El aeropuerto de Madrid parecía más gris que de costumbre. No por el clima, que era despejado y sereno, sino por esa sensación casi invisible que flotaba en el aire: una mezcla de nostalgia y dulzura amarga, de silencios que pesaban más que cualquier palabra. Las despedidas tienen ese poder extraño de ralentizar el tiempo, de convertir lo cotidiano en simbólico. Las paredes blancas del aeropuerto, el murmullo de los pasajeros, el eco de las ruedas de las valijas contra el piso, todo parecía envolverlos en una bruma suave y melancólica, como si el mundo entero bajara el volumen para respetar ese instante.
Miguel caminaba junto a Manuela, en silencio, con la mano entrelazada a la suya como si de ese contacto dependiera su equilibrio. A su lado, Bautista saltaba cada tanto, imitando con su vocecita aguda los anuncios por altoparlante, como si no notara —o tal vez sí— que el corazón de los adultos latía distinto. De vez en cuando, miraba a Manu con esa ternura instintiva que solo los niños tienen, esa certeza pura de que alguien es bueno, de que alguien es hogar.
La tarde se apagaba lentamente sobre la ciudad. La luz del sol, cálida y baja, teñía de dorado los ventanales gigantes del aeropuerto, como si también quisiera despedirse. El reflejo del cielo en los cristales parecía un cuadro delicado que nadie se atrevía a romper. Miguel tragó saliva. No recordaba haber sentido tanto miedo desde aquella primera vez que Manu se había ido. Pero esto era distinto. Porque ahora sí la tenía. Ahora sí la había elegido y había sido elegido. Y eso lo hacía más humano. Más vulnerable.
Manuela llevaba el pasaporte en una mano y con la otra apretaba la correa de su mochila. Su corazón latía con un ritmo irregular, como si quisiera decir algo que su boca no se animaba. No era tristeza, al menos no como la conocía antes. Era otra cosa: una mezcla de paz, gratitud, ansiedad y un miedo nuevo: el miedo a perder algo real. Porque esta vez, sí. Esta vez era real.
Se detuvieron frente a la fila del embarque. A su alrededor, la vida seguía: familias abrazándose, niños corriendo, parejas besándose sin promesas. Pero ellos dos estaban en pausa, suspendidos en su propio universo de emociones contenidas.
Miguel la miró. No hizo falta que dijera nada.
—No quiero soltarte otra vez, Manu —murmuró finalmente, con la voz ronca, cargada de esa lucha interna que parecía costarle cada palabra.
Manuela alzó la vista. Lo miró largo y profundo, como si quisiera memorizar cada detalle de su rostro. Se puso en puntas de pie y le acarició la mejilla con la yema de los dedos. Ese gesto suave, íntimo, cargado de todo lo que no se puede explicar con frases hechas.
—Faltan solo unos días —respondió en un susurro—. Y después de eso, nada va a poder separarnos. Esta vez no.
Miguel cerró los ojos cuando sus labios rozaron los suyos. Fue un beso corto, contenido, pero repleto de significados. No había urgencia ni desesperación. Había una promesa. Una certeza compartida.
Cuando se separaron, Bautista tiró de la manga del abrigo de su papá con impaciencia.
—¿Ya son novios ustedes? —preguntó con la inocencia absoluta que solo tienen los niños—. ¿Vamos a ser una familia?
Manu no pudo evitar sonreír, con los ojos vidriosos. Se agachó para quedar a la altura del niño y lo abrazó con fuerza, tan fuerte que Bautista soltó una risita sorprendida. Miguel se unió, arrodillándose también, formando un triángulo perfecto entre los tres.
—¿Querés eso, Bauti? —preguntó Miguel acariciándole el cabello—. ¿Querés que vivamos los tres?
—Yo queo que vivamos los tes... y que no te vayas má, Manu.
Las palabras salieron despacio, como si le costaran al niño, pero con una convicción que desarmó a los dos adultos. Manuela lo abrazó más fuerte, con una emoción que le desbordaba la garganta, los ojos y la piel.
—Yo también quiero eso, amor. Y va a pasar. Solo necesito un poco de tiempo para volver. Te lo prometo. De verdad.
Bautista apoyó su cabecita en el hombro de Manu, con esa fe inquebrantable que solo los niños saben tener. Miguel los miró en silencio, sintiendo que el pecho se le abría. No de dolor, sino de amor. De vértigo.
Se incorporó despacio. Sus ojos buscaron los de Manuela y se detuvieron ahí, como si no quisieran irse jamás.
—Contá los días, Manu —dijo con voz firme, pero quebrada de emoción—. Uno por uno. Porque cuando vuelvas, será para quedarte. Esta vez lo haremos bien. No habrá más despedidas.
Manuela asintió apenas, con los ojos desbordados. Todo en ella gritaba que sí. Que quería eso. Que lo creía posible. Que lo iba a hacer real.
Entonces sonó la última llamada para embarcar. La voz por los altoparlantes cortó el momento como un cuchillo en el aire quieto. Miguel bajó la cabeza, como si necesitara un segundo más de silencio antes de dejarla ir. Manuela exhaló despacio, como si soltara algo más que aire. Como si en esa exhalación se fuera también el miedo.
Besó a Bautista en la frente y le acomodó el cuello del abrigo con una delicadeza que partía el alma. Luego se giró hacia Miguel. Lo abrazó con todo el cuerpo, con todo el alma, como si pudiera grabarlo en su piel para llevárselo con ella. Él la rodeó con los brazos como si su vida dependiera de eso.
Se separaron con esfuerzo y lentitud, como quien se arranca una parte de sí. No dijeron nada más. No hacía falta. Todo estaba dicho. Todo sentido.
—Nos vemos pronto —alcanzó a decir, con la voz que por fin tembló.
—Te amo, Manu. No lo olvides ni un solo segundo —susurró Miguel, tocándole el mentón con los dedos, como si quisiera anclarla para siempre en ese instante.
Ella asintió, dio un paso atrás y otro más. No miró atrás. No podía. Porque si lo hacía, correría a sus brazos. Y esta vez, la promesa era más fuerte que la urgencia.
Mientras caminaba hacia la puerta de embarque, su corazón latía fuerte. Pero no pesaba. No dolía como antes. Ahora latía con sentido y dirección. Ya no había vacío ni incertidumbre. Sabía dónde pertenecía.