Miguel se despertó tarde ese domingo. La luz madrileña se colaba por las hendijas de la ventana, cálida y traicionera, como si quisiera meterse en los huesos. Las persianas a medio bajar mantenían la habitación sumida en una penumbra espesa, donde el silencio se estiraba como un hilo tenso, apenas interrumpido por el zumbido lejano del tránsito.
A su lado, Camila dormía profundamente. Tenía la respiración acompasada, tranquila. Estaba enredada en las sábanas como si el colchón y su cuerpo fueran uno solo. El cabello revuelto le cubría parte del rostro y un brazo se extendía hacia el lugar donde él había estado hasta hacía un rato. Miguel la observó en silencio, pero su mente estaba lejos. Muy lejos. En otra ciudad, en otro tiempo, en otro cuerpo: Manuela.
No sabía en qué momento exacto se había convertido en rutina no pensar en ella. Tal vez cuando dejó de esperar mensajes. O cuando empezó a temer las llamadas de Sofía, porque sabía que podían traer noticias que no estaba listo para escuchar. Noticias sobre Manuela. Noticias sobre cómo había seguido su vida. Sobre quién la acompañaba ahora. Y lo peor: la posibilidad de que ya no lo extrañara.
Ese domingo, no pudo resistirse. Mientras preparaba café en la cocina, le llegó un mensaje de Sofía. Una foto. Una reunión en su casa. Amigos, comida, risas congeladas por el flash. Caras conocidas. Y entonces los vio. Lautaro, con el brazo sobre el respaldo del sillón, muy cerca de Manuela. Y ella, inclinada hacia él, riéndose con una expresión tan libre, tan despreocupada, que se sintió como una traición.
La sonrisa de Manuela. Esa que él conocía mejor que nadie. Esa que había visto despertar medio dormida, o estallar en carcajadas por sus chistes malos, o dibujarse de a poco cuando hablaban de futuros imposibles. Esa sonrisa que, por un tiempo, fue solo suya. Ahora era de otro.
Sintiendo un nudo atragantado en la garganta, dejó caer la taza. El café se derramó sobre la mesa como una mancha negra y tibia que no se apuró en limpiar. Se quedó ahí, paralizado, con la imagen brillando en la pantalla. Y algo dentro suyo se desmoronó sin hacer ruido.
El día transcurrió en un letargo denso. Camila salió a hacer compras, como si todo fuera normal. Miguel se hundió en el sillón, con el televisor encendido en un canal que no miraba. La casa era un decorado, y él, un actor que ya no sabía qué papel interpretar.
Cuando Camila regresó, traía bolsas del supermercado y una sonrisa llena de planes.
—¡Me crucé con Teresa! Van a hacer un evento en la universidad. Cine, música, comida. Dicen que va a estar buenísimo. Deberíamos ir. ¿Te gustaría?
Miguel apenas giró la cabeza. El celular seguía sobre la mesa, boca abajo, como si pudiera contener lo que había visto. Su voz salió apagada.
—Sí… suena bien.
Camila frunció el ceño. Lo miró con atención.
—¿Estás bien, Miguel? Tenés una cara...
—Solo cansado —mintió.
Ella se acercó, le acarició la nuca con suavidad.
—Podríamos salir esta noche. Vos y yo. Cenar tranquilos, desconectarnos un poco. Hace rato que no tenemos una noche para nosotros.
Miguel dudó. Quiso decirle que no, que necesitaba estar solo, que el peso de ese día le había quebrado algo que aún no sabía cómo nombrar. Pero asintió.
—Me parece bien.
Salieron a la noche. Se vistieron como si fueran a celebrar algo. Ella hablaba, hacía planes, buscaba su mano. Él se dejaba llevar, como flotando. Fueron a un restaurante elegante. Pidieron vino, compartieron un plato. Miguel fingía interés, sonreía en los momentos adecuados, asentía como si estuviera presente.
Hasta que Camila, de repente, le tomó la mano sobre la mesa. Sus dedos estaban fríos. O tal vez era él quien tenía la sangre helada.
—Miguel... ¿esto que tenemos es real para vos? ¿Lo estamos intentando en serio?
El mundo se detuvo un instante. No era una pregunta casual. Era una declaración de necesidad. De urgencia. De deseo de pertenecer.
Y él, roto como estaba, dijo lo que no sentía:
—Sí. Lo estoy intentando. Te lo prometo.
Camila se emocionó. Apretó su mano con ternura, sonrió como si acabara de recibir una respuesta que había estado esperando durante semanas.
Pero Miguel, por dentro, se hundió.
Porque sabía que estaba mintiendo. Que eso no era amor. Que lo suyo con Camila era un eco vacío, una tentativa de reemplazo, una huida desesperada del dolor que Manuela le había dejado.
Esa noche, mientras ella dormía a su lado con una expresión de paz, él se levantó en silencio y fue hasta la cocina. Se sirvió otro café. Volvió a mirar la foto. No podía dejar de hacerlo. Cada vez que la veía, el golpe era nuevo, brutal, afilado. Manuela. Su Manuela. Con otro. Riéndose como si él nunca hubiera existido.
El temblor volvió. Esta vez en todo el cuerpo. Y sin poder evitarlo, apoyó la frente contra la alacena y dejó que las lágrimas cayeran. No sollozos. No gritos. Solo un llanto silencioso, cansado, profundo. Como si estuviera llorando todo lo que no se había permitido llorar desde que la perdió.
Porque ahora era real. Ahora sí sabía que Manuela había seguido. Que estaba rehaciendo su vida. Que estaba aprendiendo a ser feliz sin él.
Y lo más cruel de todo: que lo merecía. Que él había sido quien la soltó. Quien la dejó sola. Que había querido volver, pero nunca tuvo el valor de hacerlo en serio. Que esperó demasiado.
Y que mientras él se escondía tras excusas y falsas promesas, otro había llegado. No mejor. No peor. Pero a tiempo.
El dolor era insoportable. Una herida abierta, palpitante, que no dejaba de sangrar. Y Camila... Camila era un intento de vendaje sobre una piel que aún ardía por Manuela.
Volvió a la habitación. Se sentó en el borde de la cama, observó la silueta de Camila dormida. Le acarició la espalda, y en voz baja, como si confesara un crimen, dijo:
—Perdoname. Pero yo todavía la amo.
Y supo, en ese instante, que todo lo que estaba haciendo era un acto de desesperación. Nada más.