Los días se volvieron espesos.
La ciudad seguía latiendo, pero ella ya no la escuchaba. Dormía poco y mal. Comía lo justo, como si el hambre se hubiera quedado atrapada en algún rincón de su garganta. Se vestía con lo primero que encontraba y salía a la calle envuelta en una capa invisible de orgullo frágil, como un escudo hecho de silencio y un maquillaje barato que apenas disimulaba lo que dolía adentro.
Nadie sabía nada. Ni siquiera Sofía, con quien había compartido tanto, sospechaba la tormenta que la atravesaba. No podía contarle. Cada vez que intentaba abrir la boca, la garganta se le cerraba, como si su cuerpo mismo quisiera protegerla del dolor negándose a ponerle palabras. Decirlo en voz alta lo volvía real. Irremediable.
Camila.
Un nombre que ahora ardía como una herida abierta. Un nombre que había escuchado apenas como un susurro en esa videollamada, pero que le había taladrado el alma como un grito estridente. Un nombre que no quería ni pensar, mucho menos pronunciar. Un nombre que ocupaba demasiado espacio dentro de ella. Un nombre con cuerpo. Con piel. Con historia.
Recordaba cada gesto de Miguel, cada palabra, cada mirada que alguna vez le prometió que no había nadie más. ¿Cómo podía haber sido tan real para ella, y tan fácil de desechar para él? ¿Cómo se pasa de un “te extraño hasta en los huesos” al cuerpo de otra mujer en una cama que no era la suya?
A veces, cuando estaba sola, se tentaba a llamarlo solo para gritarle, para romperlo. Para escupirle todas las preguntas con rabia, para que le doliera tanto como a ella. Otras veces, pensaba en llamarlo solo para entender por qué. Pero nunca lo hacía. No quería darle la satisfacción de saber cuánto la lastimaba.
Lloraba escondida en el baño, con la ducha abierta para que nadie la oyera. Se abrazaba las piernas sentada en el piso, como si quisiera doblarse hasta desaparecer. Lo extrañaba. Lo odiaba. Lo amaba. Todo a la vez. Y eso la destrozaba. Era como vivir con un cristal roto en el pecho: cada respiración era una pequeña puñalada.
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Miguel
En Madrid, la ciudad era otra, pero el vacío era el mismo.
Volvió a su departamento como un fantasma. El aire parecía pesado, las paredes demasiado blancas, la cama demasiado grande. Cada rincón le devolvía el eco de lo que había perdido. De lo que había destrozado con sus propias manos. Porque sabía que no fue un accidente. Fue una elección. Un instante de cobardía envuelto en deseo y rencor.
Se reprochaba todo: lo que hizo, lo que no dijo, lo que dejó que se rompiera por orgullo y estupidez.
La imagen de Manuela escuchando esa videollamada lo perseguía en sueños. La veía con los ojos abiertos, congelada, sola, confundida, deshecha. Y después no podía respirar. Literalmente. Sentía que el pecho se le cerraba, como si su cuerpo también quisiera castigarlo.
La llamó dos veces. Una de madrugada. Otra al mediodía. Las dos veces, fue al buzón de voz. Escribió un mensaje largo, pero lo borró antes de enviarlo. Palabras que nunca parecían suficientes. Finalmente mandó uno corto:
> “No pasa un día sin que me arrepienta.”
Evitó mirar el celular durante horas. Cuando al fin lo hizo, encontró el mensaje que temía:
> “No quiero que me escribas. No quiero que me llames. No quiero que intentes explicarme nada. Esto se rompió, Miguel. Y no sé si alguna vez podré perdonarte.”
No había insultos. No había reproches. Eso era lo peor. Que Manuela le escribiera con esa frialdad resignada, como si ya lo hubiera enterrado. Como si no quedara nada por lo que pelear.
Lloró como hacía años no lloraba. Se tapó la cara con la almohada para no escucharse, para no oír el eco de todo lo que había perdido. Después se sentó en el piso de la cocina, en silencio, hasta que el amanecer le pintó las paredes con una luz tan cruel que tuvo que cerrar los ojos.
Se refugió en el trabajo. Se quedaba hasta la madrugada frente a la computadora, corrigiendo planos que no necesitaban corrección, solo para anestesiar el alma. Como si dibujar líneas pudiera borrar errores.
Pero cada vez que cerraba los ojos, la veía a ella:
El baile. Su risa. El vestido arremangado para caminar descalza por la arena. La forma en que le decía “bobo” cuando hacía alguna tontería. Cómo le acariciaba el cuello cuando lo abrazaba desde atrás.
Y luego, el instante exacto en que la traicionó. El momento en que su cuerpo eligió mal. En que su dolor buscó refugio en otra piel.
Camila había sido el error más caro de su vida. Y lo sabía. No porque ella fuera culpable, sino porque él la dejó entrar. Porque no supo frenar. Porque se dejó arrastrar por un impulso vacío.
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Manuela
Tenía insomnio. Despertaba con el corazón en la garganta, esperando un mensaje, esperando algo. Pero cada intento suyo era una puñalada más. No podía escuchar su voz. No todavía. Era demasiado pronto, demasiado crudo.
Una noche, por fin habló con Sofía. Lloró como una niña, temblando, apenas logrando hablar.
—Yo confiaba en él —dijo, con voz quebrada—. Pensaba que me cuidaba, aunque estuviéramos lejos. Que nunca me haría algo así.
Sofía la abrazó como cuando eran chicas, como cuando se caía de la bici, como cuando lloraba por su papá, como cuando soñaba con un amor que no doliera.
—Él te ama, Manuela… pero a veces eso no alcanza —dijo con tristeza—. A veces, la gente que más nos ama también nos lastima.
Manuela cerró los ojos y entendió que el amor, a veces, duele como una traición. Que no siempre se mide en palabras bonitas, sino en las decisiones que tomamos cuando el corazón se rompe.
Las semanas pasaron lentas y dolorosas.
Miguel intentaba acercarse a veces. Un mensaje. Una canción compartida. Un recuerdo escrito casi como un ruego:
> “Juro que daría cualquier cosa por volver a esa tarde en que me dijiste ‘acá estoy’, y yo creí que sería para siempre.”
Manuela no respondía. No podía. No quería abrir esa puerta aún. Sabía que si contestaba, no podría contenerse. Y no quería odiarlo más de lo que ya se odiaba a sí misma por seguir amándolo.