Latidos lejanos

Capítulo 34: El trayecto hasta vos

Miguel

El avión despegó con un rugido profundo, y Miguel sintió cómo el estómago se le contraía como si todo su cuerpo se negara a despegar. Observó por la ventanilla cómo Madrid se iba achicando hasta volverse una maqueta de luces borrosas. Ahí abajo quedaba una vida que había intentado construir lejos del caos. Una vida limpia, ordenada, sin sobresaltos. Sin Manuela.

A su lado, Camila hojeaba sin interés una revista de a bordo. La veía pasar páginas sin leer nada, solo moviendo los dedos para ocupar las manos. Ella tenía esa forma sutil de intuir las cosas sin nombrarlas. Llevaban juntos más de un año y en ese tiempo ella se había acomodado a su vida como el agua a un vaso: sin estridencias, sin preguntas incómodas. Pero también sin la profundidad que alguna vez lo había desbordado.

—¿Querés dormir un rato? —le preguntó Camila, ladeando la cabeza con una sonrisa medida.

—No creo que pueda —dijo Miguel, con una caricia mecánica sobre su brazo.

Ella no insistió, pero el silencio entre ellos se volvió espeso. Él sabía que Camila sentía que algo no estaba del todo bien, aunque no tuviera pruebas. Desde que llegó la invitación al casamiento de Sofía, su hermana, algo se había removido dentro suyo. Y por más que había tratado de ocultarlo, Camila lo percibía como quien huele una tormenta antes de que caiga la primera gota.

Miguel cerró los ojos. El rugido del avión era apenas un murmullo comparado con la voz en su cabeza. Manuela. El nombre era una palabra prohibida en su presente, pero seguía siendo un eco vivo en su memoria. Recordó la última vez que la vio, con los ojos llenos de furia y de tristeza, las palabras que no dijo, el abrazo que no dio. Recordó el momento exacto en que eligió huir. Convencido de que el amor no bastaba. De que no podía seguir sosteniendo algo tan grande, tan visceral, sin perderse en el intento.

Y ahora, volvía.

Volvía con otra mujer. Con otra historia.

Pero con la misma herida.

Manuela

En el aeropuerto Jorge Newbery, Manuela se aferraba a la mano de Lautaro con una fuerza que bordeaba lo torpe. Fingía calma. La sonrisa le temblaba en los labios. Su cuerpo decía lo contrario a sus palabras. El vuelo hacia Mendoza estaba por embarcar, pero sentía que más que un traslado, estaba a punto de cruzar un umbral.

—¿Estás bien? —le preguntó Lautaro con dulzura, acariciándole el brazo.

—Sí —respondió, sin convencerse a sí misma—. Un poco ansiosa. Hace mucho que no estoy allá con todos.

—Va a salir todo bien. Están felices de que vayas. Sofi está contando las horas.

Sofía. La boda. El gran evento que los había convocado a todos otra vez. El casamiento de su mejor amiga con Fran, su amor de toda la vida. Un amor simple, natural, sin dramas. Un amor al que nunca le faltaron respuestas.

Y ella… ella se sentía ajena a esa clase de certeza.

El nombre que no se permitía pronunciar le cruzó la mente como una corriente helada. Miguel. Sabía que iba a estar. Sabía que vendría con Camila. Sabía demasiado. Y al mismo tiempo, no sabía nada de lo que ese encuentro podía causarle.

Había repetido, incluso frente al espejo, que lo había superado. Que el pasado ya no tenía peso. Pero su cuerpo, otra vez, la traicionaba: ese nudo en la garganta, la falta de aire, las noches sin dormir desde que supo que volvería a verlo.

El avión despegó y Lautaro apoyó la cabeza en su hombro. Manuela se quedó inmóvil. Cerró los ojos con fuerza, como si eso pudiera detener el pensamiento. Como si el pasado no viajara con ella, escondido en la memoria y en la piel.

Porque el pasado no se quedaba atrás.

El pasado se transformaba. Se disfrazaba. Pero nunca dejaba de latir.

Miguel

Ezeiza lo recibió con una humedad pegajosa. Julio en Buenos Aires tenía ese frío seco que te calaba por dentro y que Miguel conocía bien. Camila se frotó los brazos y él le pasó su abrigo con un gesto automático.

—¿Te vas a reencontrar con tu historia o con tu hermana? —preguntó ella, intentando hacer una broma liviana.

Miguel no rió.

—Con todos, supongo —dijo.

—¿Y con ella?

El silencio se alargó como una sombra. Él la miró, sabiendo que esa pregunta no era casual. No era inocente.

—No planeo buscarla, si eso es lo que preguntás.

Camila bajó la vista y se acomodó el bolso. No dijo nada más, pero la distancia entre ellos se volvió más densa que el aire mismo. Miguel sintió una punzada de culpa. Camila no merecía sus medias verdades. Pero tampoco estaba listo para enfrentar la verdad completa.

¿Quería verla? Sí.

¿Quería saber si todavía dolía? También.

Manuela

Mendoza la recibió con un aire seco y limpio que le mordió la cara apenas bajó del avión. Lautaro le pasó la campera sin decir nada. Ella se la puso en silencio. Los dos sabían que el viaje tenía una capa subterránea que ninguno se animaba a nombrar.

—¿Querés ir al hotel primero o vamos directo a lo de Sofi? —preguntó él, mirándola con atención.

—Vamos con Sofi. Seguro necesita ayuda… y yo también la necesito a ella.

El taxi los llevó por calles conocidas. El paisaje despertaba en ella una nostalgia cortante. Mendoza tenía ese modo de guardar los recuerdos en cada esquina. Todo estaba igual, y sin embargo, algo se sentía roto. O tal vez, ella era la que ya no encajaba del todo en ese escenario.

Miró su reflejo en la ventanilla. Intentó ver a la mujer en la que se había convertido. Pero detrás de sus propios ojos seguía viendo a la chica que temblaba cuando Miguel la miraba, que ardía cuando la tocaba, que se rompía cuando él se iba.

¿Qué haría si lo veía? ¿Lo abrazaría? ¿Lo ignoraría? ¿Lloraría?

No tenía respuestas. Solo un vértigo creciente que no encontraba salida.

Ambos

Esa noche, las luces de Mendoza titilaban con parsimonia entre los árboles dormidos. Dos autos recorrían las mismas calles, con apenas minutos de diferencia. Cada uno con un destino compartido. Cada uno con una tormenta contenida.




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