Latidos lejanos

Capítulo 47 – La herida compartida

Manuela llegó al hospital con un ramo de flores envuelto en papel fino y un libro que había comprado esa misma mañana. No lo había elegido al azar: pensó en Sofía, en lo que le gustaba leer, en cómo acompañarla aunque no supiera bien cómo. Caminaba despacio por el pasillo largo, dejando que sus pasos resonaran sobre el piso encerado. Ese olor inconfundible a desinfectante, los murmullos apagados de médicos y familiares, el vaivén de camillas. Todo le recordaba lo frágil que puede ser la vida cuando de pronto se detiene en un hospital.

Sabía que no sería fácil verla. No después de todo lo que había pasado. Habían compartido tanto —viajes improvisados, noches de confidencias, risas hasta el amanecer— y también habían soportado silencios pesados, de esos que dejan preguntas en el aire. Pero Sofía era su amiga. Su hermana de la vida, aunque a veces esa hermandad se viera puesta a prueba por la distancia y los secretos.

Respiró hondo frente a la puerta y entró sin golpear. No necesitaba permiso para cruzar ese umbral.

Sofía estaba sentada, con los ojos clavados en la ventana. Parecía mirar hacia un mundo que estaba ahí afuera, pero que no alcanzaba a ver del todo. La bata blanca del hospital envolvía su cuerpo frágil, pequeño, casi perdido en la silla. Y sin embargo, en sus ojos hinchados por el llanto, brillaba algo más profundo: la tristeza infinita de la pérdida y, escondida muy adentro, la fuerza silenciosa de alguien que siempre resistió la tormenta.

—Hola, loca —susurró Manuela, con una ternura antigua, dejando las flores con cuidado sobre la mesita de luz.

Sofía giró la cabeza despacio. Sus ojos se encontraron y, en ese instante, las palabras se volvieron inútiles. Sin mediar explicación, Sofía rompió en llanto. Sollozos contenidos, desgarradores, que llenaban el cuarto con un dolor casi físico. Manuela se acercó sin apuro, como si cada paso debiera pedir permiso. Se sentó a su lado y tomó su mano con suavidad, envolviéndola como si fuera lo único que podía ofrecerle.

No había discursos posibles. Ni frases de consuelo. Solo un mutuo sostenerse en el silencio.

El tiempo se detuvo. Afuera, un carrito metálico pasó por el pasillo, alguien tosió en otra habitación, una enfermera se rió bajo. Pero allí dentro, solo existían ellas dos y el dolor compartido.

—No sabés cuánto te necesitaba —dijo Sofía finalmente, con voz temblorosa, apenas un hilo que rompía el aire quieto.

Manuela apretó los labios, tragándose las lágrimas que amenazaban con salir.
—Yo también necesitaba estar acá —respondió—. Contarte que no estás sola.

Sofía asintió despacio, como si esas palabras fueran un ancla. Y así, sin más, se dejó caer en el alivio de estar acompañada.

Las horas pasaron con calma frágil. Hablaron poco, se sostuvieron mucho. El cansancio terminó venciendo a Sofía, que se durmió con la respiración entrecortada. Manuela la observó un instante, con la ternura de quien contempla a alguien que ha sido sostén tantas veces y ahora necesita ser sostenida.

Decidió salir a buscar un café. Necesitaba aire, un respiro. En el pasillo, el aroma del café de máquina se mezclaba con el del cloro y la cera del piso. Caminaba con el vaso de cartón caliente en la mano cuando escuchó unos pasos detrás suyo. No tuvo que darse vuelta para reconocer esa voz.

—Manu…

El nombre la atravesó como un eco. La voz de Miguel. Suave, cansada, cargada de sorpresa y un dejo de miedo.

Se giró despacio, casi en cámara lenta, como si el tiempo se hubiera detenido solo para ellos dos.

Ahí estaba Miguel. Más delgado, el rostro marcado por los años y el peso de las ausencias. Las arrugas en su frente eran nuevas, sus ojeras profundas, y aquella sonrisa fácil que solía encenderlo ya no estaba. En su lugar, una expresión que hablaba de cansancio y de ternura apagada.

—Hola —dijo Manuela, apenas audible.

Se miraron largo rato. Segundos que parecían interminables, en los que midieron si todavía podían encontrarse o si era mejor seguir sosteniendo la distancia. Entre ellos se posó una verdad pesada: habían sido tanto, y a la vez, ya no eran nada.

—No sabía que habías vuelto —dijo él, con la voz temblorosa—. Pensé que tal vez no… no te animarías.

Ella bajó la mirada hacia el vaso de café, como buscando refugio en ese calor barato.
—Hace un tiempo ya. No fue fácil.

—Yo vine apenas me enteré —respondió Miguel, con los ojos clavados en el suelo, incapaz de sostener la mirada de ella.

El silencio se alargó. Esa pausa incómoda estaba cargada de lo que no se habían dicho en años: reproches, añoranzas, excusas, ternuras malgastadas.

—Lo siento tanto, Miguel —susurró Manuela al fin—. Por lo del bebé. Por lo de Sofía…

Él levantó la vista despacio. Sus ojos brillaban con tristeza.
—Es tan injusto… —murmuró, como si el aire mismo le pesara—. Ella merecía otra cosa.

Manuela apretó el vaso hasta sentir cómo el cartón se deformaba.
—Ella estaba feliz… —añadió él, la voz quebrada—. Y nosotros no pudimos protegerla.

Las palabras quedaron suspendidas entre ellos, duras como piedras.

Manuela quiso acercarse, rozar su brazo, decirle que no estaba solo. Pero sus pies se quedaron clavados al piso. El silencio volvió a ser un refugio incómodo.

—Sofía nos necesita fuertes —dijo entonces, casi en un murmullo, como quien se convence a sí misma—. Y nosotros también.

Miguel la miró por primera vez con algo distinto: no era solo dolor, había también gratitud. Una sonrisa leve se asomó en sus labios, frágil pero sincera.
—Yo necesitaba verte —confesó, bajando la guardia—. Aunque no supiera cómo hacerlo sin que doliera.

Manuela sintió que algo se quebraba dentro. Esa grieta que había intentado cerrar con distancia y viajes se abría de nuevo, sin pedir permiso.

—¿Querés subir? —preguntó él después de un silencio—. Seguro se alegra si nos ve juntos.

Ella dudó. Miró la puerta del cuarto, se imaginó a Sofía durmiendo, despertando y viéndolos ahí, a los dos. Recordó cuánto la vida los había separado y cuánto los seguía uniendo, aunque doliera.




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