Latidos lejanos

Capítulo 33: El vestido, el traje y los silencios

Manuela

Faltaban dos semanas para la boda de Sofía. La cuenta regresiva se sentía en todos lados: en los mensajes de voz llenos de emoción, en el vestido verde colgado en su placard, en ese nudo que se le formaba en el estómago cada vez que pensaba en lo que se avecinaba.

Se había probado decenas de vestidos. Algunos demasiado formales, otros demasiado alegres. Pero ninguno parecía “el indicado”. No era por el corte ni por el color. Era porque cada vez que se miraba al espejo, sentía que no estaba viendo a ella misma, sino a una versión forzada. A una mujer que fingía estar en paz mientras por dentro se caía a pedazos.

Al final, eligió uno verde oscuro, de espalda descubierta. Sofía había gritado emocionada al verla: “¡Estás increíble!”. Y tenía razón. El vestido le quedaba hermoso. Pero eso no cambiaba la verdad que le latía en el pecho.

Iba a verlo.

Después de tantos meses. Después de la última vez. Después de ese mensaje que nunca tuvo respuesta. Miguel iba a estar ahí. En la misma fiesta. Respirando el mismo aire. Y ella tenía que actuar como si nada.

En su departamento, Lautaro estaba en la cocina, preparando la cena. Llevaban ya varios meses conviviendo. Tenían una dinámica tranquila, compañera. Se cuidaban. Se reían. Había cariño. Pero también una distancia. Un silencio que crecía cuando nadie hablaba.

—¿Y? ¿Al final elegiste vestido? —preguntó mientras servía dos platos de pasta.

—Sí. Uno largo, verde oscuro —respondió Manuela, intentando sonar casual—. Sofi dice que me queda bárbaro.

—A vos todo te queda bien —dijo él, sonriendo, y se inclinó para besarla en la mejilla.

Después de cenar, mientras lavaba los platos, Lautaro se le acercó por detrás. Le rodeó la cintura con los brazos y apoyó el mentón en su hombro. Sus dedos acariciaron su cadera con suavidad.

—Tengo ganas de vos —murmuró, apenas rozándole el oído.

Manuela se quedó quieta. Cerró los ojos. Por un instante quiso poder entregarse, dejarse llevar. Pero no podía. El cuerpo le pedía otra cosa. O quizás, nada.

Se dio vuelta despacio, lo miró con dulzura y le apoyó una mano en el pecho.

—Hoy no, Lau. Estoy muy cansada.

Él asintió sin decir nada, pero en sus ojos asomaba la incomodidad.

—¿Está todo bien entre nosotros? —preguntó, con voz baja.

—Sí. Solo… estoy rara. Es por la boda, por todo lo que me remueve. No es con vos.

Lautaro la observó por unos segundos. Luego le acarició el pelo y se fue al cuarto. Manuela se quedó sola en la cocina, con las manos húmedas apoyadas en la mesada, mirando la oscuridad de la ventana. Tenía miedo. No de ver a Miguel. Sino de no saber qué hacer con todo lo que ese encuentro podía despertar.

Miguel

En Madrid, Miguel cerraba la valija con una lentitud que delataba más que el gesto mismo. El traje colgaba listo sobre la silla, pero él estaba lejos de sentirse preparado.

Camila lo ayudaba a doblar camisas, acomodaba su perfume, cargaba el cargador del celular como si también fuera a ese viaje. Como si cada detalle de su vida le correspondiera.

—¿Estás nervioso por volver? —preguntó, mientras metía un frasco de crema en el neceser.

—Un poco —admitió él—. Hace mucho que no veo a todos.

Ella se sentó en la cama, con las piernas cruzadas.

—Y va a estar Manuela.

No fue una pregunta. Fue una certeza. Una verdad que se imponía en el aire.

Miguel bajó la mirada. El nombre seguía siendo una herida abierta.

—Quiero que estemos bien —continuó Camila—. Ya tuvimos muchas charlas sobre eso. Yo no voy a competir con nadie, Miguel. Pero no quiero que este viaje nos desacomode.

Él se acercó, le acarició el rostro, la besó en la frente. Había ternura. Agradecimiento. Pero también una distancia que ni él podía disimular.

Cuando Camila fue al baño a ducharse, Miguel se quedó solo. Sentado al borde de la cama, con las manos entrelazadas. La cabeza llena.

Manuela.

Su risa desarmada. El modo en que lo miraba cuando se reía de verdad. Su forma de enojarse y, aún así, quedarse. La última vez que la abrazó. La última vez que la escuchó llorar.

Había intentado seguir adelante. Había hecho todo bien. Nueva ciudad, nueva pareja, nueva rutina. Pero no podía engañarse.

Camila era todo lo que cualquiera desearía. Pero no era Manuela.

Y no era justo. Para nadie.

Lo que más temía no era verla. Era sentir. Sentir que no había logrado irse del todo.

Ambos

Con el correr de los días, los nervios no hicieron más que crecer. El reencuentro ya no era un “quizás”, era una cita sellada en el calendario. Una escena inevitable.

Manuela evitaba pronunciar su nombre. Ni siquiera cuando hablaba con Sofía. Fingía que no le importaba, que estaba ocupada, que tenía otras prioridades. Pero por las noches, el insomnio le recordaba que no era tan sencillo.

Miguel, por su parte, se repetía que estaba bien. Que era normal sentir cosas antes de una reunión así. Que iba a controlarlo. Que nada iba a pasar.

Pero la noche anterior al vuelo, soñó con ella. Con su voz. Con sus manos frías en invierno. Con la forma en que lo abrazaba de espaldas, en silencio.

Despertó con el corazón latiendo como si hubiera corrido kilómetros.

Camila dormía a su lado. Le tomó la mano y volvió a cerrar los ojos.

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En Buenos Aires, Manuela terminaba de arreglarse para la fiesta de despedida de soltera. Sofía estaba radiante. Reían, bailaban, tomaban vino y se abrazaban entre canciones.

—¿Estás bien? —preguntó Sofía, tomándola del brazo.

—Sí. Solo cansada.

—¿Cansada o nerviosa?

Manuela la miró. Sofía sabía. Siempre sabía.

—Ambas.

—Va a salir todo bien. Ya pasaron muchas cosas. Lo difícil fue antes.

Manuela sonrió, pero por dentro pensó: Lo difícil es ahora.

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Dos días después, Miguel aterrizaba en Ezeiza. El aire húmedo de Buenos Aires le golpeó el rostro apenas bajó del avión. Y con él, todo lo que había tratado de mantener a raya.




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