Latidos lejanos

Capítulo 59 – Pan y sol

La tarde en Madrid se deslizaba con esa calma engañosa que precede a las tormentas de emoción. El aire olía a pasto recién cortado, pan recién horneado y a la promesa de algo que estaba a punto de suceder. Los árboles del parque dibujaban sombras largas sobre la hierba húmeda del rocío vespertino, y los niños corrían libres, sus risas uniendo el cielo y la tierra en una música improvisada. Entre ellos, Bautista pedaleaba en su bicicleta, gritando de alegría cada vez que lograba adelantar a su padre. Miguel estaba agachado, brazos abiertos, fingiendo ser lento mientras su hijo lo superaba por enésima vez.

Manuela los observaba desde la distancia, el corazón latiéndole con fuerza, una mezcla de nostalgia y excitación recorriendo su cuerpo. Llevaba una bolsa con medialunas, jugo y una manta doblada bajo el brazo. La escena la llenó de un calor extraño, de pertenencia y deseo: ver a Miguel y Bautista juntos, tan naturales, tan reales, le recordaba todo lo que había esperado durante meses.

—¡Te gané otra vez! —gritó Bautista, agitando los brazos.

—¡Porque me dejé ganar! —respondió Miguel, con una sonrisa cómplice, sus ojos brillando al mirarla de reojo.

—Mentira —dijo el niño, señalándolo con un dedo—. ¡Quiero revancha!

Antes de que la carrera comenzara de nuevo, la voz de Manuela sonó clara:

—¿Interrumpo?

Ambos giraron, y el mundo pareció detenerse un instante. Miguel dejó escapar una sonrisa, y Bautista corrió hacia ella, colgándose de su cuello, riendo.

—¡Manuela! —exclamó, mientras ella lo abrazaba con fuerza, sintiendo su calor.

—Sí, vine a ver si encontraba al campeón de las carreras —dijo ella, haciéndole cosquillas en la espalda.

Miguel se acercó y la saludó con un beso breve en los labios, un contacto cargado de complicidad, de calma después de tanta espera. Juntos extendieron la manta bajo un árbol. Entre risas y jugo derramado accidentalmente, la tarde avanzó lentamente, cada gesto y cada mirada un recordatorio de la conexión profunda que habían construido.

—Sos demasiado perfecta para ser real —susurró Miguel, mientras le pasaba un mate.

—No. Pero te juro que lo intento —respondió ella, con ternura, entrelazando sus dedos.

El aire se rompió de repente con una presencia inesperada.

—¿En serio? ¿Esto están haciendo?

Camila estaba allí, con los brazos cruzados, ceño fruncido, mirada fulminante. Su rabia vibraba como electricidad contenida antes de un estallido. Bautista no entendía, pero miró a Miguel con una mezcla de curiosidad y miedo.

—¡Mamá! —dijo el niño— ¡Mirá! ¡Picnic! ¡Manuela trajo medialunas!

—Hola, Cami —saludó Manuela con suavidad, intentando calmar el aire cargado.

—No sabés lo que es ser madre —dijo Camila, dando un paso adelante—. No entendés lo que cuesta construir un vínculo con tu hijo, y vos apareciste y te metiste en todo. Todo lo que creí con Miguel, lo estás destruyendo.

—No destruí nada —contestó Manuela, firme—. Miguel y vos ya no estaban cuando llegué. Si te duele, lo siento, pero no es culpa mía.

—¡No te atrevas! —gritó Camila—. ¡No sabés lo que es mirar a tu hijo y saber que otra mujer está en su vida!

Miguel avanzó, intentando mediar:

—Cami, basta. Esto no es el momento. Bautista está aquí.

—¿Qué querés, Manuela? ¿Tener a Miguel y también a mi hijo? —la voz de Camila temblaba, quebrada por la furia y la desesperación.

Manuela respiró hondo. Se levantó despacio, con una serenidad que desarmaba la intensidad de la escena:

—No "me quedé" con nadie. Miguel no es un objeto. Él eligió. Y yo lo amo. A él. Y a Bautista también. No como madre, sino como alguien que está y no va a desaparecer.

Camila se agachó, abrazando a Bautista con desesperación. Él no entendía del todo, pero sintió el temblor en su madre y el calor en los brazos de Manuela.

—Te amo, hijito. Te llamo luego, ¿sí? —dijo Camila, y se alejó sin mirar atrás.

El silencio se instaló. Miguel se agachó, abrazando a Bautista, quien todavía sostenía las medialunas.

—Mamá está triste, campeón —dijo—. Pero no es culpa tuya. Está todo bien.

Manuela se acercó, dándole un beso en la cabeza:

—¿Querés jugar a las escondidas?

Bautista sonrió y salió corriendo, olvidando por completo la tensión. Miguel tomó la mano de Manuela:

—Perdón por todo esto.

—No tenés que pedir perdón. Estamos juntos, ¿no?

La noche llegó, y con ella la quietud que dejaba espacio al deseo contenido. Bautista dormía en casa de Camila. Miguel cerró la puerta del departamento y la miró. Su presencia llenaba el aire de electricidad. Manuela dejó caer su campera. La mirada de ambos se volvió intensa, cargada de semanas de separación.

—No sabés cuánto te extrañé —susurró Miguel.

Ella lo rodeó con las piernas, sintiendo la diferencia de altura y fuerza: un contraste perfecto.

—Haceme el amor como si no existiera el mañana —pidió.

El beso fue devastador. Sus manos buscaban cada centímetro de piel, y la ropa cayó sin control. La respiración se volvió jadeo. La intensidad de semanas de espera explotó entre ellos. Cada caricia, cada mordida, cada suspiro era un recordatorio de lo que habían sido y de lo que finalmente tenían.

Miguel la sostuvo firme, y juntos se deslizaron hacia el sofá. Allí, en un espacio limitado pero cargado de pasión, se encontraron con la urgencia de su deseo. Besos profundos, manos que exploraban, gemidos que llenaban la habitación. Cada movimiento era brutal, carnal, un reencuentro físico y emocional a la vez.

Cuando el sofá se volvió insuficiente, se levantaron y fueron hacia la cama. Cada empuje, cada abrazo, cada roce era una mezcla de fuego y ternura. Manuela se arqueaba, temblaba, se entregaba sin reservas. Miguel la tomaba con fuerza, firme, devastador. Era un sexo que quemaba, que liberaba, que declaraba: “Nunca más te voy a dejar ir”.

Tras horas de necesidad y entrega, sudor y respiración agitada, terminaron abrazados, cuerpos pegados, palpitando al unísono. Sus ojos hablaban sin palabras. Se besaron otra vez, lento, como si quisieran memorizarse para siempre.




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