Latidos lejanos

Capítulo 52: Como si el tiempo no alcanzara

El aeropuerto de Barajas latía con el ritmo frenético de una ciudad que nunca se detiene. Entre la multitud de pasajeros y despedidas, Miguel permanecía apoyado contra una columna, con la mirada fija en la puerta de llegadas, el corazón golpeándole el pecho con la intensidad de un adolescente.

Entonces, apareció Manuela. Pelo suelto, auriculares colgando del cuello, mochila al hombro. Se notaba algo cansada, pero su energía seguía intacta, esa esencia que Miguel reconocía al instante. Al verla, esbozó una sonrisa cálida, y ella respondió con una que no necesitaba palabras.

—Hola —susurró, mientras dejaba caer la mochila con un suspiro.

—Hola —contestó él, y durante un segundo, el ruido del aeropuerto se desvaneció. Se miraron como dos almas que se reencontraban tras años y kilómetros.

Se abrazaron sin prisa, con una calma que hablaba más que cualquier palabra. Miguel la rodeó con cuidado, como si temiera romper la magia del instante. Manuela apoyó la frente en su hombro, exhalando un suspiro profundo.

—Gracias por esperarme.

—No lo dudé ni un instante.

Al llegar al departamento, Manuela se acomodó en el sillón, descalza, con una taza de café tibio entre las manos. La luz del atardecer colaba sus últimos rayos, bañando el espacio con un tono dorado. Miguel la observó desde la puerta, nervioso, como si fuera la primera vez que la tenía cerca. Se sentó a su lado, rozando apenas sus manos.

—¿Te gusta el lugar? —preguntó con voz baja, intentando esconder un temblor que no sabía controlar.

Ella sonrió, sin apartar la mirada de la taza.

—Más de lo que imaginé.

Un silencio suave creció entre ellos. El roce de sus dedos fue casi un suspiro.

—Hace mucho que esperaba esto —dijo Miguel, con la voz casi ronca.

Manuela levantó la vista, encontrando sus ojos.

—Yo también —respondió, pero había una sombra en su sonrisa.

—¿Y si después todo cambia? —preguntó, tan bajito que parecía un secreto.

Miguel inhaló hondo y respondió con sinceridad:

—Tengo miedo. Miedo de perder lo que tenemos, de arruinar esta calma que nos costó tanto encontrar.

Ella asintió, apretando la taza contra su pecho.

—A veces siento que es mejor quedarnos aquí, en este espacio seguro... pero no puedo negar que te deseo. Más de lo que esperaba.

Miguel acercó su mano con cuidado, sus dedos rozaron los de ella.

—Ese deseo... me quema desde que te vi bajar del avión. Pero también me asusta dar el paso.

Manuela cerró los ojos un instante, y cuando los abrió, su voz fue un susurro:

—¿Y si no estamos listos?

—Entonces vamos despacio —propuso él—. No hace falta apresurarse. Solo estar.

El silencio que siguió estuvo cargado de una electricidad palpable. Se miraron con la honestidad que solo la distancia y el tiempo podían forjar.

—Quiero que sepas que no estoy huyendo —dijo ella, levantando la mano para tocarle la mejilla—. Solo... necesito que no duela.

Miguel la tomó suavemente, como si temiera quebrarla.

—No va a doler —prometió—. Vamos a encontrar la manera. Juntos.

Se quedaron así, cerca, respirando el mismo aire, con las ganas y los temores mezclados en cada latido.

La noche los envolvió, silenciosa testigo de lo que apenas comenzaba a despertar.

Con un gesto casi imperceptible, Manuela deslizó su mano para buscar la de Miguel, entrelazando los dedos con una mezcla de urgencia y timidez. Él respondió apretando suavemente, como un pacto silencioso.

—Tengo tantas ganas de descubrirte de nuevo —murmuró Miguel, sin apartar la mirada—. Pero también quiero que cada paso sea con calma, para que dure.

—Yo también —dijo ella—. Porque no quiero que esto se queme rápido, ni que nos lastimemos por apresurarnos.

Un leve suspiro se escapó de sus labios, y fue él quien, con cuidado, apoyó la cabeza en su hombro.

—Vamos a aprender a bailar este ritmo —dijo con una sonrisa pequeña—. El nuestro.

Manuela apoyó la cabeza en su pecho, sintiendo el latido firme que compartían, la mezcla perfecta entre deseo y miedo, impulso y cautela.

Y así, en ese silencio cálido y tenue, comenzaron a escribir un nuevo capítulo. Uno donde la distancia ya no sería el final, sino apenas un recuerdo que los llevó hasta aquí, a ese presente que los contenía y los desafiaba.

Los días encontraron su ritmo natural, sin apuros ni forzamientos. Manuela se perdía en el congreso durante las mañanas, mientras Miguel la esperaba en casa con comidas caseras y las pequeñas historias de Bautista, que compartía con esa mezcla de ternura y orgullo que siempre lo hacía irresistible. Su relación crecía en esos detalles silenciosos, en gestos que decían más que mil palabras.

Una noche, mientras lavaban los platos tras una cena improvisada, Miguel la miró con una sonrisa cómplice.

—Mañana te presento al verdadero dueño de esta casa —dijo, dejando caer una cucharita en el escurridor.

—¿Ah, sí? —respondió ella, secándose las manos, arqueando una ceja.

—Bautista —confirmó él—. Después de la videollamada no para de preguntar por vos.

Al día siguiente, en la vereda frente al edificio, Miguel apareció con una mochila y tomando de la mano a un niño de rulos oscuros, ojos brillantes y sonrisa abierta, esa que lo desarmaba por completo.

—Manuela, este es Bautista. ¿Te acordás que te hablé de él? —dijo Miguel, agachándose para quedar a su altura.

—Hola, Bauti —respondió ella, agachándose también—. Tenía muchas ganas de conocerte.

El niño la miró con curiosidad, la tocó con suavidad y luego le mostró su autito favorito con una mezcla de orgullo y timidez. Miguel soltó una risa cálida, y algo se suavizó en Manuela, una ternura inesperada.

Pasearon por el Retiro sin apuros. Bautista corría entre los árboles, recogía piedritas, pedía que lo alzaran. En un momento, trepado a un banco de piedra, gritó:

—¡Foto! ¡Los tres!

Miguel lo levantó, Manuela se acercó y sacaron una selfie borrosa pero llena de luz. Ninguno se molestó en mirar cómo había salido la imagen; el instante ya estaba guardado entre ellos.




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