El otoño en Buenos Aires llegó casi sin avisar. Manuela cerraba su laptop en el consultorio cuando sintió esa brisa húmeda que le erizaba la piel, esa que siempre le recordaba que los ciclos se cerraban para abrir otros nuevos. Habían pasado semanas desde la despedida en Mendoza, y a veces aún le costaba creer que ese tiempo compartido con Miguel y Sofía había sido real, como un sueño breve en medio del torbellino de su vida.
Volver a la rutina fue como calzarse unos zapatos viejos: cómodos, conocidos… pero con marcas que apretaban.
Sus días transcurrían entre pacientes, correcciones de tesis en la facultad, meriendas virtuales con Sofía y momentos de silencio que intentaba llenar con canciones o con alguna notificación que llegara a su celular.
Porque sí: Miguel cumplía su promesa. Y ella también.
Al principio, mensajes cortos y sencillos:
—¿Llegaste bien?
—¿Cómo está Sofi hoy?
—Acá Bautista ya dice “aba” en lugar de “agua”. Está para comérselo.
Después, las charlas se hicieron más largas. A veces hablaban del pasado, otras veces compartían canciones o videos que los hacían reír. Nada demasiado íntimo, nada demasiado distante. Un equilibrio extraño que los mantenía cerca sin decirlo abiertamente.
Una tarde, mientras Manuela preparaba té, llegó un mensaje:
Miguel:
> “¿Tenés diez minutos? Quiero presentarte a alguien…”
El corazón le dio un vuelco tonto. Contestó que sí, y segundos después sonó la videollamada.
La imagen titubeó unos segundos hasta que apareció él, despeinado, con una camiseta blanca, cansado pero sonriendo con los ojos.
—Hola, Manuela.
—Hola vos —respondió ella, una sonrisa escapándose sin permiso.
—Esperá, hay alguien que quiere saludarte.
Se oyeron pasos pequeños, y entonces apareció un nene con rulos castaños y ojos grandes, curiosos. Llevaba una remera con dibujos de dinosaurios y un chupete colgando de un cordón. Miguel lo levantó con cuidado.
—Decile hola a Manu, Bauti. Ella es amiga de papá.
—¿Manu? —preguntó el nene, ladeando la cabeza.
Manuela sintió que algo se le apretaba por dentro.
—¡Hola, Bauti! Qué lindo sos… —murmuró, la voz temblándole de emoción.
—Decí “agua”, dale —pidió Miguel, riendo.
—Aba —dijo el nene, como un truco de magia.
Los tres rieron. Manuela no podía dejar de mirarlo. Tan chiquito, tan Miguel a la vez.
—Es un amor —dijo ella por fin—. Te juro que me dan ganas de abrazarlo desde acá.
—Y él seguro se dejaría —contestó Miguel bajando la mirada—. Es muy cariñoso, me está enseñando tanto…
Quedaron en silencio unos segundos. No era incómodo, sino ese tipo de pausa que no necesita palabras.
—Me gusta esto —dijo Manuela de pronto—. Que podamos hablar así. Que estemos cerca, aunque sea por acá.
Miguel asintió.
—Yo también lo valoro. No sé si habría soportado la vuelta sin saber que estabas del otro lado.
—Y sin vos allá —respondió ella—, Madrid me parecería un mundo lejano.
Los días pasaron y los mensajes se volvieron parte de su día a día.
Miguel:
> “Hoy Bautista se cayó de la cama. Me sentí el peor padre del mundo.”
Manuela:
> “¿Está bien? Es normal, vos aprendiendo, él explorando.”
Miguel:
> “Gracias por estar ahí, siempre calmándome.”
Manuela:
> “Gracias a vos por dejarme entrar en tu mundo un ratito.”
Había algo nuevo en esa conexión. No necesitaban decirlo todo. Estaba implícito en el tono, en los silencios, en los emojis torpes que se mandaban. Miguel enviaba fotos de sus intentos en la cocina, y ella le recomendaba libros para leer antes de dormir.
De vez en cuando, él mandaba notas de voz con Bautista pronunciando nuevas palabras. Manuela las guardaba como tesoros.
Una tarde de lluvia, mientras esperaba que se calentara el agua para el mate, recibió una imagen: una pintura infantil, llena de garabatos y, en el centro, dos figuras tomadas de la mano.
Miguel:
> “Dijo que eran ‘papá y Manu’. Me emocioné un poco, no te miento.”
Manuela sonrió y apoyó el celular sobre la mesa. Miró por la ventana. El otoño avanzaba, las hojas caían en la vereda. Afuera, todo se movía. Adentro, también.
Todavía no sabían qué eran. Pero sabían que estaban. Y eso por ahora alcanzaba.
Un par de noches después, tras cenar y acostar a Bautista, Miguel se recostó en el sillón. La televisión encendida, pero sin mirarla. Tenía el celular en la mano y un deseo denso, inquieto, que no era sólo físico. Pensaba en ella: en su voz, en cómo decía su nombre, en la imagen de sus piernas cruzadas bajo la mesa, en ese gesto tímido cuando se reía.
No aguantó más y escribió.
Miguel:
> “¿Estás despierta todavía?”
Pasaron segundos.
Manuela:
> “Sí… tirada en la cama, rendida. Parezco una planta medio marchita, pero viva. ¿Vos?”
Miguel:
> “Con una birra en la mano… y una imagen tuya clavada en la cabeza que no me deja en paz.”
Manuela:
> “¿Qué imagen?”
Miguel:
> “La de vos, despeinada, con esa cara que ponés cuando estás relajada. Esa que me dan ganas de…”
Se frenó.
Miguel:
> “¿Puedo pedirte una foto?”
Ella no respondió de inmediato. Miguel sintió cómo el pecho le latía con fuerza. Iba a escribir algo para quitarle peso, cuando apareció la notificación.
Una selfie. Piel húmeda, musculosa, camiseta blanca ajustada, el short apenas visible. El pelo suelto, la mirada directa. Una mezcla perfecta de pudor y provocación que lo dejó sin aire.
Manuela:
> “Hace calor. Estoy medio derretida. No es sexy, ojo.”
Miguel:
> “No tenés idea de lo que me provocás así… No puedo dejar de mirarte. Te juro que me encendés, Manu.”
Manuela:
> “No digas esas cosas…”
Miguel:
> “¿Por qué no? ¿Te incomoda que te diga que la piel me arde solo con verte así?”