El último atardecer en Mendoza parecía resistirse a partir. El cielo se demoraba en ese instante exacto en el que los colores se mezclan sin prisa: rosados que se deshacían en naranjas suaves, pinceladas lilas que se aferraban al borde de las montañas, como si alguien hubiera querido pintar sobre la cordillera con manos cuidadosas. Las nubes, algodonadas y lentas, vagaban sin dirección clara, reflejando destellos que se apagaban a medida que la tarde se estiraba. Una brisa tibia cruzaba el jardín de la cabaña, moviendo apenas las hojas secas que descansaban en el suelo, llevando consigo un olor a tierra húmeda y a leña recién encendida en alguna casa cercana.
Allí, en ese rincón escondido de las montañas, Miguel y Manuela compartían un silencio distinto. Estaban sentados en el escalón de piedra de la galería, hombro con hombro, con dos tazas humeantes de té entre las manos. Sofía, antes de acostarse, les había dejado las tazas con ese gesto suyo que combinaba cuidado y discreción, como si supiera que ellos necesitaban ese momento a solas.
El silencio no incomodaba. Era un silencio lleno de sentido, de agradecimientos no dichos, de palabras que se sabían innecesarias. El aire mismo parecía estar cargado de memorias compartidas: las risas contenidas en la cocina, las conversaciones de madrugada, las caminatas en la viña cercana, los silencios cargados de preguntas que nunca llegaron a estallar. Todo eso estaba impregnado en la cabaña, en cada rincón, en el modo en que se miraban sin apuro.
—No pensé que me iba a costar tanto irme —confesó Miguel, mirando hacia la montaña. Su voz sonaba más baja de lo habitual, como si el aire de Mendoza le arrancara una melancolía que él no solía mostrar. Había en su tono un peso, una verdad que se colaba entre cada palabra.
Manuela bajó la vista hacia su taza de té, sonrió de manera leve, casi resignada.
—Yo tampoco —dijo, jugando con el borde de la taza entre los dedos—. Y eso que juré no volver a confiar en vos tan rápido.
La frase, disfrazada de broma, llevaba detrás un hilo de sinceridad. Un recuerdo de los muros que había construido en otro tiempo.
Miguel giró despacio la cabeza y la miró. La luz cálida del atardecer caía sobre su rostro, y por un instante él pensó que quería guardar esa imagen para siempre, como si fuera la última fotografía de un álbum íntimo.
—Y sin embargo... —dijo, ladeando una sonrisa cansada— acá estamos.
Ella levantó la vista, y su mirada lo encontró con calma.
—Acá estamos —repitió, en un murmullo—. Y no me arrepiento.
Las palabras quedaron flotando, suaves, como un soplo que no necesitaba más explicación. La noche comenzaba a acercarse despacio. El aire se enfriaba, pero ninguno hizo el ademán de entrar. Permanecían allí, anclados en el escalón, conscientes de que adentro estaba la rutina, la inercia de los días, y afuera, bajo el cielo, la pausa perfecta que ambos necesitaban.
Miguel tomó aire y se atrevió a preguntar lo que venía guardando desde que empezaron a hablar de su regreso.
—¿Y ahora qué? —su voz tembló apenas, pero la honestidad era clara—. Vos a Buenos Aires, yo a Madrid… y la vida, justo ahí, en medio.
Manuela lo miró, sin prisa, como si quisiera elegir con cuidado las palabras. Había en sus ojos un brillo sereno, esa ternura que solo nace de la complicidad.
—Ahora... seguimos —dijo finalmente, tras una pausa—. No sé cómo, ni con qué frecuencia, ni de qué manera. Pero quiero que sigamos. No quiero perder esto. Me hace bien hablar con vos, verte con Sofi, escucharte hablar de Bautista.
Al pronunciar el nombre de su hijo, Miguel sintió que algo dentro suyo se iluminaba. Esa mezcla de orgullo y vulnerabilidad que solo se despierta cuando alguien nombra lo más preciado.
La miró con ternura, reconociendo en ella una mujer distinta a la que había conocido tantos años atrás. Ya no era la adolescente de mirada encendida, ni la mujer herida que le cerró las puertas del corazón con un portazo. Era ahora una presencia cálida, un refugio, un cable a tierra. Una certeza distinta.
—No voy a desaparecer —dijo Miguel, con firmeza, inclinándose hacia ella—. No esta vez. Prometo escribirte, llamarte, contarte de Bautista, de mis días. Y vos me contás de los tuyos, de tus pacientes locos y tus teorías del caos emocional.
Manuela rió. Esa risa, espontánea y genuina, lo desarmaba. Siempre había sido así. Sonaba como un chispazo de vida, como un recordatorio de que aún quedaban fuegos encendidos en medio de tanta calma.
—Va a ser raro —admitió ella, volviendo a sonreír—. Volver a la rutina sabiendo que ya no vamos a cruzarnos en la cocina, ni discutir quién lava los platos.
—Ni pelear por cómo tomar el mate —sumó él, con complicidad.
Los dedos de Miguel rozaron los de Manuela, un contacto apenas perceptible, casi un accidente. Pero ninguno se retiró. Ese roce mínimo cargaba más verdad que mil palabras.
El silencio se volvió denso, consciente. Como si la noche entera contuviera el aliento esperando una respuesta.
—Gracias por todo esto —dijo Manuela de pronto, con la voz quebrada por la emoción—. Por bancarme, por no apurarme, por venir. Por ser vos.
Miguel tragó saliva. La garganta se le cerraba, pero logró hablar.
—Gracias a vos por dejarme estar —respondió, mirándola con esa profundidad que solo se logra cuando el tiempo ha desgastado y curado al mismo tiempo—. A veces siento que lo nuestro ya no es lo que fue. Pero también sé que ahora es algo distinto. Igual de fuerte, aunque diferente.
Ella asintió, llevándose la mano libre al rostro de Miguel, rozándole la mejilla con una caricia suave.
—Lo es —susurró—. Es más real. Más libre. Ya no duele. O duele menos. No sé. Pero lo acepto.
Miguel cerró los ojos un instante, guardando la sensación de su mano sobre la piel, como si pudiera atesorarla en un rincón secreto de la memoria.
—Me vas a hacer falta, Manuela.