Latidos lejanos

Capítulo 41: Empezado a armarse

MANUELA

La ciudad se teñía de naranja con el aire fresco del otoño. Los árboles perdían sus hojas y las mochilas cargaban proyectos nuevos. Todo parecía moverse hacia adelante, menos yo.

Durante semanas caminé por inercia. Terminé la cursada, dormí poco, lloré menos. No porque no doliera, sino porque ya no quedaban lágrimas. El silencio se volvió costumbre. Una forma distinta de existir: sin él.

Con Lautaro, el final llegó en una charla breve y serena, pero con el peso de lo inevitable. No había espacio para los dos en mi corazón. Él lo entendió antes que yo. Me abrazó fuerte y se fue sin mirar atrás. No sentí alivio. Tampoco culpa. Solo esa densidad que deja lo inconcluso.

Los días pasaron y seguí escribiendo mi tesis, entre cafés fríos y apuntes subrayados. Me recibí sin fiesta, sin foto con flores, sin abrazo de mamá. Solo Sofía, con ese orgullo silencioso que siempre me sostuvo.

—Estoy tan orgullosa de vos, enana —me dijo una noche por teléfono, brindando a la distancia con una copa imaginaria.

Por ella supe que Miguel estaba en Madrid. Que había vuelto apenas terminó la boda. Que Camila seguía embarazada… y que sería un varón.

No reaccioné. Escuché en silencio, mientras por dentro cada palabra se convertía en otra piedra que debía aprender a cargar sin que se me notara el temblor.

Pero al cortar, me quebré. No de dolor, sino por algo más profundo: la certeza de que aquello era definitivo. Que la historia que habíamos escrito juntos se había cerrado. Y que, por más que doliera, tenía que seguir caminando.

Empecé a salir más. A sentarme en plazas. A leer novelas que no hablaban de amor. A reconstruir una versión de mí sin ataduras. Una Manuela que respiraba con la herida a cuestas, pero con los pies firmes.

Una tarde, al salir del consultorio donde hacía mis primeras prácticas, una nena me alcanzó una flor caída del árbol.

—Es para vos, seño —dijo, y corrió.

Me quedé con esa flor en la mano, sin entender por qué los ojos se me llenaban de lágrimas. Tal vez porque algo tan simple y espontáneo me devolvía una ternura que había olvidado que merecía.

No sé si volveré a verlo. No sé si él piensa en mí mientras camina por Madrid. Pero sé que lo nuestro fue real. Que me rompió. Y que me enseñó a recomponerme, pedazo a pedazo, hasta reconocerme otra vez.

MIGUEL

Primavera en Madrid. El cielo parecía más azul de lo normal, pero era solo un engaño. Las terrazas rebalsaban de turistas, los árboles florecían, y aun así, dentro de Miguel todo seguía gris.

Estaba sentado en un banco de la plaza donde solía escribir en sus años de universidad. Tenía el celular entre las manos, aunque no llegaban mensajes. Desde que Sofía volvió a hablarle, a veces le contaba de Manuela, como si todavía existiera un puente precario entre ellos. Cada palabra suya era a la vez puñalada y alivio.

“Manu se recibió, ya es psicóloga. Estaba preciosa con el birrete. Está empezando de nuevo, con fuerza.”

Leyó ese mensaje al menos treinta veces. Y dolió cada una.

Cerró los ojos. Pudo imaginarla con la toga, los ojos brillantes, la sonrisa temblorosa. Seguramente su papá lloró. Seguramente ella pensó en él, como si aún tuviera derecho a estar ahí. Pero no. Él había perdido ese lugar. Lo había entregado, envuelto en silencios y promesas rotas, en decisiones que lo alejaron paso a paso.

Camila, mientras tanto, se movía por la casa como si fueran compañeros de piso. La panza crecía. El bebé sería un varón, según la ecografía. Miguel asintió, sonrió para la médica. Pero por dentro… por dentro era otro mundo.

No hablaban de nombres. Ni de planes. Camila dormía en la habitación donde estudiaba, decía que por la espalda, que necesitaba más espacio. Él no preguntó. Tampoco insistió.

No quedaban caricias. Ni miradas que buscaran algo. Solo días en automático, como si ensayaran una vida ajena.

Y, sin embargo, ese hijo venía. Y no tenía la culpa de nada.

A veces Miguel se quedaba en el sillón del living, intentando escribir. Pero lo único que salía eran fragmentos. Como él.

Sofía también le había dicho que Manuela ya no estaba con Lautaro. Que vive sola, tranquila. Que tiene pacientes. Que empieza a disfrutar.

Esa parte lo quebró.

La imaginó abriendo su consultorio, colgando un cartel con su nombre, llenando la mesa de plantas. Sonriendo por lograrlo.

Sin él.

Sin ellos.

Apretó el puente de la nariz con los dedos. Habían pasado meses desde la boda. Desde ese brindis envenenado. Desde el anuncio de Camila. Desde que lo vio en los ojos de Manuela: algo se rompía para siempre.

Y aún así, la soñaba. A veces suave, viéndola caminar entre calles empedradas sin decir nada. A veces cruel, despertando con el pecho ardiendo y su nombre en la garganta.

—¿Te pasa algo? —preguntó Camila una noche, viéndolo dormitar en el sillón.

—No. Nada. Solo cansado.

—Podés venir a la habitación, si querés.

—Estoy bien acá.

No hubo más.

La primavera avanzaba, pero dentro de él solo quedaban ramas secas. En la plaza, una pareja se abrazaba bajo un árbol en flor. El pelo de ella era igual al de Manuela. Casi se levantó para mirarla de cerca, pero se detuvo.

No era ella.

Ya no era ella en ningún lugar fuera de su memoria.

Subió las escaleras en silencio. Desde la puerta del cuarto, vio la silueta de Camila durmiendo, la panza redonda. No sintió ternura. Sintió culpa.

Un hijo no debería llegar desde el desamor. Y sin embargo, iba a hacer todo por ese bebé. Lo único real que le quedaba. Tal vez lo único capaz de salvarlo de sí mismo.

Fue a su escritorio. Abrió una libreta nueva. En la primera hoja, escribió:

“A vos, que aún no naciste: quiero contarte quién fui antes de olvidarme de mí.”

Y por primera vez en mucho tiempo, lloró en voz baja, como si esas lágrimas fueran piezas que volvían a encajar, aunque dolieran.




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