Latidos lejanos

Capítulo 57 - La promesa de volver

Las horas que siguieron a la decisión fueron un torbellino silencioso, un remolino de emociones contenidas que no encontraban cómo salir. Manuela volvió a Buenos Aires con el pecho palpitando como un tambor antiguo, golpeando fuerte, como si quisiera romperse para dejar escapar todo lo que guardaba adentro. La ciudad la recibió con su ruido habitual, con colectivos que frenaban a los bocinazos, con vendedores ambulantes en cada esquina y con el aroma a pan recién horneado de la panadería de la vuelta. Sin embargo, algo había cambiado: esa ciudad que tanto conocía ahora le parecía un lugar ajeno, distante, como si la persona que solía ser ya no habitara más esas calles.

En su departamento, abrió las ventanas con la necesidad urgente de dejar entrar aire fresco, como si el viento pudiera limpiar las dudas, los miedos, los recuerdos. Comenzó a empacar, pero no era la ropa ni los libros lo que ordenaba, sino las emociones, las despedidas que no encontraba cómo decir en voz alta. El aire estaba impregnado de un olor a café viejo y a humedad, mezcla de tiempo detenido y de costumbre. Su madre la observaba desde la cocina, con un repasador en las manos y los ojos brillosos, sin pronunciar palabra. Sabía. Y a veces, el silencio dice todo.

—¿Estás segura? —preguntó al fin, con la voz hecha un susurro, como si decirlo demasiado fuerte pudiera romper la certeza.

Manu la miró a los ojos, y no dudó ni un segundo.

—Nunca sentí nada tan claro en toda mi vida.

La respuesta quedó flotando en el aire como un mantra. La madre asintió, con un movimiento breve, y se giró hacia la olla que hervía sin ganas en la hornalla.

El tiempo en Buenos Aires se volvió una lista interminable de trámites: cajas que llenar, papeles que firmar, cuentas que cerrar, amigos a los que llamar para despedirse. Pero entre toda esa vorágine, había algo que esperaba cada noche con ansiedad: la videollamada con Miguel y Bautista.

La primera vez que los vio después de irse, a través de la pantalla, su corazón se quebró en mil pedazos y, a la vez, se reconfortó. Miguel estaba sentado en el sofá con el pelo revuelto y una ojeras profundas que la cámara no podía disimular, pero apenas apareció su rostro en el recuadro, sonrió. Esa sonrisa leve, cansada y dulce, bastó para que ella sintiera que no había vuelta atrás.

—Hola, amor —dijo él, con la voz gastada pero llena de ternura.

—Hola —respondió ella, con un nudo en la garganta, deseando que la distancia fuera un mal sueño del que despertaría de inmediato.

En ese momento, un torbellino pequeño subió al regazo de Miguel: Bautista, con su pijama de dinosaurios y un chupetín pegoteado en la mano.

—¡Manu! —gritó, alargando la “u” con la espontaneidad de un niño feliz—. Te extrañooooo un montón.

El alma se le partió en dos. Manuela llevó la mano a su boca, conteniendo un sollozo, y sonrió a pesar de las lágrimas que le ardían en los ojos.

—Yo también, mi amor… te extraño mucho, mucho.

—¿Mucho así? —preguntó él, abriendo los brazos con toda su fuerza, como si pudiera atraparla a través de la pantalla.

Ella rió, con la nariz enrojecida.

—Más que eso.

Bauti se rió con carcajadas, y ese sonido cristalino atravesó la distancia como un rayo de luz. Cuando el niño salió corriendo a buscar un muñeco, Miguel aprovechó para mirarla en silencio. Había en sus ojos una mezcla de alivio y tormento, el gesto inconfundible de alguien que ama a distancia.

—Manu —dijo al fin, con la voz rota—. No sabía cuánto te extrañaba hasta que te fuiste.

Ella se mordió el labio, como queriendo contener lo que sentía, pero terminó dejándolo salir.

—Yo también los extraño muchísimo. Y los amo. A los dos, con todo.

Miguel cerró los ojos y pareció respirar después de días conteniendo el aire.

—Entonces esperaremos. Lo que sea necesario.

—No falta mucho —respondió ella, con una sonrisa dulce—. Estoy haciendo todo para que pronto estemos los tres juntos. Y esta vez, para quedarnos.

Aunque la pantalla era un muro entre ellos, el silencio que siguió fue más cálido que cualquier abrazo.

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Los días pasaron veloces y densos. Cada caja sellada con cinta adhesiva se llevaba consigo un pedazo de historia: un cuaderno de adolescencia, la bufanda tejida por su abuela, fotos guardadas en marcos que ya ni recordaba. Manuela recorría las habitaciones como quien despide un escenario después de una obra larga. No era tristeza, tampoco nostalgia. Era ese vértigo extraño que tiene el cerrar un capítulo para abrir otro.

Su madre la ayudaba a doblar la ropa con cuidado, como si cada prenda fuera un trozo de memoria. Su padre cargaba las cajas más pesadas sin decir mucho, pero en la rigidez de sus hombros estaba todo lo que no lograba poner en palabras. Una tarde, mientras se secaba la frente, se acercó y apoyó una mano áspera en el hombro de su hija.

—Vas a estar bien —dijo en voz baja, casi como si se hablara a sí mismo.

Manuela lo miró, conmovida.

—Lo sé, pa. Esta vez… estoy segura.

Él asintió, y no agregó nada más. A veces los padres aman en silencio, y eso basta.

La noche antes del vuelo fue un insomnio interminable. Manuela repasaba en su mente cada trámite, cada papel, pero también cada risa de Miguel, cada abrazo de Bautista, cada mirada compartida. Sentía el pecho abierto, como si su corazón ya estuviera volando rumbo a ese hogar que la esperaba.

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El aeropuerto de Ezeiza era un pequeño universo paralelo, hecho de despedidas y reencuentros. Al llegar, Manuela sintió que el aire vibraba distinto: había lágrimas, risas nerviosas, maletas golpeando el piso, niños corriendo entre las filas. Ella estaba rodeada de los suyos: su madre, su padre, su hermana, la tía Marta, que siempre decía que jamás se subiría a un avión pero había venido igual para despedirla. Y Sofía, su amiga del alma, que había viajado desde Mendoza sólo para abrazarla antes de partir.




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