Latidos lejanos

Capítulo 56: Contar los días

El aeropuerto de Madrid parecía más gris que de costumbre. No por el clima, que en esa tarde se mostraba despejado y sereno, sino por esa sensación casi invisible que flotaba en el aire: una mezcla de nostalgia y dulzura amarga, de silencios que pesaban más que cualquier palabra. Las despedidas tienen ese poder extraño de ralentizar el tiempo, de volver simbólico lo cotidiano, de hacer que los pasillos impersonales se carguen de emociones que no caben en ninguna maleta. Las paredes blancas, el murmullo constante de los pasajeros, el eco de las ruedas de las valijas contra el piso, todo parecía envolverlos en una bruma suave y melancólica, como si el mundo entero bajara el volumen para respetar ese instante.

Miguel caminaba junto a Manuela, en silencio, con la mano entrelazada a la suya como si de ese contacto dependiera su equilibrio. El calor de sus dedos, tan pequeños y firmes a la vez, era lo único que mantenía a raya la sensación de vacío que lo acechaba en cada paso. A su lado, Bautista saltaba de vez en cuando, imitando con su vocecita aguda los anuncios por altoparlante. La inocencia del niño era un contraste brutal con la tensión que se respiraba entre los adultos. No parecía notar —o tal vez sí, de ese modo secreto en que los niños notan las cosas— que los corazones de Miguel y Manuela latían distinto, al borde del desgarro. Cada tanto, Bauti miraba a Manu con esa ternura instintiva que solo los chicos poseen, con la certeza inquebrantable de que alguien es hogar.

La tarde caía sobre la ciudad, tiñendo los ventanales gigantes de un dorado suave. La luz entraba a raudales, iluminando las filas interminables de sillas metálicas, los mostradores de check-in, los relojes que parecían marcar la cuenta regresiva hacia algo inevitable. El reflejo del cielo en los cristales era un cuadro delicado, imposible de romper. Miguel tragó saliva, sintiendo en la garganta ese nudo que no cedía. No recordaba haber sentido tanto miedo desde aquella primera vez que Manu se había ido. Pero ahora era distinto. Porque esta vez ella sí lo había elegido. Y él la había elegido a ella. El amor ya no era una ilusión, sino una certeza. Y eso lo hacía más humano, más vulnerable.

Manuela llevaba el pasaporte en una mano y con la otra apretaba la correa de su mochila. El corazón le latía con un ritmo irregular, como si quisiera escaparle del pecho. No era tristeza, al menos no como la conocía antes. Era otra cosa: una mezcla de paz y gratitud, ansiedad y miedo. Un miedo nuevo, el miedo a perder algo real. Porque esta vez sí. Esta vez había mucho más que promesas. Había vida, había futuro.

Se detuvieron frente a la fila del embarque. A su alrededor, la vida seguía su curso: familias abrazándose, niños correteando, parejas besándose sin vergüenza. Pero para ellos, el mundo entero se había detenido. El ruido era apenas un murmullo lejano. El tiempo, un reloj suspendido.

Miguel la miró. Sus ojos decían todo lo que las palabras nunca alcanzarían. El temblor en su mandíbula, la forma en que su pecho subía y bajaba más rápido de lo normal, el brillo contenido de sus pupilas. Finalmente, habló, con voz ronca, cargada de esa lucha interna que parecía costarle cada sílaba.

—No quiero soltarte otra vez, Manu.

El aire se volvió más denso. Manuela alzó la vista hacia él y lo miró largo, profundo, como si quisiera grabar cada rasgo de su rostro, memorizarlo en la piel. Se puso de puntas de pie y le acarició la mejilla con la yema de los dedos. Ese gesto suave, casi imperceptible, cargaba con todo lo que no se puede decir en frases hechas.

—Faltan solo unos días —respondió en un susurro—. Y después de eso, nada va a poder separarnos. Esta vez no.

Miguel cerró los ojos cuando los labios de ella rozaron los suyos. Fue un beso corto, contenido, pero lleno de promesas. No había urgencia ni desesperación. Había certeza. Había futuro.

Cuando se separaron, Bautista tiró de la manga del abrigo de su padre con impaciencia.

—¿Ya son novios ustedes? —preguntó, con la inocencia absoluta que desarmaba cualquier defensa—. ¿Vamos a ser una familia?

Manu no pudo evitar sonreír, con los ojos vidriosos. Se agachó hasta quedar a la altura del niño y lo abrazó con fuerza, tan fuerte que Bautista soltó una risita sorprendida. Miguel se unió, arrodillándose también, y los tres quedaron unidos en un triángulo perfecto, como si nada más existiera.

—¿Querés eso, Bauti? —preguntó Miguel acariciándole el cabello—. ¿Querés que vivamos los tres?

El niño asintió, con esa seguridad que solo la inocencia permite.

—Yo queo que vivamos los tes… y que no te vayas má, Manu.

Las palabras salieron despacio, como si le costara pronunciarlas, pero con una convicción que desarmó a los dos adultos. Manuela lo abrazó aún más fuerte, con una emoción que le desbordaba la garganta, los ojos, la piel.

—Yo también quiero eso, amor. Y va a pasar. Solo necesito un poco de tiempo para volver. Te lo prometo, de verdad.

Bautista apoyó su cabecita en el hombro de Manu con una fe absoluta. Miguel los miró en silencio, sintiendo que el pecho se le abría, no de dolor, sino de vértigo. El amor era tan grande que dolía distinto: como un desborde.

Se incorporó despacio y sus ojos buscaron los de Manuela. Se quedaron ahí, aferrados, como si no quisieran moverse jamás.

—Contá los días, Manu —dijo él, con voz firme pero quebrada por la emoción—. Uno por uno. Porque cuando vuelvas, será para quedarte. Esta vez lo haremos bien. No habrá más despedidas.

Ella asintió apenas, con los ojos inundados. Todo en su cuerpo decía que sí. Que lo creía posible. Que lo iba a hacer real.

Entonces sonó la última llamada para embarcar. La voz metálica de los altoparlantes cortó el momento como un cuchillo en el aire quieto. Miguel bajó la cabeza, necesitando un segundo más de silencio antes de dejarla ir. Manuela exhaló despacio, como si soltara algo más que aire. Como si liberara también el miedo.




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