Latidos lejanos

Capítulo 43: A la altura de la promesa

El quirófano olía a desinfectante y luces blancas. Todo era tan frío, tan técnico, tan distante del vértigo que uno imagina cuando sueña con el nacimiento de su primer hijo. Nada de lo que había imaginado se parecía a esto. Las películas mentían. Las fotos también.

Miguel tenía las manos sudadas, apretadas en un puño sobre la campera que no sabía si sacarse o abrazar. Permanecía de pie frente al vidrio, sin parpadear. Los médicos se movían como autómatas, entre bisturíes y monitores que pitaban con un ritmo constante. Todo sucedía demasiado rápido y, al mismo tiempo, como en cámara lenta.

Camila gritaba.

Sus quejidos le taladraban el pecho. No eran solo gritos de dolor; había en ellos algo más profundo, algo animal, como si su cuerpo se partiera en dos, como si estuviera abriendo una puerta a otra vida mientras la suya quedaba suspendida.

Una enfermera se acercó y le hizo una seña con la mano. Tranquilo, le dijo sin palabras. Pero Miguel no se movió.

Solo podía mirar.

El tiempo se quebró en el instante exacto en que lo escuchó.

Un llanto.

Agudo. Nuevo. Vivo.
Como un aullido de luz en medio de ese paisaje estéril y blanco.
Un bebé.

Su hijo.
Su hijo.

Y entonces el mundo dejó de ser lo que era.

Sintió algo dentro suyo romperse y reconstruirse al mismo tiempo. Un amor inmediato, visceral, primitivo. Algo que no se piensa, que no se elige. Pero también un dolor que se instaló como una sombra en la nuca. Una grieta sin nombre, justo donde deberían estar la plenitud y el alivio.

Porque en esa escena de película —donde todo debería ser ternura, lágrimas felices y abrazos— él se sentía partido.

No podía explicarlo. Tenía un hijo. Un hijo. Lo sabía. Lo veía. Pero una parte de su alma seguía detenida en otro tiempo, en otra ciudad, en otro abrazo que no era este.

Lo dejaron entrar unos minutos después.

Camila, exhausta pero luminosa, lo miró desde la camilla. Tenía los ojos vidriosos, pero no por él. En su rostro había una paz que él no compartía. Una felicidad que no lograba tocarlo.

Una enfermera acomodó al bebé en sus brazos.

—Bautista —dijo Camila sin mirarlo, como si ese nombre fuera lo único que aún los uniera.

Miguel sintió el peso leve y cálido del bebé sobre su pecho. Lo miró. Tan pequeño. Tan suyo. Tenía la nariz redonda, los párpados apenas hinchados. Su piel olía a leche, a inicio, a algo completamente nuevo.

—Hola, hijo… —susurró él con la voz quebrada.

El bebé bostezó.

Y Miguel lloró.

No de alegría, exactamente. Lloró de todo. De miedo. De amor. De culpa. De desubicación. De cansancio acumulado. De palabras que no podía pronunciar.

Se sentó al lado de la cuna térmica y lo acarició con un dedo. La piel del bebé era tan suave que daba miedo. Bautista abrió apenas un ojo, y por un instante fugaz, sus miradas se encontraron.

Y entonces Miguel se prometió algo.

—Voy a intentarlo. Por vos. Aunque no sepa cómo. Aunque por dentro me esté desarmando, hijo… voy a intentarlo. Te juro que haré todo lo posible para que tengas una familia. Aunque tenga que aprender a querer desde otro lugar. Aunque ya no sepa amar a tu madre.

No sabía de dónde salían esas palabras. No eran heroicas. Ni seguras. Pero eran reales.
Eran lo único que podía ofrecerle.

Camila lo observaba desde la cama, en silencio. Ya no había gestos de ternura entre ellos, ni caricias robadas. Solo una especie de alianza tácita, una tregua permanente que los unía en ese niño que ahora dormía, ajeno a todo.

—¿Querés que lo tenga yo un rato? —preguntó ella con voz ronca.

Miguel asintió, se acercó con cuidado y se lo pasó entre los brazos. Camila lo recibió con manos temblorosas y lo acomodó con naturalidad en su pecho.

Y por un instante, Miguel los miró: madre e hijo. Una imagen que debería haberlo conmovido hasta lo más hondo.
Y sin embargo, sintió frío.
Una distancia intangible que lo envolvía incluso en ese momento tan vital.

Camila le acarició el pelo al bebé.

—Mirá a tu papá… —le dijo al recién nacido sin mirarlo—. Te va a cuidar siempre.

Él tragó saliva. Había algo en esa frase que le ardía.
¿Cuidar siempre?
¿Cómo se cuida algo que nace sobre cimientos resquebrajados?
¿Cómo se es un buen padre cuando uno se siente a la deriva?

Horas después, ya en la habitación, mientras Camila dormía profundamente, Miguel se levantó y salió al pasillo con el celular en la mano.
Caminó hasta una máquina expendedora solo para hacer algo, cualquier cosa que no fuera quedarse quieto.

Tenía un mensaje de Sofía.

Tres palabras.

“Ya lo sabe.”

No necesitaba más explicación.

Sabía que hablaba de Manuela.
Sabía que, de algún modo, la noticia le había llegado.
Que ahora ella sabía que su hijo había nacido.
Que él estaba allá, lejos, cumpliendo con lo que la vida había puesto frente a él… aunque su corazón estuviera del otro lado del océano.

Miró la foto del bebé que acababa de tomar.
Era hermosa. Pero le dolía.

El pecho le latía con una fuerza muda.
Y sin pensarlo demasiado, escribió un mensaje que no pensaba enviar:

> “Manu. Hoy nació mi hijo. Y aunque nada de esto sea como lo soñé, lo voy a cuidar con todo lo que tengo. Solo quería que lo supieras. Porque todavía te llevo conmigo, aunque ya no pueda decirlo en voz alta.”

Lo leyó una vez más.
Y luego lo guardó en borradores.

No apretó “enviar”.
No lo borró.

Simplemente… lo dejó ahí. Como a ella. Como a todo.

Se apoyó contra la pared del pasillo, con la mirada clavada en el techo, la boca seca y los ojos ardiendo.

Y una sola frase mordiéndole el pecho:

¿Y ahora qué?

Porque sí, había nacido su hijo.

Pero también, había muerto una versión de él mismo que ya no volvería.

Y mientras escuchaba un carrito pasar, un médico bostezar al fondo, mientras sentía cómo el mundo seguía girando como si nada, él pensó en otra cosa.
Un instante fugaz. Un pensamiento que lo desgarró más que el parto mismo.




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