El avión tocó pista en Madrid bajo una lluvia tenue que empapaba los ventanales del aeropuerto, como si el cielo también sintiera que algo se había roto. Miguel no miró por la ventana. Tenía los ojos abiertos, pero no veía nada. La ciudad se dibujaba difusa, apagada, como si hubiera perdido color de golpe.
Al llegar a su departamento, todo le pareció ajeno. El lugar era el mismo, pero vacío de alma. El abrigo colgado en la entrada, los libros desordenados en la mesa, el eco de sus pasos en las paredes… nada le hablaba. Todo parecía un decorado sin sentido, un escenario donde él ya no tenía lugar.
Los días pasaban lentos, iguales, como si la vida hubiera decidido moverse en cámara lenta. Se levantaba tarde, sin hambre. Tomaba café frío. Se afeitaba sin mirarse al espejo. Iba al trabajo como quien cumple una condena, mecánico, sin ganas de estar. Hablaba poco. Fingía mucho. Los demás parecían no notarlo, o quizás sí, pero nadie decía nada. En las reuniones asentía, en los almuerzos reía por compromiso, como si su boca estuviera programada para moverse aunque el alma no le respondiera.
El celular permanecía en silencio. Manuela ya no aparecía en sus notificaciones. Ya no había audios contándole sobre su día, ni fotos con Sofi, ni emojis, ni mensajes con risas compartidas. Nada.
Y eso lo mataba por dentro.
Porque aunque habían decidido alejarse, él la esperaba. Cada noche revisaba sus historias en Instagram. Ella sonreía. Con sus compañeros, con Sofi… con Lautaro, en la plaza, en el trabajo. Una vida luminosa y deslumbrante que lo arrasaba. Porque sabía que ya no era parte de ese mundo. Porque ella brillaba, y él apenas sobrevivía.
Camila, en cambio, se había convertido en una constante. Estaba ahí. Persistente. Silenciosa. Presente. Lo invitaba a cenar, cocinaba para él, dejaba mensajes dulces sobre la mesa, le traía café, le hablaba de libros, series, trivialidades de la vida.
Miguel le agradecía con una sonrisa triste. Sin energía para más.
Camila sabía que él no estaba entero, pero igual se quedaba. Lo abrazaba cuando lo veía apagado y él se dejaba abrazar, como quien permite que lo salven sin esperanza real.
Una noche, mientras cenaban pasta con pesto, ella le tomó la mano con ternura:
—Manuela ya no está, Miguel. Tenés que soltarla.
Él bajó la mirada, sintiendo cómo ese nombre resonaba en cada rincón de su cuerpo. Manuela. Tan presente como ausente.
—Yo estoy acá —añadió Camila con voz suave—. De verdad estoy.
Miguel respiró hondo. Apretó los dientes. Tragó la angustia que le oprimía el pecho.
—No es tan simple —susurró—. No sabés lo que fue estar con ella. Lo que me despertaba… lo que me daba sin pedir nada.
Camila guardó silencio. Se retiró un poco, resignada, sin reproches.
Esa noche, Miguel no la besó. No la abrazó. Ni siquiera la miró cuando se despidieron. Quedó solo, en el sofá, con la luz apagada y la mirada fija en el techo. No pensaba en el presente. No pensaba en nada más que en ella. En la risa de Manuela mientras lo llamaba “tonto”. En las discusiones sin sentido. En la forma en que se le quedaba dormida encima después de hacer el amor. En el dolor de la despedida. En lo que no pudo ser.
Madrid seguía su curso, indiferente. Pero Miguel estaba roto. Como una casa sin ventanas en pleno invierno. Y lo peor… nada más parecía importarle.
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Desde el otro lado del océano, Buenos Aires también estaba herida. La noche se sentía más espesa desde que Miguel se había ido. El aire olía a humedad, a lluvia recién caída que no quería irse. Manuela caminaba por su habitación con una taza tibia entre las manos, intentando que eso bastara para darse calor.
Desde hacía semanas compartía la casa con Sofi, una decisión natural. Ambas necesitaban compañía, consuelo, un refugio silencioso. Convivían en armonía tejida entre mates, risas a deshoras y silencios que hablaban más que cualquier palabra.
Sofi dormía en la habitación de al lado, envuelta en una manta con dibujos de estrellas. A veces Manuela la escuchaba reír dormida, murmurando cosas incomprensibles. Esa inocencia le dolía. Como un eco de algo que ya no iba a volver.
Se sentó en el borde de la cama y abrió el celular. No había mensajes. Ninguna llamada perdida. Ningún audio de esa voz que tanto había amado.
Pasaba los días como quien camina entre ruinas. Trabajaba, sí. Caminaba, sí. Respondía con sonrisas automáticas en el almacén, charlaba con las compañeras. Pero por dentro había un silencio ensordecedor, un vacío que ni siquiera sabía cómo empezar a llenar.
A veces se preguntaba si había exagerado. Si haberlo dejado ir había sido una rendición. Pero después recordaba las medias verdades, el silencio frente a Camila, la forma en que él esquivaba lo difícil como si no importara. Y entonces se reafirmaba: el amor, por mucho que duela, no puede construirse con la mitad de alguien.
Miró el rincón donde solía dejar los libros que Miguel le recomendaba. Ya no estaban. Los devolvió todos, menos uno. Rayuela. No podía soltarlo. No sabía si por lo que decía… o por todo lo que le recordaba.
Se abrazó las piernas, apoyó la frente en las rodillas. No lloraba. No esa noche. Estaba más allá del llanto. Lo que sentía era otra cosa: un hueco. Una ausencia con nombre propio.
A veces imaginaba que él volvía. Que tocaba el timbre y decía que lo sentía, que estaba dispuesto a quedarse, a hablar, a dejarse ver con todas sus heridas. Pero eso no pasaba. Y aunque doliera, ella sabía que no podía ser quien lo salvara. Él tenía que elegir, solo. Primero a sí mismo.
Suspiró hondo. Cerró los ojos.
—No es momento de hablar de esas cosas —susurró, como si él pudiera oírla desde el otro lado del mar—. No ahora. No así.
Se quedó abrazada a sí misma, mientras la ciudad giraba afuera, ajena. Giraba como si nada hubiera pasado, ignorando que para algunos el mundo ya se había detenido.