Latidos lejanos

Capítulo 54 - Quedate (+18)

Madrid despertaba lentamente, pero dentro del departamento el tiempo parecía haberse detenido. Las sábanas estaban arrugadas y pegadas a sus cuerpos sudorosos, marcadas por cada movimiento, cada gemido, cada roce que los había consumido toda la noche. Manuela dormía de lado, la piel marcada por las manos de Miguel, el pelo revuelto sobre la almohada, respirando lento, pero con cada músculo tenso, como si aún ardiera por completo. Él estaba de pie al borde de la cama, con la polla aún dura, apretando los dientes y la taza de café que ya se había enfriado, contemplando su cuerpo, intentando contenerse, aunque sabía que cualquier movimiento suyo podía incendiar todo otra vez.

Sin mediar palabra, se acercó y pasó la mano por su pelo, acariciándola con fuerza. Manuela gimió bajo la yema de sus dedos, aún dormida pero consciente de cada roce. Se incorporó un poco, la sábana cayendo hasta su cintura, dejando al descubierto cada curva, cada línea de su cuerpo. Sus pezones endurecidos brillaban bajo la luz tenue, y Miguel sintió un impulso que le quemaba desde el pecho hasta la punta de la polla.

—¿Dormiste bien? —murmuró, la voz ronca, seca, cargada de necesidad.

Ella abrió los ojos, encontrándose con la suya, y sonrió con lentitud, esa mezcla perfecta de sueño y fuego que lo volvía loco. Deslizó la mano hacia él, buscándolo, deseándolo.

—No sé si quiero despertarme —susurró, con la voz quebrada y temblorosa—. Quedate.

Miguel tragó saliva y se inclinó, besándola con hambre, arrancándole un gemido bajo, mientras sus manos se apresuraban a explorarla. Levantó su camiseta, descubriendo sus pechos, chupando uno con hambre, mordiéndolo suavemente, mientras la otra mano bajaba a sus muslos, apartando la tela húmeda que lo provocaba desde hacía horas.

Manuela arqueó la espalda, presionando su cuerpo contra él, gimiendo cada vez más fuerte, pidiendo más. Él deslizó los dedos entre sus piernas, encontrando su humedad, masajeando su clítoris con precisión y lentitud, mientras con la lengua recorría cada centímetro de su intimidad. Sus dedos entraban y salían, jugando con su punto más sensible, y ella se retorcía contra él, jadeando, arañando las sábanas, rogándole que no se detuviera.

—Dos dedos… —jadeó—. No pares…

Él obedeció, metiendo dos dedos, girándolos dentro de ella mientras seguía chupando y mordiendo, sintiendo cómo cada gemido la hacía temblar. Su cuerpo se arqueaba, su pelvis se movía instintivamente, y cuando finalmente explotó, gritando su nombre, él no soltó, manteniéndola sobre su lengua mientras la absorbía de un modo voraz, reclamándola, consumiéndola.

Sin pausa, se incorporó, bajándose los pantalones y dejando que la polla dura, brillante y palpitante, encontrara su entrada húmeda y caliente. Con un solo empuje profundo, la llenó de golpe, arrancándole un grito ahogado que resonó en toda la habitación. Manuela lo apretó con las piernas, lo abrazó con fuerza, dejando que cada embiste la atravesara con brutalidad, dejándola sin aire, sin control.

—Más fuerte… —murmuró entre jadeos, la voz rota—. Que te sienta en mí, que me marques, que me hagas tuya.

Miguel no necesitó más. La tomó con furia, embistiéndola con un ritmo rápido, salvaje, brutal. Su mano se enredaba en el pelo de Manuela, tirando de él mientras cada golpe era un desafío, un rugido, una promesa. La besaba con hambre, mordiéndole los labios y el cuello, lamiendo el sudor que resbalaba por su piel. Sus cuerpos chocaban sin descanso, un golpe tras otro, y los gemidos de ella se mezclaban con los suyos en un compás febril, carnal, destructivo.

Cambió de posición, poniéndola boca abajo, levantándole las caderas para embestirla más profundo aún. La tironeó del pelo, obligándola a arquear la espalda, y Manuela gritaba, arañaba las sábanas, se dejaba llevar por cada embiste brutal, entregada, perdida en el placer y la necesidad. Cada movimiento de Miguel era salvaje, calculado, brutal y tierno a la vez; la tomaba con fuerza, pero la hacía sentir protegida, deseada, única.

—Así… más… —jadeaba ella, temblando, cada palabra un gemido que le quemaba los oídos.

El ritmo subió hasta el límite, el placer golpeando como olas implacables. Miguel sintió cómo el orgasmo subía por su cuerpo, cómo su polla palpitaba, cómo cada embiste se volvía una descarga de necesidad y deseo puro. Manuela se corrió primero, gritando su nombre, temblando, mientras él no dejaba de moverse, apretando sus caderas, reclamándola, metiéndola hasta lo más profundo de su cuerpo.

Cuando finalmente cedieron, respirando con dificultad, sudorosos, pegados, Miguel no la soltó. La tomó de la mano y la arrastró hacia el baño, sin perder la intensidad de la mirada ni la urgencia de sus cuerpos. Cerró la puerta de golpe y encendió la ducha, dejando que el agua caliente empezara a caer sobre ellos, mezclándose con el sudor y la excitación que todavía los recorría.

Manuela apoyó la espalda contra los fríos azulejos, abriendo las piernas, ofreciéndose entera. Miguel no dudó: la empujó contra la pared, separó sus piernas más aún y volvió a entrar en ella, duro, profundo, sin anestesia, como si quisiera dejarla marcada, reclamándola de nuevo. El agua mezclaba sus cuerpos, deslizándolos, haciendo que cada roce fuera más intenso, más húmedo, más carnal.

—Te quiero toda para mí —susurró al oído, la voz ronca, cargada de deseo—. Quiero que me pidas más, que me necesites.

Ella se agarró a su cuello, arqueando la espalda, moviéndose al ritmo que él marcaba, dejándose consumir, entregándose al fuego que los atravesaba. Cada embiste era un golpe de pasión, un desafío, una necesidad compartida. Sus pechos chocaban contra su pecho, las piernas se enredaban, las uñas arañaban la piel mientras los jadeos y gemidos llenaban el baño, ahogando la ciudad que seguía dormida afuera.

Miguel alternaba entre embestidas profundas y caricias salvajes sobre su clítoris, haciéndola temblar, gritar, perder el control. Su ritmo era brutal, intenso, destructivo; la necesitaba dentro de él, moviéndose con fuerza, respondiendo a cada impulso, cada urgencia de su cuerpo.




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