Latidos lejanos

Capítulo 51 – Madrid

El sonido de una notificación rompió el silencio en mi departamento, ese silencio que se había vuelto costumbre desde que Bautista se dormía temprano. Me encontraba leyendo a medias, con la televisión encendida en un volumen casi imperceptible, solo para acompañar. Miré el celular sin demasiada expectativa, hasta que vi el nombre en la pantalla: Manuela.

Era una videollamada.

El corazón me dio un salto involuntario, como si en un segundo se hubiera encendido una chispa en medio de la rutina gris. Me pasé una mano por el pelo, intentando acomodarlo, aunque sabía que no iba a lograr mucho. Me senté en el sillón con una sonrisa inevitable y un gesto casi infantil de ansiedad. Deslicé el dedo para contestar.

—Hola —saludó ella, con ese tono suave que se me mete por la piel, como si viajara directo desde la pantalla hasta mi pecho—. ¿Tenés un momento?

—Siempre —respondí sin dudar, y era la pura verdad. Mis horarios se habían ido organizando en torno a estos encuentros virtuales que, de a poco, se habían vuelto refugio en medio del ruido.

Desde Mendoza, algo había cambiado. No sabíamos cómo nombrarlo con precisión, pero estaba ahí, latiendo, en esos silencios que se prolongaban más de lo necesario, en la manera en que nuestras miradas se quedaban pegadas a la pantalla, como si el tiempo pudiera estirarse un poco más solo para nosotros. En cómo hablábamos: más sueltos, más cercanos, como si la distancia fuese un detalle menor.

Ella se acomodó el buzo mientras sonreía, pero su sonrisa traía un dejo extraño, como una sombra de nerviosismo.

—¿Estás bien? —pregunté, notando la tensión que no alcanzaba a disimular.

—Sí… bueno, sí —titubeó—, pero tengo algo para contarte y no sé bien cómo vas a reaccionar.

Sentí un cosquilleo en el pecho, esa mezcla entre expectativa y miedo. Me acomodé mejor en el sillón, dispuesto a darle espacio, a que soltara lo que fuera.

—Contame.

Ella suspiró, bajó la vista, y empezó a jugar con el cordón de su buzo. Un gesto tan sencillo y tan suyo, que de inmediato me transportó a otra época, a otra Manuela, más joven, cuando todavía jugaba con los botones de la campera cada vez que quería ganar tiempo antes de decir algo importante.

—Voy a viajar a Madrid.

Las palabras me atravesaron. Quedé congelado. ¿Había escuchado bien?

—¿Qué?

—Un congreso de psicología —explicó rápido, como si buscara despejar cualquier malentendido—. Me lo confirmaron hoy. Unas semanas en octubre, en el campus de la Universidad Autónoma. Me había anotado sin avisarte, pensando que no iba a salir… pero salió. Así que… bueno.

El silencio se apoderó de mí unos segundos, no porque no supiera qué decir, sino porque estaba conteniendo ese impulso ridículo de saltar y aplaudir como un niño.

—¿Estás jodiendo? ¿Madrid? ¿En serio?

Ella asintió, con una sonrisa tímida que le iluminaba la cara.

—En serio. Pero solo unas semanas, no es nada loco…

—No, pará, ¿cómo que no? —sacudí la cabeza, riendo incrédulo—. ¡Es un montón, Manuela! Vas a estar acá, caminando las mismas calles que yo. A quince minutos de mi casa.

Su expresión se suavizó, pero la voz bajó un poco, insegura:

—Sí. ¿Y? ¿Te molesta?

—¿Molestarme? —respondí enseguida, negando con fuerza—. ¡Me emociona! No sabés cuánto.

El silencio que vino después no fue incómodo. Era un silencio lleno de aire, como un suspiro compartido que nos abrigaba.

—Entonces… pensé que podríamos vernos —dijo ella, casi en un susurro—. Si no te complica.

Me incliné hacia la cámara, como si pudiera achicar la distancia que había entre nosotros.

—Manu —la interrumpí—, quiero ser tu guía en esta ciudad. Que no te quedes en un hotel con desayuno triste y café aguado… no me parece justo.

Ella rió, sorprendida, esa risa clara que siempre me desarma.

—¿Estás diciendo lo que creo?

—Estoy diciendo que te vengas a mi casa. Hay lugar de sobra. Y yo me encargo del café.

Su rostro se puso serio por un instante. No incómodo, más bien pensativo, como quien mide el peso de una invitación que no es solo logística, sino simbólica.

—¿Estás seguro?

—Claro que sí. No me hagas convencerte. Si querés, te mando fotos del colchón, te muestro las sábanas, te hago un tour virtual del cuarto…

Se soltó a carcajadas, inclinando la cabeza hacia atrás.

—Sos un exagerado.

—Soy un anfitrión responsable.

Nos miramos largo. La pantalla no decía tanto como sus ojos, y en ellos vi algo parecido al alivio. O a la ternura. O a las dos cosas juntas.

—¿Y Bautista? —preguntó de pronto—. ¿Va a estar?

—Seguramente.

Ella bajó la mirada, y sus mejillas se tiñeron de un leve rubor.

—No quiero incomodarte, Miguel.

—No me incomodás. Al contrario —afirmé, con voz firme—. Me gusta la idea. Me gusta que vengas, mostrarte cómo es mi vida acá, aunque sea por unos días.

Ella se quedó en silencio un momento, como queriendo comprobar que hablaba en serio. Finalmente, asintió.

—Bueno… acepto. Pero no me trates como una visita de hotel. Nada de mimos innecesarios ni desayunos en bandeja.

—Lo prometo. Aunque… no del todo.

Reímos, y con la risa algo se destrabó. El aire se volvió más liviano, como si acabáramos de abrir una ventana en una habitación cargada.

—No puedo creer que vas a estar acá —murmuré, todavía incrédulo—. Después de todo lo que pasó.

—Yo tampoco —susurró—. Pero me alegra. Me alegra mucho.

Seguimos hablando, y la conversación se deslizó hacia lo cotidiano: los libros que estábamos leyendo, la diferencia entre el perfume de jazmín de Mendoza y el olor a tilos de Buenos Aires en primavera, si el otoño madrileño era más bien gris o dorado. Le conté cómo Bautista se había vuelto fanático del queso rallado y cómo no quería comer fideos sin cubrirlos hasta tapar el plato. Ella se rió tanto que tuve que imitar la cara seria de mi hijo cuando defendía su teoría de que “los fideos se abrigan con queso”.




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