Pasaron los meses. Lentamente, sin estridencias, como el agua que se filtra por una rendija apenas visible. El tiempo no curaba; simplemente reubicaba el dolor, lo escondía en rincones nuevos, más profundos. Pero Manuela seguía avanzando, paso a paso, aunque cada uno doliera como si caminara sobre vidrio.
Se levantaba temprano, más por costumbre que por entusiasmo. Se duchaba con el agua casi hirviendo, como si pudiera arrancarse de la piel los restos de una historia que aún la quemaba por dentro. Se maquillaba frente al espejo con una precisión casi quirúrgica: no para verse linda, sino para afirmarse, para trazar con delineador una versión de sí misma que aún resistía.
El trabajo era su refugio. Nadie hablaba de Miguel allí. Nadie sabía lo que dolía su ausencia, lo que implicaba ese nombre. Sus colegas la respetaban, sus jefes la elogiaban. Había ganado una licitación importante y cada nuevo proyecto era una batalla que le devolvía una cuota de control sobre su vida. Cada reunión bien llevada, cada documento firmado, cada problema resuelto era un ladrillo en el muro que la separaba de lo que había sido.
Pero las noches eran otra cosa. En la oscuridad, no había metas, ni mails por responder, ni urgencias profesionales. Solo ella. Y el eco de su nombre.
Miguel.
Miguel en cada canción al azar que saltaba en la radio. En el aroma del café que le recordaba a sus mañanas juntos. En el espacio vacío del lado izquierdo de la cama. En cómo, inconscientemente, su cuerpo aún se giraba hacia ese lado, como esperando encontrar su espalda caliente. Pero ya no estaba.
Intentó borrarlo. Bloqueó su número. Eliminó aplicaciones. Siguió cada consejo de sus amigas. Pero los recuerdos no se eliminan con comandos. Miguel reaparecía en los gestos ajenos: en un desconocido leyendo el mismo libro en el subte, en la forma de doblar una remera en una tienda, en una carcajada que tenía la misma cadencia que la suya.
Y aún así, cada mañana, al mirarse al espejo, se decía:
—Estoy bien. Estoy bien sin él.
No por despecho. Ni por orgullo. Por supervivencia. Porque seguir esperándolo era quedarse bajo la lluvia, con los pies empapados, rogando que amaine, en lugar de buscar un techo.
Sofía era su ancla. Su cable a tierra. Compartían casa desde que Miguel se había ido. Había sido una decisión natural, silenciosa, tejida entre mates compartidos, películas sin final y abrazos en mitad de la noche. Nunca hablaban de él. Lo evitaban con delicadeza. Pero los silencios decían lo suficiente. Cada vez que Sofi preguntaba “¿Cómo estás?” con los ojos húmedos, Manuela sentía que en realidad le decía: “Yo también lo extraño.”
Y en medio de ese invierno emocional, Lautaro apareció. Sin estridencias. Sin promesas. Solo con presencia.
Estaba ahí.
Cuando ella necesitaba reír.
Cuando necesitaba distraerse.
Cuando solo quería hablar de cosas banales sin que todo se volviera un espejo del pasado.
Nunca le exigió nada. Nunca la presionó. Solo la acompañó.
Al principio, Manuela se sintió incómoda. Culpable. Como si cada sonrisa dirigida a él fuera una traición. Como si su corazón, testarudo, le recordara que aún estaba ocupado. Pero con el tiempo entendió que merecía paz. Que el amor no tenía que doler para ser verdadero. Que también podía ser descanso. Refugio. Un lugar al que volver, no del que escapar.
Una tarde, después del trabajo, Lautaro la invitó a tomar un café. El cielo tenía ese tono dorado que solo Buenos Aires sabe regalar en los atardeceres de primavera. Se sentaron en un banco frente al río. Él jugaba con la tapa del vaso, inquieto. Ella lo observaba de reojo, sintiendo cómo algo en su interior se aflojaba, como si por fin pudiera respirar un poco más hondo.
—¿Puedo decirte algo sin que salgas corriendo? —dijo él, con una sonrisa torcida.
Manuela lo miró con calma. No dijo nada. Solo asintió.
—Me gustás —soltó, sin rodeos—. Hace rato. Y no quiero que te sientas presionada, ni que esto cambie lo que tenés que sanar. Solo… quiero que sepas que estoy acá. Que no tenés que pelear sola.
Un silencio suave se extendió entre ellos. No incómodo. Solo denso. Manuela sintió un nudo en la garganta. No por lo que él había dicho, sino por lo que despertaba. Porque no era una declaración de amor romántico como en las películas. No había promesas imposibles ni metáforas cursis. Solo verdad. Sencilla. Clara.
Ella no respondió. No podía. Pero tampoco se alejó. No cambió de tema. Solo se quedó mirando el agua moverse frente a ellos, dejando que esas palabras se asentaran en su pecho como piedras en el fondo de un estanque calmo.
Esa noche, Lautaro la acompañó hasta la puerta de su casa. Caminaron cerca, sin tocarse, pero con esa cercanía tibia que anticipa algo. Al llegar, él se inclinó, dudando un instante.
—¿Puedo? —susurró.
Manuela no respondió con palabras. Solo lo miró. Y no se apartó.
El beso fue sereno. Sin vértigo. Sin urgencia. No buscaba borrar lo anterior, ni tapar huecos. Solo intentaba empezar.
Al entrar, se detuvo frente al espejo. Se observó, detenidamente. Había algo distinto. No más linda. Ni más triste. Solo más presente. Más entera. Tal vez no del todo, pero lo suficiente como para saber que algo en ella estaba cambiando.
Se tocó los labios con los dedos. Susurró, apenas audible:
—Un paso a la vez.
Y esa noche durmió. No profundamente. No sin soñar. Pero durmió sin lágrimas. Y eso ya era una forma de victoria.
En su pecho, Miguel seguía. No como antes. No como una herida abierta. Sino como una cicatriz que de vez en cuando ardía. Sabía que algunos amores son eternos, no porque duren para siempre, sino porque dejan huellas imposibles de borrar.
Por primera vez en mucho tiempo, se permitió pensar en él sin romperse. Recordó su risa con los ojos. La manera en que le tocaba el pelo cuando creía que ella dormía. El día en que la esperó bajo la lluvia, empapado, con una flor en la mano. Y también el día en que todo se quebró. El silencio. Las evasivas. La sensación de que ella amaba por los dos.