Latidos lejanos

Capítulo 31: Eramos destino

El verano en Madrid llegó sin aviso, con ese calor seco que se colaba por las ventanas aunque estuvieran cerradas. Miguel caminaba por el barrio de Malasaña con una bolsa de frutas en la mano, sintiendo el calor pegajoso en la nuca y la mente llena de pensamientos que no se atrevía a decir. Camila lo esperaba en casa. Llevaban ya más de tres meses compartiendo departamento. No fue una decisión conversada; simplemente un día se quedó, al otro trajo sus libros, y a la semana ya tenía su cepillo de dientes al lado del suyo.

Había algo cómodo en la rutina con ella. Los desayunos apresurados, las series a medias, las cenas con vino barato. No se peleaban. No había tensión. Pero tampoco había fuego. Miguel fingía que eso no le importaba. Se decía a sí mismo que eso era crecer: elegir lo estable, lo que se puede construir, aunque no te queme las manos. Camila lo quería, o al menos lo intentaba, y eso se notaba en sus gestos: cómo le acomodaba el cuello de la camisa, cómo dejaba notitas en el baño con mensajes sencillos, a veces cursis, a veces tiernos. Miguel a veces las guardaba sin saber por qué, como si esos pequeños afectos pudieran sostener algo que ya sentía resquebrajarse por dentro.

Pero en las noches, cuando ella dormía y él se giraba hacia la pared, la oscuridad le traía el recuerdo de Manuela como un aguijón en el pecho. A veces se despertaba con su nombre a punto de escaparse de su boca. Otras, simplemente la soñaba: cruzando una calle, leyendo en un café, apoyando la frente en una ventana empañada. Esa sonrisa que parecía existir solo en su memoria, pero que seguía viva, filosa, imposible de borrar. Cada gesto suyo se le aparecía en objetos cotidianos: una taza de café derramada, el aroma de pan recién hecho, la manera en que Camila doblaba su camiseta, todo le recordaba a ella.

Intentaba no buscarla en redes, pero Sofía, sin saberlo, a veces le tendía trampas. Como aquel día que lo llamó para charlar y, entre risas, le mostró una historia en la que aparecía Manuela bailando con Lautaro en un casamiento. Miguel sólo pudo murmurar un “ah” entre dientes mientras el estómago se le contraía como papel arrugado.

—¿Están… juntos? —preguntó sin mirar la pantalla.

Sofía dudó.

—No sé. Se ven… cercanos. Pero Manu no dice mucho. La está pasando bien, eso sí. Se ríe más.

Miguel no dijo nada. Terminó la llamada y caminó hasta la cocina como si necesitara sostenerse de algo. Camila le preguntó si estaba bien, y él respondió con un beso. Uno largo, uno falso, uno que dolía más que cualquier palabra.

El resto del día transcurrió como caminar sobre vidrios. Cada paso, cada movimiento, le recordaba algo. El ruido del agua en la ducha, los platos chocando en el escurridor, el timbre de su propio teléfono: todo lo conectaba a una ausencia. Porque aunque Camila estaba, aunque lo abrazaba y le hablaba, él solo escuchaba el eco de una risa que ya no le pertenecía.

A más de diez mil kilómetros, Buenos Aires se escondía bajo un frío de julio. Manuela se abrigaba con una bufanda gruesa mientras esperaba que se liberara una sala de reuniones. Llevaba el pelo recogido, un tapado gris que apenas le alcanzaba para calmar el viento que se colaba por la rendija de la ventana. Había tenido un día agitado, pero algo en su pecho la mantenía inquieta.

Sofía le mandó un mensaje de audio:

—Manu, no quiero que te caigas para atrás, pero acabo de hablar con Miguel. Están viviendo juntos. Parece que están saliendo en serio. No te lo quería decir, pero sé que preferís saberlo por mí antes que enterarte por otro lado.

Manuela se quedó mirando el celular. No lloró. No se enojó. Pero sintió que el corazón se le iba al piso, como una fruta madura que se suelta de golpe. Se recostó contra la pared blanca de la oficina y respiró hondo. Quiso contestarle algo a Sofía, pero las palabras no salían. Todo lo que pensaba sonaba falso, forzado, como si intentara consolarse sin éxito.

—Claro que está con ella —murmuró—. Siempre estuvo.

Esa noche, Lautaro la invitó a cenar. Fueron a un lugar escondido en San Telmo, con mesas de madera y velas en frascos reciclados. Él estaba distinto, más relajado. Había aprendido a no presionar. A quedarse en los bordes de su tristeza sin intentar borrarla.

—¿Estás bien? —le preguntó, al notar su silencio.

Manuela se tomó un segundo antes de responder.

—Hoy me enteré de que Miguel está con Camila.

Lautaro bajó la mirada. No preguntó detalles. No se hizo el desentendido.

—Lo siento.

Ella lo miró a los ojos.

—¿Sabés qué es lo más raro? No me sorprendió. Era obvio. Era lo lógico. Pero duele igual. Porque… todavía lo quiero. Aunque ya no lo espere. Aunque ya no lo busque. Aunque no lo elija.

Lautaro estiró la mano y la apoyó sobre la suya. El contacto fue tibio, sincero.

—No me molesta competir con un fantasma. Solo quiero saber si todavía tengo una oportunidad con vos.

Manuela lo miró con ternura. Había en él algo que no tenía Miguel: calma. Y también una certeza hermosa de que no la iba a romper si lo dejaba entrar.

—No sé si puedo prometerte algo hoy —dijo, apenas—. Pero quiero intentarlo. Quiero que estemos bien. Quiero vivir cosas nuevas sin miedo a traicionar lo que ya fue.

Lautaro sonrió.

—Con eso me alcanza.

Esa noche caminaron por la costanera, entre el ruido lejano del tráfico y las luces naranjas de los faroles. Se besaron con la brisa helada del río enredándose entre sus cuerpos. Por un instante, Manuela sintió que tal vez, solo tal vez, el amor también podía ser tranquilo. Que no todo tenía que doler. Que a veces el corazón podía elegir paz.

Pero cuando volvió a casa y apagó la luz, su mente —siempre traicionera— volvió a Madrid. A los gestos de Miguel. A su risa, a su forma de decirle que todo iba a estar bien cuando el mundo se venía abajo.

Y se dijo, en voz baja, casi maternal:

—No te aferres a lo que ya no es. Él eligió. Y vos también.




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