MIGUEL
El invierno comenzaba a diluirse en Madrid, pero en el pecho de Miguel el frío persistía. Un frío seco, sordo, que no venía del clima sino de adentro, como si se hubiera instalado una grieta que no cerraba. Las mañanas eran más amables, los días un poco más largos, los parques empezaban a llenarse de colores, pero para él todo seguía gris. Como si su cuerpo viviera en Madrid y su alma hubiera quedado atrapada en otro lado. En otra ciudad. En otro tiempo. En Manuela.
Pasaba las horas entre planos y proyectos, pero nada lograba distraerlo del zumbido constante que le recorría la mente. Un murmullo hecho de recuerdos, de silencios, de mensajes leídos sin respuesta. Cada vibración del celular era una esperanza. Cada minuto sin señal, una punzada. Sus amigos hablaban, reían, lo invitaban a cenas, a fiestas. Él iba, por inercia, y se sentaba como quien presencia una obra ajena. Su cuerpo estaba allí, pero su cabeza vagaba lejos.
La rutina se convirtió en penitencia. Cada paso que daba, cada bocanada de aire, era como arrastrar cadenas. Revisaba Instagram compulsivamente, como un adicto, buscando rastros de ella. De su risa. De su mundo. Como si cada imagen pudiera acercarlo a un presente del que ya no formaba parte.
Manuela no publicaba mucho, pero cuando lo hacía, cada imagen tenía la precisión cruel de una daga.
Una foto en su escritorio, con la laptop abierta y una taza nueva.
> “Primer día en mi nuevo trabajo. Qué lindo es empezar algo que soñaste tanto.”
Cada palabra era un recordatorio de que ella seguía. Sin él. Que la vida de Manuela había tomado impulso justo en el momento en que la de él se había detenido. Otra historia la mostraba con Sofía, riendo, abrazadas, la complicidad intacta. Otra más, con libros y resaltadores, como si el futuro la estuviera esperando con las puertas abiertas. Como si el dolor la hubiera fortalecido, en lugar de quebrarla.
Miguel no podía evitar mirar una y otra vez. Y cada vez sentía menos aire en los pulmones.
Una noche, en una videollamada con Sofía, intentó fingir fuerza. Fingir alegría. Pero el temblor en su voz lo traicionó.
—Está bien, ¿no? —preguntó, casi en un susurro.
Sofía lo miró largo, sin juzgar.
—Sí. Está aprendiendo a estarlo. Pero no fue fácil. Vos sabés bien lo que hiciste, Miguel.
Él bajó la mirada, la garganta cerrada.
—La destruí… —susurró—. Y me destruí con ella.
—La lastimaste —repitió Sofía con ternura—. Pero no la destruiste. Manuela no se rompe fácil. Está reconstruyéndose. Y eso... eso no tiene vuelta atrás.
Miguel asintió, mudo. Quiso decirle que la amaba. Que no había un solo día en que no se arrepintiera. Que había querido retroceder el tiempo tantas veces que ya se le habían borrado las oraciones del alma. Pero no dijo nada. Porque las palabras ya no alcanzaban. Porque el daño estaba hecho. Y porque había aprendido, demasiado tarde, que amar no siempre es suficiente para reparar.
Esa noche, antes de dormir, volvió a mirar la foto de Manuela en su escritorio.
Ella sonreía. Pero era una sonrisa distinta. Más firme. Más suya.
Miguel sintió una punzada en el pecho. La amaba tanto que dolía. Pero también supo, con una lucidez cruel, que no era parte de esa sonrisa. Que ya no era su refugio. Que quizá, nunca lo había sido del todo.
Caminó hasta el ventanal. La ciudad brillaba, indiferente. Tomó una foto impresa, vieja, de Manuela. Una donde estaban juntos. Donde todavía creían. Abrió la ventana. El viento se coló helado. Soltó la foto.
La vio volar, girar en el aire y desaparecer en la noche.
Y se fue a dormir. Sin consuelo. Sin redención.
MANUELA
Manuela caminaba por las calles con el paso sereno, como quien flota sobre algo frágil. El otoño comenzaba a teñir de ámbar las veredas. El sol todavía acariciaba, pero en su interior, una tormenta seguía latiendo.
Había leído el mensaje de Miguel. Un mensaje que no decía nada nuevo, pero que abría la herida como si fuera la primera vez.
> “No hay un solo día en que no me arrepienta.”
Lo leyó una, dos, diez veces. Cerró los ojos y escuchó esa voz imaginaria que aún sabía de memoria. Pero no respondió. No podía. Porque el dolor era todavía más fuerte que el amor. Porque responderle era abrir la puerta a algo que ya no tenía piso.
Quiso gritarle. Quiso llorar. Quiso abrazarlo hasta romperle el orgullo. Pero no hizo nada de eso.
Guardó el celular, apretó los puños y caminó. Como quien arrastra la dignidad en cada paso. Como quien sabe que el amor no siempre salva, y que a veces la única forma de cuidarse es decir basta.
Esa noche, se encerró en el baño, dejó correr el agua caliente y lloró hasta quedarse sin voz. Lloró por lo que fue. Por lo que no fue. Por lo que imaginó. Por todo lo que dio y no alcanzó.
Sofía la encontró más tarde, con los ojos rojos y las manos heladas.
—Manu... —dijo, apenas, como si el nombre fuera un susurro—. ¿Querés que hablemos?
Manuela la miró. Sus labios temblaban.
—Yo lo amaba… —dijo, y rompió a llorar de nuevo—. Y él… él me rompió como si yo fuera reemplazable.
Sofía se sentó a su lado, la abrazó como se abraza a alguien que está hecho pedazos.
—No sos reemplazable, Manu. Nunca lo fuiste. Pero no todos saben amar como vos. Y él... él no supo cuidarte.
Manuela asintió. Porque ya no necesitaba explicaciones. Lo que necesitaba era entenderse a sí misma. Volver a creerse merecedora de un amor sano. Sin traiciones. Sin ausencias disfrazadas de trabajo. Sin excusas disfrazadas de miedo.
Empezó a salir más. A rodearse de personas que la hacían reír sin pedir nada a cambio. Se refugió en su nuevo trabajo, donde cada logro le devolvía una parte de la seguridad perdida. Volvió a leer, a escribir, a dormir sin sobresaltos. No porque el dolor se hubiera ido, sino porque había aprendido a vivir con él.
Una tarde, mirando el cielo desde su balcón, escribió en su diario: