Después del anuncio.
Miguel apenas podía sostener el vaso entre los dedos.
La frase de Camila seguía retumbando en su cabeza con una nitidez cruel, como un eco que no se apagaba:
"Estoy embarazada."
Fue como si la realidad se hubiera quebrado en mil pedazos, y él quedara atrapado en el centro de esa implosión muda. El mundo siguió girando, pero para él, todo se detuvo.
No podía respirar.
El aire le raspaba al entrar, como si de pronto se hubiera vuelto hostil. Cada inspiración era una pelea con el vacío. El pecho se le cerró, como si algo invisible —una mano gigante, un recuerdo insoportable— le estuviera presionando con fuerza.
El corazón, que hacía apenas unos minutos latía rápido por la cercanía de Manuela, ahora pesaba. Como una piedra mojada. Como si alguien lo hubiera sumergido en concreto y lo hubiera dejado secar ahí, inmóvil, inútil.
La gente aplaudía. Sofía se levantó para abrazar a Camila, luego a Miguel. Algunos brindaban con entusiasmo. La escena era perfecta. De postal.
Y él solo pensaba:
¿Qué hice? ¿Cómo llegué hasta acá?
Miró el rostro sonriente de Camila, iluminado por la emoción, el orgullo y esa sensación de haber ganado algo. Miguel la quiso. En algún momento, pensó que podría construir algo con ella. Estabilidad. Tranquilidad. Un hogar sin tormentas. Pero ahora, mientras la escuchaba hablar de "nuestro bebé" con tanta dulzura, entendía con brutal claridad lo que realmente deseaba. Y no era eso.
Desde el otro extremo de la mesa, los ojos de Manuela lo buscaron.
Fue solo un segundo.
Pero bastó.
El mundo se apagó alrededor. No hubo más ruido. No hubo más voces. Solo ella. Solo él.
Un cruce de miradas cargado de historia. De silencios antiguos. De heridas que no habían terminado de cerrar.
En ese segundo eterno, Miguel sintió el dolor más feroz que había conocido. Porque entendió. De una vez por todas, sin lugar para excusas ni autoengaños.
Lo que había comenzado a arder —ese fuego que se encendió con solo verla llegar, con escucharla reír, con rozarle la mano al pasar—
Todo eso se apagó. De golpe.
Como si alguien hubiera vaciado un balde de agua helada sobre esas llamas tibias que apenas empezaban a crecer de nuevo.
Intentó moverse. Decir algo. Levantarse. Explicarle.
Pero no salieron palabras.
Le temblaban las manos. El cuerpo entero. No sabía si era por rabia, por miedo, por tristeza o por el peso insoportable de una decisión mal tomada. Solo alcanzó a mirarla, como si eso pudiera bastar.
Como si esa mirada pudiera decir lo que no había sabido decir en el pasado.
Perdoname.
Por no haber sido valiente.
Por no haber esperado.
Por no haberte elegido.
Y entonces, ella se levantó.
No con enojo. Ni con desesperación.
Manuela se acercó con esa elegancia suave que siempre tuvo. Con esa dignidad tan profunda que lo desarmaba.
Cada paso suyo hacia la mesa era un martillo en el pecho de Miguel. El mundo parecía observar en cámara lenta. Sofía bajó la copa. Fran dejó de hablar. Incluso Camila giró, confundida.
—¡Felicitaciones! A los dos —dijo Manuela con una voz serena, tan serena que dolía. Una voz entrenada para fingir calma en medio del derrumbe.
Y sonrió.
Esa sonrisa era un escudo. Un muro de piedra tras el cual ella estaba temblando. Miguel lo supo. La conocía demasiado bien.
Y aun así, ella no lo miró a él. No directamente.
Solo a Camila, que ahora posaba una mano sobre su vientre con una sonrisa ancha. Satisfecha. Triunfadora.
Camila no era cruel. Pero tampoco era ingenua. Sabía. Lo había intuido desde el principio.
Miguel quiso gritar. Quiso retroceder el tiempo. Quiso levantarse, tomar la mano de Manuela, pedirle que salieran de ahí y empezar de nuevo.
Pero no se movió.
Se quedó sentado.
Callado.
Observando cómo Manuela volvía a su lugar, como si nada hubiera pasado. Como si todo lo que habían vivido no significara ya nada.
Y en realidad, todo había pasado.
El brindis. El reencuentro. Las miradas que decían más que cualquier palabra. El deseo de una segunda oportunidad.
Todo se había terminado en esa cena.
Con una frase.
Con una mirada.
Con una sonrisa que no fue para él.
...
Lo que Manuela sintió no tenía comparación.
"Estoy embarazada."
El anuncio le cortó el aliento. No fue celos. No fue enojo. Fue un dolor tan hondo que sintió que algo se rompía adentro. No sabía si era su corazón, su esperanza, o esa parte ingenua de ella que había creído que todavía era posible.
Lo había visto desde el primer instante.
La forma en que Miguel se quedó congelado. La palidez que le invadió el rostro. La confusión en sus ojos.
No dijo nada. Pero lo gritaba todo con la mirada.
Manuela tragó saliva con fuerza. Se obligó a mantenerse erguida. A no permitir que el temblor en las manos subiera hasta la garganta.
Fue hasta la mesa. Sonrió. Felicitó. Jugó el papel de mujer fuerte. Porque era eso o quebrarse frente a todos.
Porque entendía que ahora no solo lo perdía de nuevo. Esta vez era definitivo.
Volvió a su asiento. Lautaro le tomó la mano, sin notar nada. Le susurró algo sobre pedir otro vino. Y ella asintió, sin escuchar realmente.
El fuego que la había empezado a abrazar esa tarde —ese fuego que llevaba años dormido— se apagó.
Y aunque el corazón le dolía, no podía permitirse mostrarse frágil.
Porque ahora todo estaba dicho.
Y era tarde.
Demasiado tarde.
...
Después de la cena, Miguel salió al jardín solo. No soportaba el calor de las luces, ni el murmullo de los invitados. El aire helado de la noche tampoco le traía alivio.
Apoyado contra una columna de piedra, se permitió sentir.
Las lágrimas no le salían. No porque no tuviera ganas. Sino porque ya no le quedaban. Era un dolor seco. Hueco. Un dolor que no sabía dónde ubicarse, porque era total.