Latidos lejanos

Capítulo 32: Invitaciones

—¡Me caso!

La videollamada explotó en gritos, risas y lágrimas. Sofía sostenía el anillo frente a la cámara, con los ojos brillando y una sonrisa que parecía iluminar todo el cuarto. Manuela se cubrió la boca con ambas manos, con los ojos llenos de emoción. Su Sofi. Su hermana del alma. Se casaba. Era real. Y era hermoso. Y también, en algún rincón escondido de su pecho, era doloroso.

—¡No puedo más de la emoción! —dijo entre sollozos—. ¡Estás radiante, boluda! Te juro, no puedo dejar de llorar...

—¡Estoy feliz! ¡Feliz de verdad! —respondió Sofía, girando el teléfono para mostrar a Fran, que saludó con una sonrisa tímida—. ¡Después de mil años juntos, por fin lo hicimos oficial!

Manuela se rió con un nudo en la garganta. La alegría por su amiga era genuina, profunda. Pero también era inevitable el eco punzante de lo que no fue. La felicidad de Sofía se le coló en el alma como una fotografía de un futuro que ella había deseado para sí, pero que se había quedado en el camino.

—¿Tienen fecha? —preguntó, intentando sonar estable.

—¡Sí! En cuatro meses. Pero vos tenés que estar antes. ¡Madrina, testigo, todo! Ya le conté a Lauti y está re contento. Va a estar todo el mundo…

Todo el mundo.

Esas dos palabras rebotaron como una piedra en un lago en el pecho de Manuela.

Todo el mundo.

Incluido él.

Después de cortar la llamada, se quedó en silencio en el sillón, abrazada a un almohadón, la mirada clavada en la nada. Afuera llovía despacio, como si el cielo también dudara en largarse. La emoción se le mezclaba con una ansiedad sorda que la oprimía por dentro.

Miguel.

Después de todo. Después de tanto. Volvería a verlo.

La idea le hizo temblar las manos. Intentó respirar hondo, pero el aire no alcanzaba.

¿Y si estaba con Camila? ¿Y si se saludaban como extraños? ¿Y si la miraba como si nada hubiera existido entre ellos?

No quería pensar en eso. Pero ya lo estaba sintiendo. La herida, que creyó cicatrizada, latía de nuevo con una fuerza desconocida.

Verlo otra vez, aunque fuera por un instante… era como caminar por la cornisa con los ojos abiertos.

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A miles de kilómetros, Miguel recibió la noticia por WhatsApp. Una foto de Sofía mostrando el anillo, la mano temblorosa, la felicidad desbordada. Y un mensaje simple:

> “¡Hermano! ¡Me caso con Fran ❤️!”

La leyó varias veces. Se le aflojaron los hombros, entre la ternura y un peso raro que no supo nombrar.

Después llegó el segundo mensaje.

> “Obvio que venís, ¿no? Te necesito. Y… bueno, ella también va a estar. Pero vos y yo ya sabíamos que esto iba a pasar algún día.”

“Ella también va a estar.”

Las palabras lo golpearon como una ola helada.

Estaba en la cocina, con el celular en la mano, inmóvil. Camila hervía agua para el té y lo miró de reojo.

—¿Noticias? —preguntó con tono casual.

—Sí. Es Sofi. Se casa.

—¡¿En serio?! ¡Qué emoción! —exclamó ella, genuina—. ¿Cuándo?

—En cuatro meses. Quiere que vayamos.

—¿Vamos?

Miguel tardó en contestar. El silencio fue breve, pero incómodo.

—Sí, claro. Vamos.

Esa noche dio vueltas en la cama. Camila dormía plácidamente, envuelta en la tranquilidad de quien no conoce fantasmas. Miguel, en cambio, estaba despierto, con los ojos abiertos en la oscuridad, la cabeza en otro lado.

La boda. Las fotos. Las miradas.

Manuela.

No necesitaba decir su nombre. Bastaba con pensarlo y ya sentía el vértigo. El pasado regresaba con la misma intensidad de siempre, como si no hubiera pasado ni un solo día.

Se preguntaba si ella lo miraría. Si lo evitaría. Si todavía lo pensaba. O si, simplemente, había seguido adelante sin él.

Camila se dio vuelta dormida y lo abrazó. Miguel cerró los ojos, con ternura y culpa mezcladas. La quería. De verdad. Pero una parte de sí aún vivía en otro tiempo. En otro nombre.

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En Buenos Aires, Manuela tampoco podía dormir.

Se sentó en la cama, envuelta en una manta, con la ciudad titilando detrás de la ventana. El reloj marcaba las dos y media de la madrugada. El viento se filtraba por las hendijas del ventanal, trayendo un frío seco que calaba los huesos.

Lautaro dormía en el sillón del living. Ella le había dicho que necesitaba espacio, estar sola. Y él —como siempre— lo había entendido sin protestar.

Pensaba en la boda. En los reencuentros. En las miradas cruzadas cuando todos fingieran que nada pasó. En los brindis incómodos. En el abrazo inevitable.

Y en él.

¿Cómo se saluda a alguien a quien amaste con todo?

¿Cómo se mira a los ojos sin quebrarse?

Recordaba la última vez que lo había visto. Lo derrotado que estaba. Lo destrozada que se sintió después. El tiempo que le llevó poder respirar sin dolor. Caminar sin esperarlo. Dormir sin extrañarlo.

Y ahora, tendría que fingir que todo estaba bien. Que todo estaba superado.

—¿Estás despierta? —preguntó Lautaro desde la puerta, despeinado y con voz ronca.

Ella se giró. Asintió sin decir nada.

—¿Querés que me quede un rato?

Dudó. Luego palmeó el colchón a su lado. Él se acercó y se sentó, la abrazó desde atrás con delicadeza.

—¿Querés hablar?

Ella negó con la cabeza. Se acurrucó en silencio. Después de unos segundos, susurró:

—Va a estar él.

Lautaro no necesitó preguntar de quién hablaba.

—¿Y eso te duele?

—No sé… me asusta.

Él no insistió. Le acarició el brazo en silencio. No había nada más que decir.

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Los días empezaron a correr con la prisa de los calendarios llenos. Las semanas avanzaban hacia ese momento inevitable.

Miguel pensaba en qué traje usar. En cómo estar presente sin desbordarse. En cómo esconder el temblor de su voz si llegaba a cruzar la suya. Cada noche repasaba mentalmente la situación: los saludos, los brindis, la disposición de las mesas, la manera correcta de saludar a Fran sin parecer distante. Todo estaba planeado, excepto lo que sentía en el corazón.




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