La tarde se deslizaba lentamente sobre Madrid, vestida con un manto de luz anaranjada que se filtraba a través de las persianas, bañando de un dorado melancólico las fachadas antiguas y las calles empedradas. La ciudad parecía respirar a un ritmo propio, pausado, ajeno al tiempo que Miguel y Manuela habían aprendido a valorar, a detener cada segundo para hacerlo suyo. En el departamento, la atmósfera estaba suspendida, como si el mundo se hubiera olvidado de ellos, dejando solo un espacio cálido, un refugio silencioso en el que podían permitirse existir sin prisas ni máscaras.
Manuela estaba junto a la ventana, apoyada ligeramente contra el marco, contemplando cómo la luz teñía de oro y sombra los edificios. Sus dedos se enredaban en el cordón de la cortina, jugando sin pensar, mientras su corazón latía con un ritmo nuevo y persistente que le reclamaba un lugar que había estado vacío durante demasiado tiempo. Sentía un cosquilleo que subía desde la base del pecho hasta la garganta, una mezcla de anticipación y certeza tranquila: no era miedo lo que la mantenía alerta, sino la convicción de que algo había cambiado para siempre. Algo que valía la pena cuidar. Algo que finalmente se permitía sentir sin reservas.
Desde la otra punta del apartamento, Miguel ordenaba distraído unos libros sobre la mesa de café. Sus movimientos eran pausados, casi ceremoniosos, como si al acomodar cada objeto estuviera intentando organizar también el torbellino de emociones que la presencia de Manuela había dejado en él. Cada gesto era deliberado, aunque no podía ocultar del todo la agitación que le recorría la piel. Era un hombre acostumbrado a controlarlo todo, y sin embargo, ella tenía la capacidad de hacerlo temblar sin tocarlo siquiera. Manuela lo sabía. Y esa certeza la hacía sonreír por dentro.
Iba a quedarse.
La decisión de Manuela no había sido repentina, ni un arranque impulsivo; era el resultado de un proceso largo y silencioso, un camino de introspección y aceptación. Había aprendido a escuchar su propio corazón, a distinguir entre lo que quería y lo que temía. Había recorrido años de pérdidas, desencuentros y viajes solitarios hasta comprender que la felicidad no necesitaba ser ruidosa para ser completa. Esta vez, la raíz de sus sentimientos se había asentado en tierra firme, en alguien que no la exigía sino que la invitaba, que le ofrecía su espacio sin reclamárselo todo. Era un amor distinto, consciente, que no necesitaba fuegos artificiales ni palabras grandilocuentes para ser profundo.
Cuando Miguel apareció en el umbral de la cocina, el contacto visual fue suficiente para que ambos sintieran un temblor interno. No había prisa ni dramatismo, solo la simple fuerza de un instante que parecía eterno. Sus miradas se encontraron, llenas de silencios densos y palabras no dichas, de historias compartidas y recuerdos que los habían traído hasta allí. La calma que irradiaba Manuela no era resignación; era una valentía que solo nace cuando el corazón se permite confiar.
—Me voy a quedar con vos —dijo con voz baja y firme, sin titubeos, dejando que cada palabra pesara como una promesa.
Miguel se detuvo un segundo, como si el mundo hubiera detenido su giro para darle espacio a la revelación. Luego, esa sorpresa se convirtió en una sonrisa que temblaba entre sus labios, iluminando su rostro con la luz de algo que creía perdido: esperanza.
—¿Lo decís en serio? —preguntó con un hilo de voz, mezcla de incredulidad y emoción.
—Sí —asintió Manuela, con la sensación de que cada sí liberaba algo dentro de ella—. Pero primero debo volver unos días a Buenos Aires. Cerrar el departamento, hablar con mis pacientes, ordenar los fragmentos de mi vida. Quiero poder estar acá sin nada pendiente, sin que queden pedazos de mí divididos entre dos mundos.
Miguel asintió lentamente, como grabando cada frase, cada intención, como si fueran tatuajes invisibles sobre su piel y su alma.
—Te espero —dijo finalmente, con la voz quebrada pero llena de certeza—. Todo el tiempo que necesites. Ahora sé que no hay prisa, que puedo esperar sin miedo porque vos vas a volver.
Se acercó un paso más y posó la yema de sus dedos sobre la mejilla de Manuela, con una delicadeza que parecía sagrada, un gesto que reparaba ausencias y cerraba heridas.
—Y cuando vuelvas, esta va a ser tu casa —susurró, apenas un soplo—. No porque lo diga yo, sino porque vos la vas a hacer hogar.
El aire entre ellos se volvió denso, cargado de una belleza silenciosa que no necesita palabras. Fue un pacto tácito, un abrazo invisible que los sostenía mientras el mundo giraba a su alrededor.
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Videollamada con sabor a milagro
Esa misma tarde, con la luz que se desvanecía lentamente en dorados y naranjas, Manuela preparó el celular con cuidado. Lo apoyó contra una pila de libros que servían de improvisado soporte y se acomodó junto a Miguel en el sillón, apretando su mano como si fuera un ancla contra la incertidumbre que aún podía colarse entre ellos.
—¿Listos? —preguntó con una sonrisa tímida, nerviosa y feliz a la vez.
Miguel sonrió ampliamente, los ojos brillando con una mezcla de alegría contenida y asombro. Se inclinó y le robó un beso breve en la mejilla antes de que Sofía contestara desde el otro lado de la pantalla.
—¡Al fin! ¡Pensé que se habían olvidado de mí! —exclamó Sofía, con el pelo desordenado y un mate en la mano—. A ver… ¿por qué esa cara de “tenemos algo que decir”?
Manuela miró a Miguel y él le devolvió una mirada cómplice. Entonces, con el corazón latiendo desbocado, Miguel rompió la calma con la alegría contenida que lo caracterizaba:
—¡Volvemos, Sofi! —dijo con la voz que le temblaba un poco de emoción—. Manu se queda conmigo. ¡Se queda!
Sofía se quedó unos segundos congelada. Luego, su incredulidad se desbordó en un grito alegre y casi teatral:
—¿Qué? ¡¿Cómo?! ¡¿Quéeee?! —saltó en el sillón, riendo—. ¡No me jodan! ¿Esto es una broma tipo cámara oculta argentina?