Capítulo: Hilos invisibles
La casa estaba en silencio, pero no vacía. Era un silencio espeso, con olor a madera vieja y a flores marchitas. Un silencio que se adhería a la piel como una sábana húmeda. No era la ausencia lo que dolía, sino la presencia del dolor. Se sentía el eco del adiós en cada rincón, como si las paredes también lloraran la partida del abuelo. Las fotos lo mostraban sonriente, en días luminosos que ahora parecían lejanos. Sus corbatas seguían colgadas, ordenadas con un esmero que dolía. Un sombrero descansaba en el respaldo de una silla, como si él fuera a volver en cualquier momento.
Preparar el velorio era una coreografía muda, casi religiosa. Los pasos eran conocidos, pero pesaban. Se cruzaban miradas breves, gestos contenidos, manos que se apoyaban en brazos sin decir palabra. Sofía, intentando sostenerse, hacía de eje: organizaba, recibía, respondía mensajes, imprimía papeles. Parecía entera, pero se le quebraban las pestañas cada vez que creía que nadie la veía.
Manuela, en cambio, se movía por la casa como una sombra cálida. Silenciosa, pero presente. Estaba donde se la necesitaba: sosteniendo a Sofía, ofreciendo un vaso de agua, alcanzando un abrigo a una tía que temblaba más por dentro que por el frío. Sus movimientos eran suaves, casi imperceptibles, pero profundamente humanos.
Miguel… Miguel era otra historia. Parecía flotar, caminar sin rumbo, como si no supiera cómo habitar el dolor. Se detenía en las habitaciones y miraba como si esperara que algo —una voz, un gesto, una memoria viva— le hablara. Se aferraba a tareas pequeñas que no lo obligaran a pensar: recoger vasos vacíos, alinear sillas, cerrar persianas.
Fue en la cocina donde se encontraron.
—¿Falta algo más? —preguntó Manuela, sin girarse, acomodando bandejas con galletitas que nadie comería.
—Café —dijo Miguel, señalando la caja sobre la repisa—. ¿Podés alcanzarme eso?
Ella se acercó. Al extenderle el paquete, sus dedos se rozaron. Apenas un segundo. Pero suficiente para que el mundo se encogiera. Manuela apartó la mano con rapidez, pero el contacto quedó flotando, suspendido en el aire como un eco sordo.
—¿Recordás cuando él nos hacía café con leche y tostadas en la galería? —dijo Miguel, sin mirarla—. Cuando nos quedábamos dormidos estudiando…
Manuela asintió, bajando la vista, sintiendo cómo un hilo de calidez se colaba entre el hielo que la rodeaba.
—Y se quejaba de que no entendía cómo podíamos estudiar tanto y aprender tan poco.
Ambos rieron, por primera vez en días. Una risa rota, melancólica, pero verdadera. Una risa que pareció abrir una hendija en ese invierno perpetuo.
—Pero después se sentaba con nosotros, como si fuera uno más —continuó Miguel—. Hasta corregía tus resúmenes.
—¡Y lo hacía mejor que yo! —agregó ella, con una sonrisa apagada.
El aire se volvió más tibio, como si el recuerdo trajera un poco de primavera.
—Una vez me dijo que yo era un tonto si te dejaba ir —murmuró él, apenas audible.
Ella se quedó quieta.
—Y lo hiciste igual.
Miguel asintió, con un suspiro que parecía arrastrar meses de arrepentimiento.
—Soy un idiota.
Manuela no respondió. No hacía falta. Él ya lo sabía.
Pasaron la tarde juntos, sin buscarlo, sin hablar demasiado. Como si la muerte del abuelo los hubiera devuelto a un punto anterior, uno donde aún sabían cómo funcionar como equipo.
Acomodaron sillas. Recibieron a familiares. Organizaron flores. Prepararon café. Buscaron fotos para el altar.
Fue entonces cuando Manuela encontró una imagen vieja: los tres en la galería, el abuelo en el centro, ella apoyada en su hombro, Miguel detrás, tomándole la mano casi en secreto. Tan jóvenes. Tan invencibles.
Ella se la mostró, y Miguel se quedó en silencio largo rato. Sus ojos viajaban por el papel como si pudiera sumergirse en ese instante y no volver jamás.
—La voy a poner en el altar —dijo ella, con la voz temblando apenas.
Él asintió, pero no se movió.
—¿Te puedo confesar algo? —murmuró, como si el ambiente le pesara encima.
—Decime.
—Ese día… ese exacto momento… —tragó saliva— me moría de miedo. De tocarte. De que lo notaras. De que me miraras y supieras todo.
Manuela frunció levemente el ceño, sorprendida.
—¿Todo qué?
Miguel bajó la mirada, como si aún hoy le costara admitirlo. Como si aún le doliera reconocerse en ese amor tan temprano, tan profundo.
—Que ya te amaba. Que me pasaba las noches enteras pensando cómo sería tu risa en una vida conmigo. Que me dolías sin saberlo. En esa foto… yo ya estaba enamorado de vos. Solo que no sabía cómo decírtelo. Ni si tenía derecho a sentirlo así.
Manuela se quedó inmóvil. La respiración le pesaba en los pulmones. Como si una parte de ella también volviera a esa tarde, pero desde otro ángulo. Desde otro lugar.
—Yo pensé que fue casual —susurró.
Miguel negó con una sonrisa que era pura tristeza.
—Nada con vos fue casual. Nada de lo que sentí por vos lo fue. Solo fui un cobarde que se escondía en excusas.
El silencio volvió a instalarse entre ellos. No era incómodo, pero sí cargado. Como si cada palabra no dicha se apoyara en los hombros de ambos.
Ella colocó la foto en el centro del altar, entre velas, flores y otras imágenes del abuelo. Lo hizo con cuidado, con los dedos temblando. Como si al dejarla ahí también dejara una parte de sí misma. Una parte que todavía dolía.
Miguel la observó en silencio. Con ese amor manso pero feroz. Ese que había aprendido a callarse durante años, pero que jamás lo abandonó.
—Gracias por ayudar —dijo Manuela, sin mirarlo—. Sé que no debe ser fácil.
—Estar con vos nunca fue difícil, Manu. Lo difícil fue alejarme. Y vivir como si te hubiera olvidado.
Ella respiró hondo. Cerró los ojos un instante. Como si necesitara un segundo para no quebrarse ahí mismo.
—¿Por qué venís con todas estas palabras ahora? —preguntó, sin rabia, sin reclamo. Solo dolor.