Madrid, madrugada.
La ciudad dormía, pero en el departamento el calor era otro. La luz tenue se filtraba por la ventana y acariciaba las paredes, revelando sombras que parecían moverse al ritmo de algo que estaba a punto de estallar.
Miguel no podía dormir. Desde que Manuela había llegado, la tensión se le había metido bajo la piel. No era solo su risa, ni esas charlas nocturnas; era la forma en la que la miraba sin poder evitar imaginarla desnuda, gimiendo bajo él. Esa idea lo tenía con el cuerpo encendido y la polla dura, palpitando contra el pantalón de dormir.
Caminó descalzo por el pasillo. La puerta del cuarto de Manuela estaba entreabierta. La vio de costado, con los ojos cerrados, pero sabía que no dormía.
—¿No podes dormir? —murmuró.
Ella abrió los ojos y lo miró, despacio, con una mezcla de sorpresa y algo que él reconoció enseguida: deseo.
—¿Vos tampoco? —susurró.
Ese intercambio fue suficiente. Se acercó, se sentó en la cama y la besó sin pedir permiso. La lengua de Miguel se metió en su boca, invadiéndola con hambre. Manuela respondió de inmediato, chupándole los labios, mordiéndolo, mientras sus manos buscaban su nuca.
Miguel deslizó la mano bajo su camiseta y le apretó un pecho, sintiendo el pezón endurecido contra su palma. Ella soltó un gemido bajo que le encendió todavía más. Le levantó la camiseta hasta quitársela, dejando sus pechos al aire. Se inclinó y le chupó uno con fuerza, pasándole la lengua alrededor antes de morderlo suavemente.
—Mierda… —susurró ella, enredando los dedos en su pelo.
Él bajó los besos por su vientre hasta enganchar los dedos en el elástico de su pantalón corto. Tiró de él hacia abajo, dejando al descubierto su ropa interior. Notó la tela húmeda y no pudo evitar sonreír. La apartó y hundió la cara entre sus piernas, pasándole la lengua de abajo arriba, lento, hasta encontrar su clítoris.
Manuela arqueó la espalda, apretando su cabeza contra ella. Miguel la lamía y chupaba con ritmo, sintiendo cómo sus caderas empezaban a moverse contra su boca.
—Seguí… no pares… —gemía ella.
Él metió un dedo dentro de ella, sintiendo lo caliente y mojada que estaba. Luego otro, moviéndolos despacio mientras la lengua no soltaba su punto más sensible. Manuela se agarró a las sábanas, gimiendo cada vez más alto, hasta correrse temblando contra su cara.
Miguel no le dio tregua. Se subió sobre ella, bajándose los pantalones y liberando su polla dura, que palpitaba y brillaba con la luz tenue. La rozó contra su entrada, mojándola, provocándola, hasta que ella lo miró y le dijo jadeando:
—Métela ya.
Él la penetró de una sola embestida profunda. Manuela soltó un grito ahogado y lo envolvió con las piernas, atrayéndolo más. Miguel empezó a cogerla con fuerza, marcando un ritmo rápido, con las manos firmes en su cintura para empujarla contra él en cada golpe.
El sonido de sus cuerpos chocando llenaba la habitación, mezclado con los gemidos y jadeos. Miguel bajaba la cabeza para besarla, morderle el cuello, lamerle el sudor que le corría por el pecho.
—Me volves loco… —le gruñó al oído.
Ella lo apretaba más fuerte con las piernas, moviendo las caderas para sentirlo más profundo. Su clítoris rozaba con cada embestida y eso la hacía gemir sin control.
Miguel cambió de posición, poniéndola boca abajo. Le levantó las caderas y volvió a entrar, más hondo aún. La sujetaba del pelo, tirando suavemente mientras la follaba con un ritmo salvaje. Manuela se agarraba a la almohada, mordiéndola para no gritar demasiado fuerte.
—Así… más… —pedía ella entre gemidos.
La intensidad subió hasta que los dos estaban al borde. Miguel aceleró, sintiendo cómo su polla se hinchaba, cómo el orgasmo le recorría todo el cuerpo. Manuela se vino primero, gritando su nombre, temblando mientras él no dejaba de empujar.
Miguel sentía cómo la tensión lo recorría entero, el orgasmo subiendo sin freno, pero incluso mientras se corría dentro de ella no dejó de moverse. No hubo descanso. Ni un segundo. Sus manos ya estaban cambiando el ángulo, empujando sus caderas hacia él, reclamándola como si la primera descarga no hubiera calmado nada.
Manuela, todavía temblando, dejó escapar una risa entrecortada que se convirtió en un gemido cuando él aceleró otra vez.
—¿No vas a parar? —murmuró, con la voz rota.
—No pienso hacerlo.
La giró con un movimiento brusco, poniéndola boca arriba, y volvió a entrar en ella con una fuerza que arrancó un jadeo ahogado. El colchón protestaba con cada embestida, los cuerpos chocaban como si quisieran romperse. Manuela se aferraba a las sabanas, arañando la tela, mientras él la sujetaba por la cadera y la mantenía a su merced.
El sudor les corría por la piel, resbalando entre ellos. Miguel la tomaba con un ritmo rápido, brutal, como si quisiera dejarle cada centímetro de su fuerza. Ella respondía moviéndose contra él, pidiéndole más sin palabras, solo con el impulso de sus caderas.
El cuarto se llenó de nuevo con jadeos ásperos, respiraciones cortadas y ese golpe constante, incesante. Fuera, Madrid seguía en silencio. Dentro, todo ardía.