La casa de Sofía
La casa de Sofía en Mendoza estaba vestida de invierno. El aire frío se colaba por las rendijas de las ventanas, pero adentro había una calidez casi palpable. Manuela llevaba un tapado de lana grueso, bufanda y botas; el frío no solo estaba afuera, también en su pecho. Cada paso que daba por el hall era un recordatorio de que aquel lugar, que conocía tan bien, había sido testigo de tantas cosas que ahora parecían pertenecientes a otra vida.
Esperaba encontrar la casa llena de gente, risas, abrazos, pero solo una figura apareció en el pasillo antes de que pudiera dar un paso más.
—Hola —dijo Miguel, con esa voz profunda y suave que aún parecía capaz de calmar tormentas dentro de ella.
Manuela se detuvo, sintiendo cómo el tiempo se contraía entre ellos. Lo miró con ojos abiertos, como si buscara en su rostro el eco de todas las palabras que no se dijeron, de todos los silencios que construyeron su despedida.
—Hola —respondió, apenas un susurro.
No hubo abrazos ni frases vacías. Solo un instante suspendido, cargado de lo que alguna vez fueron y de lo que, tal vez, todavía no se había ido.
Miguel dejó la taza que tenía entre las manos sobre la mesa y dio un paso hacia ella, sin invadir su espacio. Cada gesto era medido, como si temiera romper la frágil burbuja que los rodeaba.
—No sabía que ya habías llegado —dijo con voz baja.
—Ayer. Lautaro prefirió quedarse en el hotel para descansar y... dejar que nos pongamos al día con Sofi.
—Sofía tuvo que salir a resolver un tema con el catering —agregó Miguel, sin forzar la conversación, como si supiera que cualquier exceso podía romper el equilibrio.
Se miraron sin apuro, sin escudos. La distancia entre ellos era menos física que emocional.
—¿Querés un café? —preguntó él, buscando una forma de sostener ese instante.
—Sí, por favor —aceptó ella, con un leve temblor en la voz.
Miguel se movía por la cocina con naturalidad, y Manuela lo observaba en silencio, como si tratara de descifrar todo lo que el tiempo había transformado en él. La manera en que doblaba la taza entre sus manos, cómo apoyaba los codos sobre la encimera, cómo su mirada se perdía en un punto invisible mientras esperaba que ella hablara. Todo era familiar y, al mismo tiempo, inesperado.
—La casa está hermosa —comentó, rompiendo el silencio con una sonrisa tenue.
—Sofía hizo todo. No nos dejó opinar en nada —dijo él, con una mueca que mezclaba orgullo y resignación.
—Eso suena exactamente a ella —rió Manuela, y por un instante el pasado pareció regresar, tibio y lejano.
—Sí —asintió Miguel, mirando el café que comenzaba a burbujear.
Un silencio más profundo cayó entre ellos. No era incómodo, pero pesaba. Era el silencio de lo que todavía no se había dicho. El peso de años guardados en palabras no pronunciadas.
—¿Y vos? ¿Cómo estás? —preguntó él con sinceridad, alzando por fin la mirada.
Manuela bajó los hombros, como si la pregunta le quitara una carga. Pensó en todas las posibles respuestas, pero eligió la más honesta.
—Estoy... viviendo. Trabajando mucho. Tratando de entender qué quiero. La vida sigue, supongo.
Miguel sintió un nudo formarse en su pecho. Esa respuesta, tan simple y cargada, le hablaba de la mujer que tenía frente a él: fuerte, rota, valiente. Cada palabra suya era un hilo que, aun sin quererlo, comenzaba a tejer un puente entre ellos.
—Me alegra que hayas venido —dijo finalmente—. Verte me hizo sentir que algo que estaba fuera de lugar, aunque sea por un instante, volvió a su sitio.
Manuela lo miró, y su corazón dio un vuelco.
—Yo también me alegro de verte —susurró, y su voz tembló apenas.
Miguel le pasó la taza y se sentó frente a ella. En ese gesto compartido, cotidiano, había una intimidad antigua que nunca se había ido del todo.
—Tenés los mismos ojos —dijo con suavidad.
—Y vos, la misma manera de decir las cosas que duelen sin romperlas del todo —respondió ella, con una sonrisa leve pero cargada de significado.
El silencio regresó, pero ahora era cálido. Había algo en el aire que los envolvía, una mezcla de nostalgia, deseo contenido y cariño que no se había extinguido.
—Pensé que me iba a romper volver a verte —confesó Miguel, bajando la mirada.
Manuela sintió un nudo en la garganta.
—Yo pensé que no iba a sentir nada. Que ya había pasado... y sin embargo, acá estoy, temblando como una idiota.
Él sonrió con tristeza.
—No sos una idiota.
—Lo sé. Pero a veces me gustaría poder serlo. Sentir menos.
El celular de ella vibró. Un mensaje de Sofía: “Ya estamos saliendo. En 15 llegamos.”
Manuela lo leyó, lo guardó en el bolsillo y levantó la vista.
—Va a llegar Sofi. Y después, todos los demás.
—Lo sé.
Ella dudó un instante, pero la pregunta salió igual:
—¿Y Camila? ¿Está bien?
Miguel asintió, tomándose un segundo.
—Sí. Está feliz con todo esto... Le pone mucha energía.
Manuela aceptó ese mundo ajeno con un gesto leve. Ya no era parte de esa historia, y lo sabía.
—Por este ratito... ¿podemos quedarnos así? —pidió él, casi en un susurro.
—Podemos —dijo ella, dejándose estar, aunque sea por un momento.
El sol invernal entraba por las ventanas, tocando apenas sus manos y las tazas tibias. Afuera, Mendoza ofrecía su paisaje sereno. Adentro, dos corazones se reconocían en medio de los restos de un amor que, tal vez, nunca se había ido del todo.
Y a veces, eso bastaba.
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Miguel
Manuela había cerrado la puerta con ese gesto suave que lo había desarmado tantas veces. Miguel se quedó quieto, mirando el lugar donde ella había estado. La habitación parecía vacía y, sin embargo, cada rincón conservaba su presencia: el aroma de su perfume en el aire, la forma en que se apoyaba en la barra, la manera en que sus ojos se detenían en los objetos familiares y los hacían sentir diferentes.