Horas más tarde, cuando la música bajó y los últimos brindis se disolvieron entre risas nerviosas y aplausos cansados, Miguel salió al jardín. El aire helado de la noche mendocina le golpeó el rostro como un latigazo, pero ni siquiera el frío parecía capaz de apagar el incendio que le ardía por dentro. Cada inhalación le recordaba lo vivo que estaba, lo intenso que había sido sentirlo todo nuevamente, y lo doloroso que era tener que soltarlo otra vez.
Se apoyó contra una columna de piedra, cerró los ojos y dejó caer la cabeza hacia atrás. Solo entonces se permitió sentir. Todo. Sin máscaras, sin defensas. El pecho le dolía como si alguien lo estuviera apretando desde adentro. Cada respiración se le hacía lenta y pesada. Volver a verla lo había desarmado por completo.
Había pasado meses convenciéndose de que estaba bien. De que lo que habían vivido con Manuela era un recuerdo querido, sí, pero sepultado bajo la rutina de Madrid. Que su presente era Camila: sensata, tranquila, predecible. Había elegido la seguridad. O eso creía. Porque bastó un cruce de miradas para que todo lo que había construido se resquebrajara.
Manuela brillaba. Siempre lo había hecho, pero ahora lo hacía de otra forma: más madura, más serena. Como si el dolor la hubiera pulido en lugar de quebrarla. Miguel la vio moverse entre los invitados con esa mezcla de elegancia y calidez que lo había enamorado la primera vez, y sintió, con brutal nitidez, cómo cada fibra de su cuerpo se tensaba ante su sola presencia. Era como si el mundo adquiriera nitidez únicamente cuando ella estaba cerca.
La amaba.
No como antes, no con la impaciencia torpe de los inicios. La amaba ahora con dolor, con conciencia, con una nostalgia viva. Con la certeza brutal de que quizá ya no tuviera derecho a hacerlo.
Había intentado rehacer su vida, buscar lógica, refugio. Pero Manuela era caos, era fuego, era vértigo. Todo lo que lo hacía sentirse vivo. Y ahora estaba ahí, tan cerca… y tan lejos.
Desde el interior, Manuela lo había visto alejarse. Sostenía una copa de vino en la mano, pero no había bebido ni un sorbo. La vista se le perdía en la puerta del jardín, aunque sus labios sostenían una sonrisa ensayada. Lautaro, a su lado, hablaba animadamente con un grupo de amigos de Fran. Ella asentía, reía en los momentos justos. Pero por dentro, todo era vértigo.
Miguel.
Había sido demasiado. Demasiado todo: la casa de Sofía, el reencuentro, los silencios que gritaban, las miradas que quemaban. Había ensayado frases, respuestas, había entrenado su templanza frente al espejo. Pero entonces él la miró. Y en esa mirada había pasado, presente y futuro mezclados en un solo instante que dolía. Había amor. Todavía. A pesar de todo.
Y cómo dolía.
Ese fuego no se había apagado. Había estado dormido, apenas contenido, y ahora volvía a arrasar con todo lo que ella había reconstruido.
La cena avanzaba entre platos calientes, brindis forzados y risas de fondo. Miguel regresó al comedor justo cuando servían el postre. Se sentó junto a Camila, pero no estaba allí, no realmente. Tomó la copa con torpeza, distraído, casi como si necesitara anclarse en algo tangible mientras su mente se deshacía en pensamientos sobre Manuela.
Estaba por llenarla cuando la voz clara y dulce de Camila interrumpió el murmullo general:
—Perdón —dijo, poniéndose de pie—. ¿Puedo decir algo?
El salón quedó en silencio. Todos giraron hacia ella, sonrientes, atentos. Miguel levantó la mirada, desconcertado. Algo en el tono de su voz le dio escalofríos, un presentimiento que le apretó el pecho.
—Quiero compartir una noticia muy especial —dijo Camila, llevándose una mano al vientre con ternura.
Miguel frunció el ceño, tardando un segundo más que el resto en comprender.
—Estoy embarazada. ¡Vamos a ser padres!
El murmullo de sorpresa fue inmediato. Algunos aplaudieron, otros exclamaron de alegría. Miguel se quedó quieto, inmóvil. El vaso tembló en sus manos antes de que lo dejara sobre la mesa, como si soltara algo que pesaba demasiado. Su corazón se quebraba en silencio, cada latido un recordatorio de lo que jamás podría reemplazar.
Manuela lo miró desde el otro extremo de la mesa. Y en ese cruce mudo algo se rompió. No hubo palabras, no hubo gritos, solo ojos que se encontraron al borde del abismo. El corazón de ella, que le latía con fuerza solo unos segundos antes, se detuvo de golpe. Fue como si el mundo se apagara, como si un balde de agua helada hubiera caído sobre la llama que recién empezaba a encenderse.
Sintió que se le entumecían las manos, los pies, la garganta. Tragó saliva con dificultad, como si algo se negara a pasar. Había deseado no sentir nada. Había rogado por dentro poder resistir. Pero ahora lo entendía con brutal claridad: nunca había dejado de amarlo. Y ahora… lo perdía otra vez. Más cruelmente que antes.
Porque esta vez no era una pelea, ni la distancia. Era definitivo.
Se obligó a sonreír. A brindar. A mirar a Lautaro y asentir como si todo estuviera bien. Como si no se le estuviera cayendo el alma en pedazos. Fingió estar bien mientras por dentro el silencio le gritaba verdades que no quería escuchar.
Miguel reaccionó tarde. Tarde para frenarla, tarde para responder a los aplausos, tarde para entender lo que pasaba. No supo qué hacer cuando Camila lo abrazó con dulzura, ilusionada, como si lo que acababa de anunciar fuera un sueño compartido. Pero no lo era. No cuando su corazón latía del otro lado de la mesa. No cuando sentía que le acababan de arrancar algo que nunca dejó de pertenecerle.
Y ahí, entre brindis, promesas ajenas y sonrisas forzadas, supo la verdad más brutal: volver a verla lo había hecho sentir completo otra vez. Y ahora… se rompía desde adentro. Porque la perdía para siempre.
Manuela salió al patio cuando nadie la miraba. Necesitaba aire. Respirar. Sobrevivir. Se apoyó contra la baranda de piedra y cerró los ojos. El aire de la noche le quemaba los pulmones. Lloró. En silencio. Como se llora lo que no puede nombrarse.