Latidos lejanos

Capítulo 29: Aunque duela

Pasaron los meses. Lentamente. Sin estridencias. Como el agua que se filtra por una rendija apenas visible. El tiempo no curaba; solo reubicaba el dolor, lo escondía en rincones nuevos, más profundos, más solitarios. Pero Manuela seguía avanzando, paso a paso, aunque cada uno doliera como si caminara sobre vidrio roto.

Se levantaba temprano, no por entusiasmo, sino por costumbre. La ducha era un ritual casi sagrado: agua casi hirviendo que trataba de arrastrar los restos de una historia que aún la quemaba por dentro. Frente al espejo, se maquillaba con precisión quirúrgica. No buscaba ser más bonita, ni agradar. Solo se afirmaba. Se trazaba a sí misma con delineador y sombra como quien construye una armadura invisible, una versión de ella que aún resistía, que no se quebraba del todo.

El trabajo era su refugio. Allí, nadie hablaba de Miguel. Nadie preguntaba, nadie notaba. Sus colegas la respetaban, sus jefes la elogiaban. Había ganado una licitación importante y cada nuevo proyecto era una batalla que le devolvía una cuota de control sobre su vida. Cada reunión bien llevada, cada documento firmado, cada problema resuelto era un ladrillo en el muro que la separaba de lo que había sido, de lo que la había roto.

Pero las noches… las noches eran otra cosa. En la oscuridad, no había metas, ni mails por responder, ni urgencias profesionales. Solo estaba ella. Y el eco de un nombre que no quería abandonar:

Miguel.

Miguel en cada canción que saltaba al azar en la radio. Miguel en el aroma del café que le recordaba sus mañanas juntos. Miguel en el espacio vacío del lado izquierdo de la cama. En cómo, inconscientemente, su cuerpo todavía se giraba hacia ese lado, como esperando encontrar su espalda cálida. Pero ya no estaba.

Intentó borrarlo. Bloqueó su número, eliminó aplicaciones, siguió los consejos de sus amigas. Pero los recuerdos no desaparecen con comandos. Miguel reaparecía en los gestos ajenos: en un desconocido leyendo el mismo libro en el subte, en la forma de doblar una remera en una tienda, en una carcajada que tenía la misma cadencia que la suya. Cada señal, por mínima que fuera, era un recordatorio de lo que había existido.

Aún así, cada mañana, frente al espejo, se decía:

—Estoy bien. Estoy bien sin él.

No por despecho. Ni por orgullo. Por supervivencia. Porque seguir esperándolo era quedarse bajo la lluvia, con los pies empapados, rogando que amaine, en lugar de buscar un techo.

Sofía era su ancla. Su cable a tierra. Compartían casa desde que Miguel se había ido. Había sido una decisión silenciosa, natural: dos amigas necesitadas de compañía, consuelo, refugio. Sus días estaban tejidos de mates compartidos, películas sin final, abrazos a medianoche que no necesitaban palabras. Nunca hablaban de él. Lo evitaban con delicadeza. Pero los silencios decían lo suficiente. Cada vez que Sofía preguntaba “¿Cómo estás?” con los ojos húmedos, Manuela sentía que en realidad le decía: “Yo también lo extraño.”

Algunos días, Sofía la encontraba en la cocina, preparando café y galletitas mientras escuchaban un vinilo antiguo. Conversaban sin mirar el reloj, comentando libros, películas o algún comentario trivial sobre el barrio. La rutina era simple, pero sostén. Un hilo invisible que mantenía a Manuela anclada a la vida, sin que ella misma se diera cuenta.

Y entonces, en medio de ese invierno emocional, apareció Lautaro. No con promesas ni grandes gestos. Sin estridencias. Solo con presencia.

Estaba ahí cuando necesitaba reír. Cuando necesitaba distraerse. Cuando solo quería hablar de cosas banales sin que todo se volviera un espejo del pasado. Nunca le exigió nada. Nunca la presionó. Solo la acompañó. Y, poco a poco, su sola presencia fue suficiente para devolverle algo de paz que creía perdida.

Una tarde, después del trabajo, Lautaro la invitó a tomar un café. El cielo tenía ese dorado suave que solo Buenos Aires sabe regalar en los atardeceres de primavera. Se sentaron en un banco frente al río. Él jugaba con la tapa del vaso, inquieto, mientras Manuela lo observaba de reojo, sintiendo cómo algo en su interior se aflojaba, como si por fin pudiera respirar un poco más hondo.

—¿Puedo decirte algo sin que salgas corriendo? —dijo él, con una sonrisa torcida, genuina y vulnerable.

Manuela lo miró con calma. No dijo nada. Solo asintió.

—Me gustás —soltó sin rodeos—. Hace rato. Y no quiero que te sientas presionada, ni que esto cambie lo que tenés que sanar. Solo… quiero que sepas que estoy acá. Que no tenés que pelear sola.

El silencio que siguió no fue incómodo. Fue denso, envolvente. Manuela sintió un nudo en la garganta, no por lo que él había dicho, sino por lo que despertaba. No había metáforas cursis, ni promesas imposibles. Solo verdad. Clara, simple, sin artificios.

Ella no respondió. No podía. Pero tampoco se alejó. No cambió de tema. Solo miró el agua moverse frente a ellos, dejando que sus palabras se asentaran en su pecho como piedras que, poco a poco, se hunden en un estanque calmo.

Esa noche, Lautaro la acompañó hasta la puerta de su casa. Caminaron cerca, sin tocarse, pero con esa cercanía tibia que anuncia algo aún no nombrado. Al llegar, él se inclinó, dudando un instante.

—¿Puedo? —susurró.

Manuela no respondió con palabras. Solo lo miró. Y no se apartó.

El beso fue sereno. Sin vértigo. Sin urgencia. No buscaba borrar lo anterior ni tapar huecos. Solo intentaba empezar.

Al entrar, se detuvo frente al espejo. Se observó. Algo había cambiado. No más linda, ni más triste. Solo más presente. Más entera. Tal vez no del todo, pero lo suficiente como para sentir que algo en ella estaba despertando de nuevo.

Se tocó los labios con los dedos. Susurró, apenas audible:

—Un paso a la vez.

Esa noche durmió. No profundamente. No sin soñar. Pero durmió sin lágrimas. Y eso ya era una victoria.

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Los días posteriores siguieron un ritmo parecido. Sofía y Manuela compartían desayunos tranquilos, donde el silencio era cómodo, no doloroso. Sofía la empujaba a salir, a caminar por los parques, a sentarse en alguna terraza a leer. Manuela aceptaba. Caminaba sin prisa, respirando la ciudad, viendo cómo la luz caía sobre el río, cómo los niños jugaban, cómo los vendedores ambulantes ofrecían sus mercancías sin preocuparse por nada más.




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