Latidos lejanos

Capítulo 53: Lo que se enciende cuando no se apaga (+18)

Madrid, madrugada.

La ciudad dormía, pero el departamento ardía. La luz tenue de la calle se filtraba por las cortinas, dibujando sombras que se movían al ritmo de algo que estaba a punto de estallar. Miguel caminaba descalzo por el pasillo, sintiendo cada tableta de madera crujir bajo sus pies, con la polla dura, el cuerpo encendido y la respiración rápida. Desde que Manuela había llegado, la tensión se le había metido bajo la piel; no era solo su risa, ni las charlas nocturnas que los habían acercado, sino la forma en que ella lo miraba, lenta, fija, con fuego contenido. Solo pensarlo lo hacía arder entero.

La puerta del cuarto estaba entreabierta. La vio de costado, recostada en la cama, los ojos cerrados pero la respiración corta, intensa. Supo al instante que no dormía.

—¿No podés dormir? —murmuró, la voz grave, cargada de deseo.

Ella abrió los ojos y lo miró, despacio, con esa mezcla que lo volvía loco: sorpresa, hambre, necesidad.

—¿Vos tampoco? —susurró.

Ese intercambio fue suficiente. Miguel se acercó y se sentó al borde de la cama. La besó con hambre, sin pedir permiso, con la urgencia que lo tenía vibrando por dentro. Su lengua invadió la boca de ella, y Manuela respondió de inmediato, mordiendo sus labios, chupando, con las manos enredadas en su nuca, tirando de él hacia sí. Cada roce, cada suspiro, encendía más sus cuerpos, haciéndolos arder en un fuego imposible de contener.

Sus manos no tardaron en buscar piel. Miguel levantó la camiseta de Manuela, atrapando sus pechos con fuerza, sintiendo los pezones duros y tiernos al mismo tiempo, respondiendo al contacto con gemidos bajos que lo excitaban aún más. Ella le mordía el hombro, lo jalaba, reclamaba con urgencia, y él no podía dejar de tocarla. Su lengua, sus dedos, cada roce era un desafío y una entrega al mismo tiempo.

Bajó los besos por su vientre, sintiendo cada temblor de ella, y con un gesto rápido tiró de su pantalón corto hasta dejarla completamente expuesta. La encontró húmeda, ansiosa, lista para él, y se hundió entre sus piernas, lamiendo lentamente, probando cada pliegue, subiendo su lengua hasta su clítoris, escuchando cómo se arqueaba contra su boca, cómo sus manos se aferraban a las sábanas y a su pelo.

—Seguí… no pares… —gemía ella, suave y desesperada.

Miguel metió un dedo, luego otro, mientras la lamía sin piedad. Cada movimiento de sus caderas, cada gemido de Manuela, lo hacía más grande, más urgente, más bruto. Ella se venía contra su cara, temblando, gritando su nombre en un hilo de sonido que lo volvió loco. Él no paró. Subió sobre ella, liberando su polla dura, brillante bajo la luz tenue, y la penetró de una sola embestida profunda. Manuela soltó un grito ahogado, las piernas aferrándolo, atrayéndolo más dentro suyo.

El ritmo se volvió frenético. Miguel la empujaba con fuerza, marcando un compás salvaje con cada embestida, sujetando sus caderas, hundiéndola contra él, escuchando cómo su cuerpo se ofrecía, cómo cada músculo temblaba y pedía más. Sus manos se deslizaban por su espalda, por sus nalgas, agarrándola con necesidad, mientras sus labios mordían, chupaban, dejaban marcas que se mezclaban con sus sudores y gemidos.

—Me volves loco… —gruñó al oído, con la voz rasgada, cargada de hambre.

Manuela respondía, moviendo las caderas, envolviendo sus manos en su espalda, gimiendo sin control, buscando cada centímetro de él. El placer los consumía, los transformaba, los hacía olvidar todo salvo el contacto, la presión, el ritmo desenfrenado de su entrega.

Miguel la giró, más rápido, colocándola boca abajo. Levantó sus caderas, empujándola con embestidas más profundas, más violentas. La sujetaba del pelo, tirando suavemente mientras su polla golpeaba dentro de ella, marcando cada ritmo con precisión salvaje. Manuela se agarraba a la almohada, mordiendo para no gritar, mientras los gemidos escapaban de su garganta en espirales de placer.

—Así… más… —jadeaba entrecortada.

Miguel aceleró, sin control, dejando que su cuerpo dictara cada movimiento, cada golpe, cada empuje que la hacía arquearse, soltar todo, mezclando dolor dulce con deseo sin freno. La intensidad se disparó, y los dos sintieron cómo sus orgasmos se acercaban, imposibles de contener, pero demasiado grandes para detenerlos.

Se vinieron en oleadas, uno tras otro, temblando, gimiendo, sus cuerpos enredados, sudorosos, el aire caliente, denso, cargado de su aroma, de su pasión brutal. Miguel siguió dentro de ella incluso mientras su propio orgasmo lo recorría de punta a punta, moviéndose, reclamando, dejando que la desesperación, la necesidad y la ternura se mezclaran en un solo instante.

—No… para… —susurraba Manuela entre gemidos, la voz rota, mientras lo sentía entrar y salir, más rápido, más profundo, reclamando su cuerpo sin descanso.

—No pienso hacerlo —gruñó él, con la respiración entrecortada, la polla palpitando dentro suyo.

La giró otra vez, boca arriba, entrando con fuerza brutal, cada embestida un golpe de fuego, un recordatorio de que nada podía contenerlos. Sus manos se enredaban en las sábanas, en el pelo del otro, en el propio cuerpo, marcando territorio, reclamando, doliendo dulce. Los gemidos llenaban la habitación, mezclándose con el crujir del colchón, con la respiración jadeante y cortada, con el deseo que parecía no tener fin.

Miguel bajó la cabeza, besándola, mordiéndola, lamiendo cada centímetro de su piel mientras la penetraba con fuerza imparable. Manuela se arqueaba, lo empujaba, lo jalaba, su cuerpo sacudido por oleadas de placer que la dejaban exhausta pero hambrienta, deseando más, necesitando más. Cada golpe, cada empuje, cada roce, era una promesa de destrucción y entrega.

El calor era total, los cuerpos pegados, los líquidos mezclándose, los músculos tensos, el corazón latiendo a mil, el aire denso, cargado de deseo. Miguel seguía, brutal, impasible a todo salvo a ella, a cómo se doblaba bajo su fuerza, cómo su clítoris se frotaba con cada embestida, cómo su respiración se hacía más rápida, más corta, más profunda.




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