Latidos lejanos

Capítulo 45: La calma que vino después

Habían pasado dos años. Dos años que se sintieron, por momentos, como una eternidad y, en otros, como un parpadeo. Madrid seguía siendo la misma ciudad bulliciosa, de atardeceres dorados y cafés repletos de conversaciones ajenas. Pero Miguel ya no era el mismo.

La vida lo había atravesado, despacio y sin pausa. Se notaba en la forma en que caminaba más despacio, en la manera en que su mirada se perdía por la ventana cada noche cuando Bautista ya dormía. En el tono calmo con el que ahora respondía a las preguntas difíciles. En el cansancio que se le colaba en los hombros, pero también en la ternura incondicional que le brotaba al mirar a su hijo.

Bautista tenía casi dos años. Caminaba con decisión, a veces tambaleándose, otras con una seguridad que a Miguel le causaba una mezcla de orgullo y temor. Empezaba a hablar con frases cortas, llenas de gracia, como si el mundo fuera un juego recién descubierto. Tenía los ojos de Camila, pero su sonrisa… esa sonrisa era idéntica a la de Miguel. Y a veces, cuando reía fuerte, Miguel juraba ver en ella una chispa lejana, un recuerdo, una voz.

La convivencia con Camila había durado menos de lo que imaginaban. Apenas unos meses después del nacimiento de Bautista, todo se volvió insostenible. Las diferencias, el silencio constante, las discusiones cada vez más ásperas. Compartían el mismo techo, pero no la misma vida. Miguel dormía en el sillón, Camila en la habitación, y entre ambos sólo había un niño que no entendía por qué su casa estaba tan llena de ausencias.

La separación fue inevitable. Dolorosa, sí, pero necesaria. Y aunque hubo reclamos, lágrimas y un largo proceso legal que parecía no terminar nunca, lo único que ambos tenían claro era que Bautista no cargaría con sus errores.

—Papá —dijo el niño una tarde, mientras Miguel lo alzaba para mirar por la ventana—. ¿Mamá?

—En su casa, amor —respondió, acariciándole el cabello—. Y seguro te extraña mucho.

Bautista asintió como si entendiera todo. Después estiró los brazos hacia su oso de peluche y cambió de tema, como hacen los niños, con esa capacidad mágica de saltar del dolor al juego sin esfuerzo.

Miguel lo miró en silencio, apretándolo un poco más fuerte contra su pecho. A veces se preguntaba si estaba haciendo las cosas bien. Si podía ser suficiente. Si su hijo, algún día, iba a entender por qué todo se desmoronó antes siquiera de poder armarse.

Había noches en que lo abrazaba mientras dormía y le prometía en voz baja que iba a intentar hacerlo mejor. Que por él iba a volver a creer en algo parecido a la esperanza. Que iba a sanar todo lo que aún le dolía. Incluso lo que no decía.

Porque aunque había aprendido a convivir con la ausencia de Manuela, había momentos —breves, punzantes— en los que todavía la buscaba en lo cotidiano. En una canción. En una taza de té. En los nombres que no decía cuando le preguntaban por su historia.

No sabía nada de ella desde hacía tiempo. Sofía a veces le enviaba alguna que otra noticia suelta, una foto, un mensaje al pasar. Sabía que Manuela había hecho un viaje por el mundo, que había recorrido países sola, con su mochila y sus libros, como una forma de volver a armarse desde los escombros. Que se había recibido de psicóloga y que, según Sofía, estaba luminosa, como si por fin respirara sin pedir permiso.

Miguel sonreía cuando la imaginaba así. Y dolía. Dolía porque no estaba. Porque no podía contarle de Bautista. Porque no podía decirle cuánto la admiraba por haberse salvado a sí misma.

Pero también sentía algo nuevo. Serenidad.

No estaba bien del todo. Pero ya no estaba roto.

Y eso, pensó, mientras Bautista se acurrucaba en su pecho como cada noche, ya era muchísimo.

Hubo una tarde, gris y lenta, en que Miguel encontró una vieja caja de recuerdos. Dentro, había cartas que nunca envió, fotos de cuando era joven, y una servilleta doblada con la letra apurada de Manuela: "No te olvides de reír, incluso cuando cueste."

La sostuvo largo rato entre los dedos. No sabía por qué la había guardado, pero ahora parecía tener un peso especial. Se sentó en el sillón, con la caja en las piernas, mientras Bautista dormía la siesta. El silencio de la casa era casi sagrado.

Recordó su voz. El modo en que decía su nombre cuando se enojaba. El olor de su pelo mojado después de la lluvia. El tacto de sus dedos finos sobre su espalda. Se permitió llorar. No como antes, con bronca o desesperación. Lloró suave. Con nostalgia. Con gratitud. Con amor.

Después, tomó el celular. Entró a Instagram, buscó su perfil. Estaba privado, pero la foto de perfil era nueva. Manuela sonreía con un gorro de lana en lo alto de una montaña. Se veía libre. Radiante. Lejos.

Pensó en escribirle. Pero no lo hizo.

En su lugar, abrió el bloc de notas y escribió:

"Te deseo días suaves, Manu. Días con música que te guste, con libros que te hagan llorar, con personas que te abracen sin pedirte nada. Te deseo un amor que no te quite la voz. Y, sobre todo, te deseo paz. Esa que tanto buscábamos sin saberlo."

Guardó el texto sin enviarlo. Lo dejó ahí. Como un pequeño ritual. Como un cierre posible.

Esa noche, mientras le leía un cuento a Bautista, sintió que algo en su interior se acomodaba. No era resignación. Era otra cosa. Era madurez. Era amor sin reclamos.

—Papá, ¿amo? —preguntó Bautista, interrumpiendo la historia.

Miguel se rió bajito y le besó la frente.

—Con todo lo que soy, hijo.

—¿Y mamá?

Miguel dudó. Luego respondió con la verdad que su hijo merecía.

—También. De otra manera. Pero también.

Bautista sonrió, satisfecho. Luego volvió a acurrucarse entre sus brazos, y al cabo de unos minutos, dormía.

Miguel lo observó un rato más, antes de apagar la luz. El silencio de la habitación le trajo una calma nueva.

Sí, había pasado mucho.

Pero también quedaba tanto por vivir.

Y ahora, por fin, tenía fuerzas para hacerlo.




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