Había dormido poco durante el vuelo, pero no importaba. Tenía el corazón tan despierto que ni el cansancio lograba adormecerlo. Cada hora en el aire era una cuenta regresiva entre la vida que había dejado atrás y la que finalmente empezaría.
El avión aterrizó en Madrid con el sol filtrándose por la ventanilla. Mientras la voz del capitán agradecía el vuelo y anunciaba la hora local, Manuela respiró hondo. El pecho le latía con urgencia, como si quisiera adelantarse, como si supiera que del otro lado de esa puerta, todo lo que había soñado en silencio la esperaba.
Empujó el carrito con sus valijas por el aeropuerto, el corazón temblando entre los latidos. La gente se amontonaba en la zona de llegada, con carteles, flores, sonrisas. Y entre ese murmullo, los vio.
Miguel estaba ahí. Alto, con la misma mirada emocionada de siempre, sujetando un ramo de flores silvestres. A su lado, un cartel pintado con colores vibrantes decía:
“Bienvenida Manu”, con un corazón dibujado como una nube. Bautista sostenía el cartel con ambas manos, con una sonrisa tan enorme que parecía escaparsele del cuerpo.
—¡Manuuuu! —gritó Bautista, corriendo hacia ella, dejando el cartel a medio caer.
Manuela soltó todo, valijas, miedo, pasado, y se agachó justo a tiempo para recibirlo en los brazos. Lo apretó contra su pecho como si pudiera guardarlo ahí para siempre. El perfume de su cabello, el calor de su cuerpo, la risa que se le escapaba entre lágrimas… todo era real.
—¡Mi amor! —susurró entre sollozos—. ¡Ay, cuánto te extrañé, Bauti!
—Yo a vos más… mucho más —dijo él, con voz temblorosa, agarrándose fuerte de su cuello, como si temiera que desapareciera otra vez.
Miguel se acercó despacio, con los ojos vidriosos. Manuela lo miró. El mundo se redujo a ese cruce de miradas. El dolor, las distancias, las decisiones difíciles… todo se disolvió en ese instante.
—Hola —dijo él, casi sin voz, con un suspiro—. No sabés cuánto te esperé.
—Yo también —susurró Manuela, sin apartar la mirada.
Miguel dejó caer las flores y la abrazó con una fuerza suave, como si estuviera sosteniendo un milagro. La besó en la frente, las mejillas, y por fin en la boca, entre lágrimas, risas y alivio. Ella se colgó de su cuello, mientras Bautista no los soltaba.
Eran los tres, otra vez. Completos. En el mismo lugar.
—¿Vamos a casa? —preguntó Miguel, con la voz ronca, los ojos fijos en ella, como si no pudiera creerlo.
—Sí —respondió Manuela—. Vamos a casa.
Se tomaron una foto los tres, en el hall, con el cartel detrás y las flores apretadas contra el pecho. Un recuerdo del primer día del resto de sus vidas.
Horas más tarde, cuando la noche había caído sobre Madrid y Bautista dormía en casa de Camila, la quietud se volvió cómplice del deseo contenido por tanto tiempo.
Miguel cerró la puerta del departamento y la miró. Como si el tiempo se doblara, como si su cuerpo fuera el único lugar que conocía. Manuela se acercó sin palabras, dejando caer la campera. Tenía los ojos cargados de un fuego antiguo, esa urgencia que nace no solo del deseo, sino del amor contenido, postergado, sobreviviente.
Él la tomó por la cintura y la alzó con facilidad abrumadora —como si su cuerpo liviano no pesara nada— y la apoyó contra la pared, sin intentar llegar al cuarto.
Manuela apenas alcanzaba a rodearlo con las piernas. El contraste era enorme: sus 1.58 metros parecían aún más pequeños frente a sus 1.92, sólido, cálido, vibrante. Y sin embargo, encajaban. Como si el universo los hubiera hecho para ese instante.
—No sabés cuánto te extrañé —susurró él, con voz quebrada por la ansiedad y el amor.
Ella le acarició la nuca, hundiendo los dedos en su pelo húmedo. Lo miró a los ojos, tan cerca que sentía temblar sus pestañas.
—Haceme el amor como si no existiera el mañana —pidió. No fue un pedido erótico, sino una súplica del alma.
Miguel la besó con desesperación, como si la bebiera. Como si con ese beso necesitara asegurarse de que ella era real. De que no volvería a perderla.
Las prendas cayeron al suelo sin cuidado. Las manos buscaron piel, memoria, reencuentro. El cuerpo de Manuela se arqueaba contra el de él con dulzura y necesidad. Todo dolía un poco, porque todo ardía demasiado.
—Sos tan chiquita —murmuró Miguel, acariciando su espalda con ternura—. Y sin embargo sos lo más fuerte que conozco.
Ella rió bajito, con la respiración entrecortada.
—Y vos sos mi lugar, Miguel.
Él la sostuvo con una mano, firme y protectora, y con la otra le enredó el cabello. Se fundieron contra la pared, entre gemidos ahogados y palabras entrecortadas. No era sexo. Era reencuentro. La forma más humana y desesperada de decir: estás acá, y no me voy a ir nunca más.
Cuando terminaron, aún abrazados, respirando el aire del otro, él le besó la frente.
—Te amo, Manu —dijo.
Ella lo miró, con lágrimas suaves en los ojos.
—Y yo a vos. Desde siempre. Pero ahora, por fin, sin miedo.