Manuela
La primavera la sorprendió sin pedir permiso.
Una mañana despertó con el canto de unos gorriones en la ventana y un rayo de sol colándose entre las cortinas. Sin saber bien cómo, la ciudad estaba florecida. Los balcones lucían macetas nuevas, los jazmines trepaban con descaro por las rejas y las veredas olían a perfume fresco. Niños corrían en la plaza, perros dormían al sol, ancianos contaban historias eternas en las esquinas.
Hasta el aire había cambiado. Ese mismo aire que meses atrás se le clavaba en el pecho como una astilla, ahora entraba sin resistencia. Como si su cuerpo —cansado de resistir— por fin hubiera decidido soltar.
Se miró al espejo antes de salir. El guardapolvo blanco le daba un aire de adulta que todavía no terminaba de creerse. A veces se sentía impostora, actriz de su propio papel. Pero otras, como hoy, algo dentro suyo se acomodaba y le decía: Estás donde tienes que estar.
En la puerta del pequeño consultorio del centro comunitario, un cartel nuevo:
Licenciada Manuela Moreno.
Lo leyó en voz baja. Lo repitió. Lo tocó con la yema de los dedos. Esta vez, sin lágrimas.
Lo sintió suyo.
Y no pensó en Miguel.
O no de la forma en que solía hacerlo.
Ya no era un puñal en la boca del estómago. No era un nombre que se le escapaba en sueños. Ni un rostro en cada sombra.
Ahora era apenas un eco, una silueta difusa al fondo de un recuerdo que se resistía a desaparecer del todo.
Seguía siendo parte de ella, sí, pero ya no desde el dolor. Era una cicatriz, de esas que se acarician por costumbre, no por herida abierta.
Algunos días aún dolía un poco: una canción que alguna vez bailaron, un rincón que compartieron. Pero el dolor tenía bordes suaves. No desgarraba. Solo era parte del mapa de su historia.
Había aprendido a vivir sin esa sombra sobre los hombros. A reír sin culpa. A hacer planes. A confiar en su reflejo.
Ya no era “la que lo perdió”. Ahora era simplemente Manuela. Y eso, aunque le costara admitirlo, era un logro inmenso.
Lo único que no decía en voz alta —ni siquiera a Sofía— era que, en las noches, cuando apagaba la luz, todavía lo pensaba.
No a él, quizás.
Sino a lo que soñó que podían ser.
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Miguel
El silencio en casa era ensordecedor.
Un ruido constante, casi imperceptible, lo perseguía: el sonido de todo lo que no se decía.
Camila pasaba la mayor parte del día ausente, hundida en sus pensamientos. A veces fingían entusiasmo por planes que ya no tenían alma: nombres de bebé, colores de habitación. Sonaban como padres felices… si uno no miraba demasiado de cerca.
Miguel cumplía su papel: organizaba citas médicas, hacía compras, atendía cada detalle. Todo lo que se suponía que debía hacer.
Todo, menos sentir.
Y ahí, en ese hueco, habitaba ella.
Manuela no era un pensamiento constante.
Era peor.
Era el hilo invisible que unía todo lo que le faltaba. El reflejo que aparecía en los espejos, el susurro entre la música. Lo que no había sabido soltar.
Algunas madrugadas salía al balcón, fumaba aunque odiara el sabor, castigándose. Y entonces la recordaba.
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FLASHBACK – Videollamada nocturna
Era de madrugada en Madrid. Miguel estaba sentado en el sofá, con la luz baja y el portátil abierto. El icono verde de conexión apareció en la pantalla y, de pronto, la imagen de Manuela llenó el encuadre.
—Hola… —su voz era suave, pero tenía esa cadencia que siempre lo encendía.
Ella estaba recostada en la cama, con el pelo suelto cayéndole sobre un hombro desnudo. Llevaba una camiseta fina que dejaba entrever el contorno de sus pechos. Miguel tragó saliva.
—Estás preciosa… —murmuró.
Manuela sonrió, mordiéndose el labio.
—¿Sí? Ni siquiera estoy arreglada.
—No hace falta. —Su voz se volvió más grave—. Mírate… así, tal cual, me matas.
Ella acercó la cámara un poco, y Miguel pudo ver el brillo en sus ojos.
—¿Y si te enseño algo más? —preguntó, juguetona.
Sin esperar respuesta, dejó que la camiseta cayera por un hombro hasta revelar un pecho entero. Miguel se acomodó hacia adelante, sintiendo cómo su respiración se aceleraba.
—Manu… —susurró, pero su voz ya no sonaba como una advertencia, sino como una rendición.
Ella se recostó, dejando que la cámara enfocara su cuerpo. Tenía solo una braguita negra. Con una mano se acariciaba lentamente el abdomen, bajando hasta el borde.
—Quiero que me mires —dijo ella—. Quiero que me imagines ahí.
Miguel ya estaba duro, presionando contra el pantalón de chándal. Se lo bajó despacio, sin apartar la mirada de la pantalla. Su erección palpitaba en su mano.
—Tócate… —pidió Manuela, con voz grave.
Lo hizo, siguiendo el ritmo que ella marcaba con sus dedos sobre su propia piel. La vio cerrar los ojos, morderse el labio, gemir apenas.
—Dime qué harías si estuvieras aquí —susurró ella.
—Te besaría entera… empezando por el cuello —dijo, mientras su mano se movía más rápido—. Bajaría despacio… hasta tenerte gimiendo para mí.
Ella se arqueó, deslizándose los dedos bajo la tela de la braguita. Un gemido más claro escapó de su garganta.
—Más… háblame más —pidió.
Miguel describió, con detalle, cómo la penetraría, cómo la haría correrse una y otra vez. Sus palabras se mezclaban con los jadeos de ella.
—Miguel… me voy a correr… —advirtió, con la respiración entrecortada.
—Hazlo conmigo… —le pidió.
Y fue casi al mismo tiempo: el gemido ahogado de ella y el gruñido bajo de él llenaron la llamada. Él terminó con un espasmo intenso, derramándose en su mano; ella, temblando, dejó caer la cabeza contra la almohada.
Durante unos segundos, solo se escucharon sus respiraciones aceleradas.
Ella sonrió, con las mejillas encendidas.
—Te echo de menos —dijo, con voz baja.
—Yo más… —respondió Miguel, sabiendo que esa imagen, ese momento, se le quedaría grabado para siempre.