Latidos lejanos

Capítulo 36: Pensamientos que arden en silencio

La música suave, las luces cálidas y el murmullo de risas llenaban el salón decorado con tonos otoñales, en sintonía con el aire fresco de Mendoza. La fiesta de bienvenida reunía a amigos y familiares que habían llegado de distintos rincones para acompañar a Sofía y Fran en la semana de su boda. Era el primer gran encuentro antes del día central, y Sofía no paraba de sonreír. Brillaba. Irradiaba alegría. Abrazaba a todos con esa energía suya que parecía no agotarse nunca.

Manuela llegó temprano, tomada del brazo de Lautaro. Llevaba un conjunto elegante y abrigado en tonos tierra, que realzaba su silueta y contrastaba con el leve temblor que le cruzaba el pecho. Se había prometido mantener la calma, comportarse como una mujer que había pasado la página. Estaba preparada. Al menos, eso se había repetido una y otra vez frente al espejo del hotel.

Sofía la divisó al instante.

—Ahí están —susurró, y se giró para recibirlos con un abrazo cálido y sostenido, de esos que dicen más de lo que cualquier palabra puede.

Cuando Manuela y ella se miraron, bastó un segundo para saber que esa noche iba a ser un pequeño terremoto emocional. Entre ellas no hacían falta explicaciones. Sabían que el pasado no era tan pasado como a veces querían creer.

Unos minutos después, Miguel entró al salón.

Solo.

La camisa clara le marcaba el cuello y el saco oscuro caía con soltura sobre sus hombros. El pelo ligeramente revuelto por el viento le daba ese aire desprolijo que a Manuela siempre le había parecido irresistible. No necesitó verlo para sentirlo. Su cuerpo lo intuyó primero. Una especie de corriente le recorrió la piel, un presentimiento silencioso que le erizó la nuca.

Lo buscó con la mirada. Y ahí estaba. De pie, saludando a los anfitriones, con la sonrisa algo tirante de quien intenta parecer relajado sin lograrlo del todo.

Miguel también la vio. La reconoció de inmediato. Su figura, su andar, ese modo de girar la cabeza cuando escuchaba su nombre. Había pasado meses imaginando ese instante, repasando conversaciones en su mente, repitiéndose qué diría si volvía a verla. Y ahora, al tenerla ahí enfrente, al alcance de un par de pasos, con Lautaro a su lado, todo se desordenó dentro suyo.

Camila apareció segundos después. Se acercó con amabilidad, saludando con la soltura de quien sabe moverse entre la gente. Tomó el brazo de Miguel con naturalidad, como quien reclama lo propio sin siquiera notarlo. Él se dejó tomar, aunque sus ojos no estaban en ella.

Estaban en Manuela.

Durante la primera hora se evitaron. Cada uno orbitaba en su propio círculo de charlas y brindis, de presentaciones y anécdotas repetidas. Pero el aire entre ellos estaba cargado. Bastaba con estar a unos metros para sentirlo. Una tensión sutil, densa, eléctrica. Como si sus cuerpos supieran lo que sus mentes intentaban negar.

Se miraban de reojo. Se percibían incluso de espaldas. Cada cruce fugaz dejaba un eco en el pecho.

En un momento, mientras Lautaro conversaba con un viejo compañero de facultad y Camila se alejaba para atender una llamada, quedaron a apenas unos pasos de distancia, sin ningún escudo social entre ellos.

Manuela se dio vuelta. Miguel ya la miraba.

No bajó la vista. Y eso bastó para que ella supiera que iba a hablarle.

—Hola —dijo él, con la voz más baja de lo habitual, como si no quisiera romper el frágil equilibrio del momento.

—Hola —respondió ella, también en un susurro que apenas logró sostener.

—Pensé que no me ibas a hablar —agregó él, con una sonrisa tensa, insegura.

—Yo también lo pensé. Pero acá estamos.

Se quedaron en silencio unos segundos. El murmullo de la fiesta parecía alejarse, como si estuvieran dentro de una burbuja aparte.

—¿Cómo estás? —preguntó Miguel, sin desviar la mirada.

Manuela dudó. Podía mentir. Podía esquivar. Pero no quiso.

—Bien —dijo, con una honestidad dolida—. Trabajando mucho. La vida sigue.

—¿De verdad estás bien?

Ella apretó los labios. Se cruzó de brazos, como si eso pudiera sostenerla.

—Estoy de pie. A veces, eso es suficiente.

Miguel asintió con lentitud.

—Desde que te vi... algo en mí se acomodó —confesó, sin rodeos—. Me sentí completo otra vez.

El impacto de esa frase le sacudió el pecho.

—No digas eso, Miguel.

—¿Por qué no? ¿Porque no es el momento? ¿Porque estamos con otras personas?

—Porque no cambia nada. Porque dolés.

Él la miró con una tristeza que se le escapaba por los ojos. Había en su expresión una mezcla de culpa, nostalgia y un amor que parecía no haberse desvanecido del todo.

—Sé que no lo manejamos bien —dijo él—. Y que dije cosas que no debía. O que callé otras que tendría que haber gritado. Pero no puedo fingir que no siento lo que siento.

—¿Y qué sentís? —preguntó ella con voz temblorosa, clavando los ojos en él.

—Que te sigo amando. Que no hay un solo día en que no piense en vos. Que incluso cuando intento olvidarte, todo me lleva de nuevo a vos.

Manuela sintió que el aire se le escapaba. Lo miró en silencio, sintiendo cómo las palabras de él se le colaban por cada grieta.

—A veces pienso —dijo Miguel— que si hubiéramos llegado un poco antes… o un poco menos rotos…

—No hubiéramos sido nosotros —completó ella, con una dulzura amarga en la voz.

—¿Todavía me pensás? —se animó él a preguntar, como quien sabe que la respuesta puede doler.

Ella respiró hondo. Cerró los ojos por un segundo.

—Más de lo que me permito admitir.

Y entonces, apareció Lautaro. Con su sonrisa amable, con su calidez constante. Se acercó a Manuela, rodeándola por la cintura con una naturalidad que a Miguel le dolió más de lo que quiso mostrar. Ella bajó la mirada, se recompuso y se dejó llevar, alejándose del borde de ese abismo que amenazaba con tragarlos a los dos.

Miguel los siguió con la vista, sintiendo que una parte de él se quedaba vacía otra vez.




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