Latidos lejanos

Capítulo 46: El mapa que no incluía Madrid

Hay lugares que te esperan sin preguntas. Lugares que, sin conocerte, abren sus puertas como si supieran que llegás con el alma hecha trizas, y te reciben con una calma inesperada, una quietud que parece envolverte y susurrarte que todo va a estar bien, aunque vos no lo creas todavía. Y hay otros —los más peligrosos— que no podés pisar sin que algo se quiebre adentro, como si tus propios pasos activaran viejos dolores dormidos, como si la tierra misma recordara y despertara las heridas que creías enterradas. Para mí, ese lugar siempre fue Madrid.

Recorrí ciudades que nunca imaginé que vería con mis propios ojos. Me perdí en calles que hablaban otros idiomas, entre gente que no conocía, con historias que no eran mías pero que, de algún modo, me abrazaban con su humanidad. Vi amaneceres desde trenes lentos en Italia, donde el paisaje se deslizaba en cámara lenta, como si el mundo supiera que necesitaba tiempo para sanar. Lloré bajo un cielo naranja en una playa desierta de Grecia, con las piernas metidas en el mar y el corazón apretado, como si el agua pudiera limpiar algo más que la piel. Me sumergí en mercados ruidosos de Marruecos, entre aromas nuevos, colores imposibles y voces que no entendía, pero que me envolvían con su energía vital, como una promesa de renacer. Me senté en los bordes del mundo en el sur de Portugal, dejando que el viento me despeinara los miedos, como si pudiera arrancarlos de raíz y esparcirlos por el océano.

Entre ciudad y ciudad, construí una rutina que me sostuvo, aunque no lo pareciera. Seguía trabajando. Atendía a mis pacientes de forma virtual, desde hostels silenciosos, departamentos prestados o cafés con WiFi inestable. Mis horarios eran flexibles, mis espacios cambiaban cada semana, pero mi alma seguía en pausa, a la espera de algo que no sabía bien qué era. Escuchar sus historias me anclaba. Me recordaba quién era, más allá del dolor, y me devolvía una certeza que todo lo demás parecía haberme quitado: la capacidad de acompañar a otros, incluso cuando yo misma estaba en plena reconstrucción.

Aprendí a andar sola. A confiar en mi instinto, aunque me temblaran las piernas. A equivocarme y a reconocerlo. A pedir ayuda en idiomas que no dominaba, a veces con mímica, otras con palabras apenas entendidas. Aprendí a aceptar que hay días en los que no hace falta sonreír. Y también, a celebrar las pequeñas cosas: encontrar un café abierto en medio de una tormenta, cruzarme con una canción familiar en un lugar ajeno, dormir sin pesadillas y despertar sin el peso del recuerdo inmediato.

Cada vez que alguien me preguntaba si pensaba volver a España, sonreía con incomodidad. Lo evitaba. Incluso cuando el vuelo me obligó a hacer escala en Madrid, no salí del aeropuerto. Me quedé ahí, en tierra de nadie, esperando horas entre cafés fríos, auriculares puestos y libros mal leídos, mientras espiaba de reojo esas puertas que daban a una ciudad que me dolía como una herida que se negaba a cicatrizar.

Porque Madrid no era solo una ciudad. Madrid eran él. Sus manos, su voz, esa mirada de los domingos que todavía me perseguía en sueños. Madrid eran sus ausencias también, esos silencios que llenaban habitaciones enteras. Madrid eran los planes que no hicimos, los reencuentros que imaginé mil veces, las palabras que quedaron atrapadas entre llamadas perdidas. Era todo lo que podría haber sido y no fue. Una ciudad que me abrazaba y me lastimaba al mismo tiempo.

Una tarde, recibí un mensaje inesperado de Sofía.

—Manu, estoy en Madrid —escribió—. Pasé a visitar a Miguel y a Bautista.

Sentí que el corazón se me encogía.

Le contesté sin dudar:

—¿Cómo están?

—Bautista es un terremoto de energía. Miguel parece cansado, pero feliz en sus silencios. Me dijo que te extraña, aunque no sabe cómo decirlo sin doler.

—¿Pudiste hablar con él? —pregunté, la voz temblorosa.

—Un poco. Estuvimos en el parque con Bautista. Te juro que el nene se parece tanto a Miguel —me respondió—.

—¿Y Camila? —quise saber.

—No sé mucho. Están separados. Las cosas no funcionaron después del nacimiento de Bautista. Pero Miguel me pidió que te diga que está tratando de ser mejor, por Bauti y por él.

Me quedé en silencio frente al teléfono, dejando que las palabras de Sofía se filtraran en mi pecho.

—¿Cómo lo ves? —le pregunté, casi sin esperanza.

—Con más paz de la que esperaba —dijo Sofía—. No es el mismo hombre que conociste, pero hay algo en su forma de mirarlo a Bautista que me hizo pensar que, a pesar de todo, está encontrando su camino.

—¿Creés que algún día podríamos encontrarnos? —me animé a preguntar.

—No sé —respondió con sinceridad—. Pero por ahora, está bien que sigas haciendo tu viaje. Que termines de encontrarte a vos misma.

—Gracias, Sofi. Por ser mi puente.

—Siempre, Manu. Aunque estés a miles de kilómetros, siempre voy a estar acá.

Colgué el teléfono y me quedé mirando la ciudad que se extendía frente a mí, una mezcla de luces y sombras, de pasado y futuro. Madrid seguía siendo un territorio difícil, pero por primera vez sentí que podía atravesarlo sin perderme.

A veces, por las noches, pensaba en Bautista. Me lo imaginaba chiquito, con sus ojos grandes, con su sonrisa tímida, caminando por alguna casa que no era la mía. Ese bebé que era la mezcla más pura y frágil de lo que no fuimos. Me dolía, pero también me enternecía. Sofía me contaba lo curioso que era, lo mucho que hablaba, lo parecido que era a Miguel cuando tenía su edad. Supe también que Miguel se había separado de Camila. Pero no lo supe con alivio ni con esperanza. Lo supe con una tristeza distinta, una pena que no tenía forma, como si el tiempo ya hubiera dictado su sentencia. Como si él mismo supiera que, aunque quisiera, ya no podía ser lo mismo.

Yo también había cambiado. Ya no era esa Manuela que esperaba mensajes a medianoche o que se rompía en silencio. Me hice fuerte, aunque a veces no supiera cómo sostenerme. Aprendí a no correr detrás de lo que huye, a no mendigar afectos. A amar desde un lugar más libre, más real, aunque eso implicara aprender a soltar. Una Manuela que ya no vivía esperando, pero que todavía sentía, todavía soñaba, todavía dolía.




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