estaba en su estudio, rodeado de planos que no podía leer, con las manos sudorosas sobre el celular. Llevaba horas intentando escribirle:

> “No la amo. No significó nada. Fue un momento de debilidad. Estaba ciego, dolido…”

Pero borraba una y otra vez. Ninguna palabra alcanzaba. La culpa lo sofocaba, y lo único que quería era que ella entendiera.

Cuando al fin llegó el mensaje de Manuela, supo que ya no había retorno:

—Ya no hay nada que explicar.

La frase lo atravesó como un disparo directo al pecho.

Se levantó de golpe, comenzó a caminar sin rumbo por el departamento, golpeándose con los muebles. Llenó un vaso de agua, pero no lo bebió. Se quedó mirando el reflejo de su rostro en la superficie, viéndose derrotado, irreconocible.

Escribió a Sofía, desesperado:

—¿Está bien? ¿Cómo está?

La respuesta lo heló:

—No sé si alguna vez vuelva a estarlo.

Y ahí se quebró. La fortaleza que siempre había mostrado se derrumbó en un instante. Cayó al suelo, abrazando sus rodillas, sollozando hasta perder la voz.

—La arruiné… la arruiné —repetía entre lágrimas, como un lamento inútil.

Porque sabía que era verdad. Había destruido lo único que realmente importaba. Y lo había hecho con sus propias manos.




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