Latidos lejanos

Capítulo 44: Entre lágrimas y esperanza

Perfecto, este capítulo ya tiene una gran fuerza emocional: silencios cargados de sentido, diálogos íntimos, la noticia que marca un antes y un después. Para llevarlo a unas 1800 palabras y mejorarlo, podemos:

Expandir la atmósfera inicial: dar más detalles del departamento, del después de la tesis, de cómo percibe el silencio ahora que ya no hay exigencias.

Profundizar en la voz interna de Manuela: sus miedos, la sensación de haber perdido un rumbo, las contradicciones entre lo que sueña y lo que teme.

Dar más peso a la noticia: hacer que el momento en que Sofía le dice “nació” tenga todavía más impacto sensorial y emocional, con recuerdos fugaces de Miguel y el contraste con lo que ella vive ahora.

Ampliar la conversación: dejar que Sofía y Manuela hablen un poco más del bebé, del propio Miguel, de ellas mismas como amigas.

Extender la resolución: profundizar en el deseo de viajar, en lo que significa para ella Lisboa, en lo que espera (o teme) encontrar en ese viaje.

Aquí te paso una versión revisada y expandida, llevada a alrededor de 1800 palabras:

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Capítulo — Cicatriz que sana

El departamento de Manuela estaba sumido en una calma casi reverente, ese tipo de silencio que queda cuando la mente y el corazón piden tregua para ordenar sus tormentas internas. Un silencio vivo, lleno de memoria. No había ruido, ni voces, ni apuro. Solo el eco de su propia respiración rebotando en las paredes recién pintadas, y el tictac pausado del reloj que colgaba sobre la cocina, marcando un tiempo que parecía ajeno a ella.

Ya no estaban los apuntes desparramados sobre la mesa, ni los cafés fríos a medio tomar que habían poblado sus días como soldados derrotados. No había pilas de libros abiertos con posits de colores gritándole fechas, entregas, exámenes. Ese caos organizado que había sido su vida durante años se había desvanecido casi de un día para el otro.

La tesis había quedado atrás. Era oficial: se había recibido. Licenciada. Psicóloga.

Durante meses, incluso años, había soñado con ese instante. Imaginó lágrimas de alegría, la sensación de victoria, un alivio tan grande que casi doliera. Pero cuando por fin le entregaron ese título, tan esperado y soñado, el papel le pesó como una piedra. No le trajo la euforia que esperaba. En su lugar, la invadió una extraña liviandad que pronto se transformó en vacío.

Como si la cuerda que la había mantenido en tensión constante —esa que la obligaba a levantarse, a correr, a seguir— se hubiera cortado de golpe, dejándola suspendida en el aire, cayendo lentamente en un espacio donde ya no había tareas urgentes ni objetivos definidos. Solo la pregunta muda: ¿y ahora qué?

Se sentó frente a la ventana con un mate tibio entre las manos. Lo sostuvo como si ese ritual cotidiano fuera lo único sólido que quedaba. Afuera, las hojas de los árboles se mecían con una dulzura calma que contrastaba con la tempestad que aún se agitaba dentro suyo. El cielo tenía ese azul limpio que aparece después de varios días de lluvia, como si hasta el universo estrenara una versión más clara de sí mismo.

Manuela cerró los ojos un instante. Se permitió imaginarse lejos. Caminando por calles desconocidas, sin mapas ni relojes, respirando olores nuevos, escuchando idiomas que no entendiera. Quería perderse para reencontrarse. Quería empezar de cero, sin la sombra de lo vivido acechando cada paso.

Justo entonces, el teléfono vibró.

Abrió los ojos despacio, como si el sonido hubiera roto un hechizo. Miró la pantalla.

Era un mensaje de Sofía.
“¿Podemos hablar?”

El corazón le dio un vuelco, un salto extraño que no supo explicar. Tres palabras, tan simples, y sin embargo le erizaron la piel como si presintiera que detrás de ellas había algo más. Dudó un instante, con el pulgar suspendido sobre la pantalla. Luego, con un suspiro largo, la llamó.

La voz de su amiga sonó al instante, cargada de algo que Manuela no supo descifrar del todo.
—Hola, Manu.

—Sofi… —respondió ella, intentando mantener la voz serena—. ¿Pasó algo?

Del otro lado, el silencio duró apenas un par de segundos, pero fue suficiente para confirmar que sí, que algo había pasado.

—Nació —dijo Sofía, sin rodeos, pero con ternura—. Bautista ya está acá.

El mundo se detuvo. Literalmente. El zumbido del ventilador pareció apagarse. La luz de la tarde cambió de tono, volviéndose más densa, más grave. El aire mismo se espesó, como si cada partícula exigiera un esfuerzo mayor para entrar en sus pulmones.

Manuela apretó el mate con fuerza, como si esa calabaza pudiera anclarla a la realidad.
—¿Cuándo? —logró preguntar, con un hilo de voz.

—Esta madrugada. Fue todo bien. Camila está cansada, pero bien. Y él… —Sofía hizo una pausa breve, como si midiera cada palabra—. Miguel no paraba de llorar. Nunca lo vi así.

Manuela cerró los ojos. Una parte de ella quiso colgar de inmediato, huir del peso de esas frases. Otra, en cambio, se obligó a quedarse. A no escapar.

—¿Él… él pidió que me lo contaras vos? —preguntó, casi inaudible.

—Sí —confirmó Sofía, bajito—. Me lo dijo anoche, antes de entrar a la sala. “Decíselo vos”, me pidió. “Ella merece saberlo primero por vos. No por las redes. No por nadie más”.

Una lágrima se deslizó sin permiso por la mejilla de Manuela. La limpió con el dorso de la mano, con rabia contenida. No quería llorar. No por esto.

—Gracias por decírmelo —dijo, tragando saliva—. De verdad. Aunque duela.

—¿Querés que te cuente algo más? —preguntó Sofía con cuidado.

Manuela dudó. Se mordió el labio. Finalmente asintió, aunque la otra no pudiera verla.
—Sí. Quiero saber.

—Estuve con él un rato después. Estaba en shock. Se reía, lloraba, no podía dejar de mirarlo. Le temblaban las manos cuando lo alzó. Y cuando me lo presentó… dijo algo que me partió al medio.

El corazón de Manuela latía tan fuerte que le dolía en el pecho.
—¿Qué?




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