La noticia llegó una madrugada helada. El abuelo de Sofía y Miguel se había ido en silencio, como vivió: sin hacer ruido, pero dejando una huella imborrable en cada rincón de la casa que lo vio envejecer.
Sofía se lo dijo a Manuela en un mensaje corto, tembloroso:
> “Muró el abuelo. Estoy destruida. Miguel está viajando desde Madrid.”
Manuela no lo pensó. Pidió el día en el trabajo, se vistió sin mirarse al espejo y salió con un nudo en el pecho que no sabía si era por la pérdida, por Sofi… o por Miguel.
Cuando llegó a la casa, el aire olía a madera vieja y tristeza. Las fotos familiares seguían en su lugar, como testigos silenciosos de una historia que ahora tenía una ausencia más.
Sofía la abrazó apenas cruzó la puerta, fuerte, como si ese abrazo pudiera evitar que todo se rompiera.
—Gracias por venir —murmuró entre lágrimas—. Él te quería tanto, Manu...
—Yo también lo quería. Fue como un abuelo para mí —respondó Manuela, con los ojos vidriosos.
La abuela, en su sillón de siempre, parecía más pequeña que nunca. Temblaba. Murmuraba su nombre como una plegaria que no sabía cómo terminar. Manuela se acercó, le preparó un té, buscó mantas, la arropó con una ternura que le nacía del alma.
—Mi amor —le dijo la abuela, tomándole la mano con delicadeza—. Él siempre decía que eras la nieta que la vida nos regaló.
—Siempre voy a estar —le prometió Manuela, con la voz rota—. Para vos, para Sofi… y para él.
El sonido de la puerta quebró el murmullo de la casa.
Miguel había llegado.
Cruzó el umbral con el cuerpo vencido por el cansancio y el alma hecha jirones. Llevaba la valija en una mano, el rostro desarmado, los ojos húmedos de llanto mal contenido.
Sofía lo abrazó primero. Se fundieron en un nudo de brazos y lágrimas, sin palabras, como solo los hermanos saben hacer.
Y luego, Miguel levantó la mirada.
Y la vio.
Manuela estaba allí. Parada al final del pasillo, con los ojos brillantes y el corazón temblando. El tiempo pareció congelarse. Nadie respiró.
Se miraron como si el mundo se hubiera reducido a ese instante. Como si todo lo que dolía, todo lo que fue y no fue, todo lo que aún latía, estuviera contenido en esa sola mirada.
Y entonces, Miguel fue hacia ella.
Manuela no dio un paso atrás. No parpadeó. Solo lo esperó.
El abrazo que se dieron no fue de consuelo. Fue de reencuentro. De amor interrumpido. Fue un abrazo largo, profundo, lleno de palabras que no podían decirse. Los cuerpos se reconocieron, se buscaron en el silencio. Él hundió el rostro en su cuello, respiró su perfume, tembló.
—No tenés idea de cuánto necesitaba esto —susurró Miguel, apenas audible.
—Yo también —le respondió Manuela, cerrando los ojos.
Durante un instante, fueron solo ellos. Fuera del tiempo. Fuera del dolor.
Cuando se soltaron, no hablaron. No hacía falta.
Durante el día, Manuela se mantuvo cerca de Sofía y la abuela. Fue sostén, fue abrigo. Miguel la miraba desde lejos, con esa mezcla de amor y nostalgia que lo atravesaba desde hacía meses.
Por la tarde, la encontró en el jardín. Ella estaba de espaldas, observando las plantas que alguna vez cuidó el abuelo.
—¿Estás bien? —preguntó ella sin girarse.
—No lo sé —dijo él, acercándose un poco—. Es raro. Es como si se hubiera llevado una parte de todos nosotros.
Ella se dio vuelta. Lo miró con dulzura.
—Estás más flaco —le dijo, medio en broma.
—Y vos más fuerte —respondió él, sonriendo apenas.
Silencio.
—Gracias por venir —dijo Miguel—. Por ellos. Por estar. Por no dejarme solo.
—No podía no estar. Este lugar… ustedes… son parte de mi historia también.
Miguel la miró como si quisiera memorizar cada rasgo.
—¿Y vos, Manu? ¿Estás bien?
Ella dudó un segundo, pero fue honesta:
—No del todo. Pero estoy mejor. Aprendiendo a respirar distinto.
Se quedaron así, mirándose bajo el cielo que se tiñó de naranja. Manuela dio un paso. Miguel no se movió. Y cuando estuvo a centímetros, apoyó la frente en su pecho.
—Lo extraño tanto —susurró ella.
—Yo también. Y a vos... también te extraño. Aunque no sepa si tengo derecho.
Ella lo abrazó otra vez, con calma, como si decirle "yo también" con el cuerpo fuera más sincero que con palabras.
El amor seguía ahí.
Dolido. Callado. Pero intacto.
Y aunque el mundo se estuviera rompiendo un poco, en ese abrazo volvió a nacer un pedazo de ellos.
Esa noche, cuando la casa quedó en silencio y la tristeza empezó a calar hondo en las paredes, Manuela se sentó sola en el borde de la cama donde alguna vez durmió con Sofía en las pijamadas de la infancia. Todo era familiar y extraño a la vez. El perfume del hogar, la luz tenue del pasillo, el eco de una ausencia imposible.
Abrazó sus rodillas y cerró los ojos.
Sentía en el pecho una mezcla imposible de nombrar: duelo, amor, nostalgia, miedo. Y Miguel. Miguel latiendo ahí, en un rincón que nunca se apagaba del todo.
Él la había abrazado como si no pudiera dejarla ir. Como si todavía quedara algo por decir. Y ella… ella lo había dejado.
Porque no sabía si era el momento.
Porque no quería que el dolor de una pérdida se mezclara con la ternura de una esperanza.
Pero lo había sentido. Lo seguía sintiendo. Estaba vivo. El amor. El recuerdo. El deseo de quedarse. Como una promesa silenciosa entre todo lo que dolía.
Acarició la manta sobre sus piernas y pensó en el abuelo. En cómo le hablaba de los hilos invisibles que unen a las personas cuando el amor es verdadero. En cómo le decía que a veces el tiempo se toma su tiempo, pero siempre vuelve al lugar correcto.
Quizás eso eran ellos. Un hilo invisible. Un amor que duele, pero que no se rompe.
Se recostó despacio. Cerró los ojos.
Y antes de dormirse, con la voz muda, apenas un suspiro, dijo su nombre en la oscuridad: