La iglesia estaba en silencio, apenas susurrada por las notas suaves del órgano que anunciaban el inicio de la ceremonia. Afuera, el mundo parecía lejano, ajeno. Adentro, el aire tenía un peso sagrado. Los vitrales filtraban la luz del sol en haces dorados que caían sobre los bancos repletos de invitados, pintando rostros y vestidos con colores que se movían al ritmo de la música.
Miguel estaba de pie, con el cuerpo rígido y los dedos crispados sobre el respaldo del banco. La corbata le apretaba el cuello, pero no era por eso que sentía que no podía respirar.
Sus ojos se movieron, casi por reflejo, hasta encontrarla.
Manuela.
Estaba dos filas más adelante, del otro lado del pasillo. Apenas giró el rostro, como si presintiera la mirada clavada en su nuca. Cuando sus ojos se encontraron, el tiempo pareció doblarse.
Una mirada. Un instante. Una vida entera contenida en ese cruce silencioso.
Los labios de ella estaban apretados, en un intento casi digno por no temblar. Sus manos, entrelazadas sobre el regazo, se movieron apenas. Él sintió el corazón sacudirse dentro del pecho. Era como si una grieta invisible se abriera entre ellos, demasiado profunda para ser saltada, demasiado reciente para no doler.
La ceremonia siguió su curso. Las promesas, los votos, las risas. Miguel no escuchó nada. Solo el latido obstinado de su propio dolor. Un zumbido seco, persistente. Su alma estaba hecha pedazos, pero tenía que parecer entero. Porque ese no era su momento. Porque la había perdido antes de poder recuperarla.
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La fiesta era impecable. El salón, inmenso y elegante, brillaba con luces cálidas. Flores blancas colgaban del techo como lluvia suspendida. La música sonaba, las copas tintineaban y las carcajadas flotaban en el aire. Todos celebraban.
Menos ellos.
Miguel la buscó entre la gente. No podía evitarlo. Era como si necesitara asegurarse de que seguía ahí, de que no se había desvanecido con la última plegaria.
Cuando la vio, supo que no podría irse sin hablarle.
Cruzó el salón con pasos lentos, cargando una culpa que pesaba más que cualquier copa en su mano. Manuela estaba junto a una columna, observando la pista con una expresión serena, pero ausente.
—¿Podemos hablar? —preguntó Miguel, con la voz baja, casi temerosa.
Manuela lo miró, sin sorpresa. Como si hubiera sabido que él se acercaría en algún momento. Como si lo hubiera esperado, aunque no lo deseara.
—Claro —respondió con suavidad.
Salieron al aire fresco de la terraza. Desde allí se veía la ciudad a lo lejos, las luces titilando como faros inalcanzables. El viento les rozó la piel, trayendo un poco de alivio, pero no alcanzaba para calmar lo que ardía adentro.
Miguel la miró de costado. Estaba tan hermosa como siempre, pero distinta. Más fuerte. Más tranquila. Más lejos.
—No sé por dónde empezar —dijo él.
Ella asintió, mirando al frente.
—Entonces no empieces por excusarte.
No lo dijo con dureza. Lo dijo con esa dignidad calma que a Miguel siempre le dolió más que cualquier reproche. Porque Manuela no buscaba hacerlo sentir mal. No lo acusaba. Solo ponía una distancia inevitable entre ellos, una línea invisible que él no podía cruzar.
—No quiero justificarme —dijo él al fin—. Solo necesitaba decirte lo que me pasa. Aunque no cambie nada.
Ella lo miró en silencio.
—Te vi en la iglesia —continuó él—. Y fue como si todo lo que había estado conteniendo se quebrara. No supe qué hacer. Me ahogué con el aire. Me dolió la piel. Fue… demasiado.
Manuela mantuvo la mirada. Seria. Tranquila. Pero no fría.
—Fue duro —dijo, sin apartar los ojos—. Pero no me sorprendió.
Miguel tragó saliva. Quería decirle tantas cosas. Quería explicarle que todo se le había ido de las manos, que el amor por ella seguía intacto. Pero algo en ella lo detenía. La forma en que lo miraba, no con rencor, sino con una especie de melancolía resignada.
—Pensé que podría olvidarte —confesó—. Que si me esforzaba lo suficiente, si construía otra vida, todo lo que sentía por vos iba a desaparecer. Me equivoqué.
Manuela bajó la mirada por un segundo, y luego volvió a él.
—El amor no se entierra con rutina, Miguel. No se sustituye con lo que conviene.
Él asintió, sintiendo un nudo en la garganta.
—No quiero que pienses que lo hice a propósito. No fue una traición. Fue miedo. Fue confusión. Me dejé llevar por la idea de una vida más fácil. Sin cicatrices.
—Y sin mí —dijo ella, sin dureza.
Miguel cerró los ojos un segundo.
—No sin vos. Fue... sin saber cómo volver a vos.
Ella suspiró.
—Quizás porque no era cuestión de volver. Lo que teníamos no se reconstruía con voluntad. Necesitaba verdad. Tiempo. Y vos tenías prisa por huir de lo que dolía.
Se hizo un silencio largo entre ellos. No incómodo, pero sí lleno. Había tantas palabras sin decir, que el silencio parecía más honesto.
—Cuando me dijiste que estabas con ella, pensé que podía entenderlo —dijo ella, al fin—. Que era parte del proceso. De sanar. Pero después, cuando te vi dudar, cuando volviste a mirarme con esa desesperación... ahí supe que no habías elegido desde el amor. Sino desde el miedo.
Miguel la miró. El rostro de Manuela no mostraba rabia. Solo un cansancio suave. Una tristeza madura.
—Tenés razón —admitió—. Me dejé llevar por lo que parecía seguro. Por la calma. Por la promesa de una vida sin sobresaltos. Pero vos eras mi tormenta favorita. Y la dejé pasar.
Ella sonrió apenas, sin alegría.
—No necesitás decirlo. Ya lo entendí. No me debes explicaciones. Ni disculpas. Ya no.
—¿Y vos? —se atrevió a preguntar—. ¿Sentís algo todavía?
Manuela lo miró largamente. Como si le doliera tener que responder.
—Claro que sí. No es algo que se apague de un día para otro. Pero aprendí a convivir con el amor sin necesidad de tenerte. Y eso también es crecer.