Latidos lejanos

Capítulo 23: El peso del silencio

Miguel

Miraba la pantalla del celular por décima vez en el día.
El brillo le devolvía el mismo vacío de siempre: ningún mensaje nuevo.

Último envío, todavía clavado en la parte superior de la conversación:

—¿Podemos hablar?

Leído. Sin respuesta.

La palabra “leído” brillaba como una herida abierta. Era el recordatorio más cruel de todos: ella lo había visto, ella sabía, y aun así había elegido callar. Y ese silencio, que antes había sido refugio, ahora se había convertido en condena.

Volvió a marcar su número, aunque sabía de antemano que no contestaría. El tono de llamada se extendió unos segundos, como un eco hueco que rebotaba en su pecho, hasta que se cortó. Ya no tenía derecho a exigir nada. Ni siquiera su voz. Pero insistía igual, como si la repetición pudiera cambiar el pasado, como si un llamado pudiera coser las grietas que él mismo había provocado.

El departamento estaba en silencio absoluto. Solo el reloj del pasillo, con su tictac insistente, marcaba el paso del tiempo con una monotonía cruel. Las luces tenues filtradas por las cortinas proyectaban sombras largas sobre el suelo de madera, alargadas como fantasmas de algo que ya no volvería.

Las cosas estaban en su sitio: la mesa impecablemente ordenada, la taza olvidada con restos de café frío, la cama tendida sin arrugas. Todo parecía burlarse de su tormenta interna. Era la ironía de un espacio en calma, mientras dentro de él reinaba un caos sin tregua.

La indiferencia con que respondía los mensajes de Camila era su propio castigo. A cada palabra breve, a cada excusa tibia, sentía que se clavaba un cuchillo en la boca del estómago. No quería fingir entusiasmo, no podía inventar un afecto que ya no existía. Su penitencia era esa: cargar con la mentira de un vínculo al que había llegado por error, por debilidad, por miedo. Nada dolía más que la distancia de Manuela, cuando antes había sido su refugio.

Encendió un cigarrillo, aunque hacía meses que no fumaba. Caminó hasta el balcón y soltó la primera bocanada de humo. El aire fresco de Madrid lo golpeó en la cara, pero nada despejaba la niebla que lo envolvía por dentro. El pecho le pesaba como si llevara piedras adentro.

Revisó las fotos en el celular. Deslizó el dedo con una lentitud casi ritual. Ahí estaba ella: dormida, con una sonrisa apenas visible, como si incluso en sueños supiera regalarle paz. Otra en la plaza, riéndose con una medialuna en la mano, con migas pegadas en la comisura de los labios. Esa risa. Esa forma de mirarlo como si él valiera algo, como si fuera suficiente.

Y ahora… solo el silencio.

—Me equivoqué, Manu —murmuró al viento, como si ese susurro pudiera viajar kilómetros y colarse por la ventana de su cuarto en Buenos Aires—. Lo arruiné todo.

La memoria lo arrastró sin pedir permiso. Volvió a la videollamada del cumpleaños de Sofía. Manuela bailando, riéndose, con Lautaro demasiado cerca. La confianza entre ellos, esa familiaridad que a él le había hecho ruido desde siempre. Y la furia que lo quemó por dentro, un fuego ciego que no supo controlar. Su ego había hablado más fuerte que su amor. En vez de palabras, eligió reproches mudos. En vez de paciencia, eligió el orgullo.

Y entonces Camila. La tentación en la peor noche. El error. La culpa. El después.

Ahora ella sabía. No necesitaba confirmación. Su silencio lo decía todo. No era enojo pasajero. Era dolor. Era desilusión. Era una muralla impenetrable que él mismo había construido, ladrillo a ladrillo, con cada torpeza y cada duda.

Volvió a mirar el celular. Sus dedos temblaban, pero escribió:

> “Sé que no me merezco tu perdón. Pero igual te lo pido. Solo quiero que estés bien. No necesitás responderme, pero necesitaba que lo supieras.”

Envió el mensaje y soltó el aire con un suspiro hondo. Ya no esperaba respuesta. Lo único que quería era dejarle, aunque fuera, un rastro de verdad.

Porque a veces, el silencio más cruel no es el que viene de afuera, sino el que uno escucha adentro, cuando se da cuenta de que perdió algo que amaba con todo el corazón.

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Manuela

El celular vibró en el bolsillo de su campera mientras volvía del supermercado. El aire fresco de la tarde en Buenos Aires le helaba la cara, pero el frío más profundo no venía del clima: lo llevaba adentro, como un invierno instalado en el pecho.

Hacía días que caminaba con esa sensación de espesura, como si el aire pesara más, como si la tristeza se volviera tangible. Cada paso costaba, como si el corazón roto se filtrara en la sangre y entorpeciera los músculos.

Sacó el teléfono casi por inercia. El nombre apareció en la pantalla: Miguel.

No había abierto sus mensajes en más de una semana. Cada vez que lo veía, apartaba la vista. Leerlo era como abrir una herida mal cerrada. Cada palabra era un filo, cada recuerdo un golpe. Y sin embargo, esa vez, algo en ella la hizo tocar la notificación.

Leyó.

> “Sé que no me merezco tu perdón. Pero igual te lo pido. Solo quiero que estés bien. No necesitás responderme, pero necesitaba que lo supieras.”

El mundo se detuvo un instante. El ruido de la calle, los autos, las voces, todo se volvió lejano, como si el universo hubiera decidido callar para dejarla sola con esas líneas.

Sintió las lágrimas acumularse detrás de los párpados, quemándole como brasas. Creía haber llorado todo, pero siempre quedaba una más. Siempre.

Se sentó en un banco de la plaza más cercana. La madera estaba fría bajo sus piernas, el sol apenas rozaba su piel. Cerró los ojos. Y apareció él.

Su mirada. Esa forma de verla como nadie, de desnudarle el alma. Sus manos torpes y tiernas, recorriendo su piel con un cuidado que la había hecho sentir única. Las promesas que habían compartido en voz baja, sin garantías, solo con la certeza de estar juntos en ese instante.

Pero también estaba lo otro. La traición. La soledad de esa noche en que todavía lo esperaba, mientras él estaba con otra. La imagen que se repetía una y otra vez, cruel, insistente: su boca diciendo “te extraño” mientras besaba a Camila.




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