Los días posteriores a la boda fueron un eco sordo de todo lo que no se dijo. Miguel volvió a Madrid con la sensación de haber dejado una parte de sí mismo en Buenos Aires, como si su alma no hubiera subido al avión con él. Cada asiento del avión parecía recordarle lo que había quedado atrás: los silencios, las miradas robadas, la forma en que Manuela lo miraba sin decir nada, con los ojos negros llenos de historias que aún no se terminaban.
El avión atravesó la noche y él no logró dejar atrás aquel instante. Ni el despegue, ni el ruido de los motores, ni el zumbido constante le daban la ilusión de avanzar. El frío que sentía no provenía del aire acondicionado; era un vacío profundo que se abría dentro de su pecho con cada recuerdo que intentaba empujar a la memoria y que volvía a golpearlo sin compasión.
En su departamento, el silencio se hacía más denso cada noche. Las luces cálidas de la ciudad parpadeaban a través de la ventana, pero no lograban iluminar lo que había dentro. Camila hablaba del futuro con entusiasmo contenido, como quien sabe que el amor no basta pero se aferra a él de todos modos. Miguel la escuchaba en piloto automático, con la vista perdida en las luces lejanas. Cada palabra que no decía se acumulaba en su pecho como piedra húmeda. Manuela le aparecía en cada rincón: en el aroma a café, en la canción de la radio, en los ojos negros que ya no sabía si eran recuerdo o espejismo. Y, sin embargo, no se atrevía a escribirle. ¿Qué podía decirle, si su silencio ya había dicho todo?
Se pasaba las noches caminando por la terraza, dejando que el viento le golpeara la cara, como intentando borrar la sensación de vacío. Cada paso, cada respiración, lo acercaba y lo alejaba a la vez de ella. A veces se imaginaba llamándola, escribiéndole un mensaje sin pensar, solo para escuchar su voz, aunque fuera un instante. Y otras, se obligaba a mirar la pantalla en blanco, a recordar que había cosas que ya no tenían vuelta atrás.
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Buenos Aires
Mientras tanto, Manuela caminaba por Palermo con el celular en la mano, mirando cada tanto la pantalla vacía. Ningún mensaje. Ninguna llamada. Ni una explicación. Solo el peso del "te amo" que no llegó, del beso que no se repitió, del abrazo que no volvió. Sofía intentaba sacarle sonrisas, pero Manuela respondía con miradas ausentes y palabras contadas. Cada risa fingida era un esfuerzo más para sostenerse en pie, para no dejarse arrastrar por lo que aún la quemaba por dentro.
Una tarde cualquiera —porque las decisiones importantes nunca esperan días especiales—, Manuela se sentó frente a Lautaro en un café del centro. Él le tomó la mano con ternura, con esa paciencia de quien siempre esperó un "sí" definitivo. Pero ella, con los ojos vidriosos y la voz serena, le habló de lo que no estaba. De lo que no sentía. De lo que no podía forzar.
—No es justo para vos. Ni para mí —dijo, sin soltarle la mano—. No estoy entera, Lauti. Y no quiero arrastrarte conmigo.
Lautaro asintió con una mezcla de comprensión y resignación. Tal vez lo había sabido desde el principio. Tal vez siempre lo supo. Tal vez había entendido que ella aún vivía en otro tiempo, en otra historia, en otro amor.
Esa noche, Manuela lloró sin ruido. No por Lautaro. Sino por todo lo que no fue. Por lo que no supo soltar. Por lo que aún dolía, sin forma, sin nombre. Por los recuerdos que la perseguían en cada esquina, en cada aroma, en cada canción que de repente le recordaba a él.
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Madrid
Miguel, en cambio, se sentía atrapado entre las paredes de su departamento. Cada objeto le recordaba a ella: el sillón donde se recostaba cuando quería estar sola, la taza que había dejado olvidada en la cocina, la manta que nunca había comprado y que ahora estaba doblada en la silla.
Salió a correr por la ciudad como si intentara escapar de sí mismo. El aire frío de la tarde lo quemaba por dentro, pero no importaba. Cada zancada era un intento de vaciar el pecho de recuerdos, aunque cada paso lo acercaba más a ella en pensamiento.
Se detuvo frente a un puente, apoyado en la baranda. Sacó su celular y, sin pensarlo demasiado, escribió un nuevo mensaje:
> “Todavía te espero. Aunque sé que no debería.”
No sabía si ella lo leería. Ni siquiera sabía si aún quería que lo hiciera. Pero al menos, por esa vez, no se iba a callar lo que sentía.
Se recostó contra la baranda, dejando que el viento helado le golpeara el rostro. Cerró los ojos y pensó en cada instante que había pasado con ella: los abrazos, los silencios, las risas que se guardaban solo para ellos. El mundo seguía girando, pero él se sentía suspendido en una burbuja de dolor y añoranza.
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FLASHBACK – Buenos Aires, hace años
Una tarde cualquiera, de esas en las que el cielo se vuelve naranja y no pasa nada importante, estaban los tres tirados en el sillón de la de Manuela: ella, Sofía y Miguel, tapados con una manta de cuadros y mirando una película de terror que Sofi había elegido por puro morbo.
—¡No, no entres ahí! —gritó Sofía, tapándose los ojos pero espiando por los dedos.
—Es obvio que va a morir —comentó Manuela, con tono burlón.
—Y aún así miramos —dijo Miguel, sonriendo sin quitar la vista de la pantalla.
En algún momento, sin pensarlo, Manuela se había acurrucado a su lado. Se abrazó a él por reflejo, cuando en la película algo estalló de repente. Su cabeza descansaba sobre su pecho, sus piernas rozaban las de él. Miguel apenas respiraba. No quería arruinar el momento con un movimiento torpe. Le pasó un brazo por encima del hombro y la atrajo más, como si fuera lo más natural del mundo. Ella no dijo nada. Solo se acomodó mejor, como si su cuerpo hubiera estado esperando ese lugar toda la vida.
Eran unos niños, pero Miguel ya sabía que la amaba. No de forma dramática, no con palabras grandes, sino con esa certeza silenciosa que se instala cuando entendés que no querés vivir una vida en la que esa persona no esté.