Latidos lejanos

Capítulo 27: Lo que no dijimos a tiempo

La casa dormía.

Después del caos silencioso de la despedida, de los suspiros entre abrazos, del olor a café recalentado que había inundado el aire todo el día, solo quedaba el murmullo lejano del viento. Afuera, las hojas secas raspaban la vereda como si también buscaran consuelo. Adentro, todo estaba quieto. Apenas una lámpara de pie lanzaba su luz tibia sobre el living, como si intentara contener el dolor en los rincones.

Manuela estaba sentada en uno de los extremos del sillón, con una manta sobre las piernas y las manos entrelazadas. La tela suave no podía calmarle el temblor de los dedos. Miguel, en el otro extremo, se inclinaba hacia adelante, con los codos apoyados en las rodillas y la mirada perdida en el suelo. Llevaban así varios minutos. Juntos, pero a años de distancia.

—No quiero irme sin hablar con vos —dijo él al fin, con voz baja, rasposa, rota.

Manuela levantó la vista despacio. La lámpara delineaba sus mejillas marcadas por el cansancio, por el duelo, por algo más hondo que la pérdida. Jugó con el fleco de la manta, como si así pudiera encontrar una excusa para no mirarlo de lleno.

—Yo tampoco —respondió ella después de un silencio largo—. No quiero quedarme con lo que no se dijo. No otra vez.

Miguel se enderezó. Su cara estaba más flaca, más adulta, como si el dolor también le hubiese robado algo. Sus ojos, hinchados de tanto llorar en el avión o en el baño de su cuarto, buscaron los de ella.

—Camila… —empezó, arrastrando el nombre como si quemara—. Lo que pasó con ella fue un error. Ni siquiera sé cómo explicarlo. Fue bronca. Contra todo. Contra mí mismo. Contra vos, contra la distancia, contra lo que no supe manejar. No fue amor, Manuela. Fue desesperación.

Ella no se inmutó. Solo bajó la mirada un segundo. Sus ojos se clavaron en un punto del suelo, como si ahí pudiera ver otra versión de la historia. Otra donde él no hubiera hecho lo que hizo. Otra donde ella no hubiera tenido que aprender a respirar sola.

—Lo escuché —dijo en voz baja—. Cuando se lo contaste a Sofía. No fue a propósito, pero estaba ahí.

Miguel cerró los ojos. Se cubrió el rostro con las manos y apretó los dedos contra la frente. Quería sacarse de encima la vergüenza, la culpa, la escena exacta en la que Camila se convirtió en un escape. Un castigo. Un error irreversible.

—Pensé que me habías soltado —dijo después de un rato—. Vi esa historia con Lautaro. Vos riéndote con él. Te vi en el cumple de Sofi, abrazándolo como si todo estuviera bien. Me sentí reemplazado. Invisible. Como si lo nuestro nunca hubiese existido. Y en vez de hablarlo... me destruí. Me escondí en alguien más.

Manuela tragó saliva. Sintió que una parte de ella volvía a romperse, aunque ya estaba rota.

—Yo también me sentí sola —dijo—. Pero no corrí a otro. Me quedé quieta. Aguantando. Esperando que vos volvieras. Que dijeras algo. Que pelearas por mí. Pero no lo hiciste.

—Porque pensé que ya era tarde —dijo Miguel, rápido, como si esas palabras hubiesen estado listas hace meses—. Porque no sabía cómo volver a vos. Porque tenía miedo de que me odiaras. De que no hubiera nada para recuperar.

Ella lo miró por fin, directo, sin barreras. Tenía los ojos rojos, pero firmes.

—Y si lo hubiese odiado todo… te juro que habría sido más fácil.

Él se quedó en silencio.

—Con Lautaro fue diferente —continuó ella, bajando un poco la voz—. Estuvo ahí. Me acompañó. Me hizo reír cuando ni siquiera sabía si todavía podía hacerlo. Pero no fuiste vos. No podía serlo. No es tu olor, ni tu forma de hablar, ni cómo me mirabas cuando pensabas que yo no te veía. Nunca fue lo mismo.

Miguel bajó la cabeza. Se le escapó una lágrima. No la limpió.

—Yo nunca dejé de amarte, Manuela. Nunca. Ni siquiera cuando intenté convencerme de que ya no dolías. Ni cuando te bloqueé para no tentarme a escribirte. Te amé todos los días. Cada vez que algo bueno me pasaba, pensaba en contártelo. Y después recordaba que ya no éramos nosotros.

Se hizo un silencio. Uno de esos densos, que duelen más que cualquier palabra. Afuera, el viento soplaba fuerte, sacudiendo las persianas del comedor.

—¿Y ahora qué? —preguntó Miguel, sin rodeos, con los ojos brillantes—. ¿Qué hacemos con todo esto?

Manuela respiró hondo. Se pasó una mano por el pelo. Parecía buscar la forma menos cruel de decir lo inevitable.

—Ahora seguimos —dijo al fin—. Con nuestras vidas. Vos allá. Yo acá. Cada uno con su historia. Porque lo que tuvimos fue hermoso… pero también fue frágil. Y hoy no sé si alcanza con querernos.

—¿No te pasa que a veces sentís que todavía estamos a un mensaje de volver? —susurró él—. Que si me decís “vení”, yo dejo todo. Que si me mirás así, me explota el pecho.

Ella no respondió. Se inclinó un poco, acortó la distancia entre ellos. Estaban tan cerca que él podía sentir su perfume, el mismo de siempre, el que le estallaba en la memoria como una postal vieja.

—Sí, me pasa —dijo ella finalmente, muy bajo—. Pero no siempre se puede volver. A veces amar también es soltar.

Miguel la miró. Tenía ganas de besarla. De pedirle que se fuera con él, que abandonara todo y empezaran de nuevo. Pero sabía que no podía. Que lo que dolía no era solo la pérdida, sino el tiempo. Lo que no se hizo. Lo que no se dijo a tiempo.

—¿Podés perdonarme? —preguntó él, con la voz rota.

Manuela lo miró. Había ternura en su rostro. Y también tristeza.

—Ya lo hice —dijo—. No por vos. Por mí.

Él asintió. Bajó la cabeza. Se acercó despacio y la abrazó. Ella lo recibió como si fuera la última vez. Y probablemente lo era.

Fue un abrazo largo. De esos que hablan por los dos. Que dicen “te amé con todo lo que tenía”, y también “te dejo ir porque no sé si puedo seguir queriéndote sin romperme”.

—Gracias por estar hoy —susurró él—. No sé cómo hubiese sido sin vos acá.

—Él también fue mi abuelo —dijo ella—. Pero vos… vos fuiste el amor más importante de mi vida. No podía no venir.




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