La cita con Camila fue breve, directa y necesaria. Miguel no podía seguir posponiéndola. Sacó el celular y escribió:
—Tenemos que hablar.
La respuesta llegó casi de inmediato: “Dime dónde y a qué hora”. Tan corta, tan fría, pero efectiva.
Se encontraron en una cafetería discreta, lejos de miradas ajenas. Miguel llegó primero y eligió una mesa junto a la ventana. Observó la calle un instante, respirando hondo, mientras su corazón latía con fuerza. Cuando ella entró, se le congeló la respiración. Camila llevaba un vestido suelto, sencillo, pero sus ojos lo decían todo: dolor, rabia, amor perdido y miedo.
—Gracias por venir —dijo él, intentando mantener la calma.
Ella no respondió de inmediato. Se sentó, cruzó las piernas y comenzó a revolver el café, como si pudiera disolver ahí dentro todo lo que la quemaba.
—No sé qué querés que te diga —soltó finalmente—. Lo de ayer… se me fue de las manos. Verlos a los dos con Bautista, como si fueran una familia feliz… me rompió.
Miguel suspiró, conteniendo la culpa que lo asfixiaba.
—Lo entiendo —dijo—. Pero no podés hacer eso delante de él.
—¿Y qué querés que haga, Miguel? —respondió ella, la rabia contenida brillando en sus ojos—. ¿Que me quede callada mientras armás tu vida de ensueño con otra? ¿Que me trague que mi hijo la vea como si fuera su madre?
—No es su madre —contestó Miguel con calma—. Y vos lo sabés. Manuela nunca quiso reemplazarte ni meterse en eso.
Ella rió, una risa amarga que cortaba el aire.
—Por favor. No me vengas con cuentos. Con vos ya le alcanza. Me cambiaste por ella. Así de simple.
Miguel respiró profundo. Era hora de decirlo todo, sin más evasivas.
—No fue así —dijo—. No fue un cambio de un día para otro. La verdad es que… siempre fue amor. Siempre lo supiste. Pero aun así elegiste quedarte.
Camila bajó la cabeza, frotándose los ojos.
—No me digas eso —murmuró—. No me lo digas así, por favor...
—Te lo digo porque no podemos seguir con este juego —replicó Miguel—. No puedo seguir callando para no lastimarte, y vos no podés usar a Bautista para castigarme.
Hubo un silencio pesado. Camila frotó la frente, intentando calmarse. Miguel la observaba, cada lágrima contenida lo atravesaba.
—¿Y ahora qué? —preguntó ella, la voz quebrada—. ¿Qué hacemos?
—Estoy acá —dijo Miguel, firme—. Me voy a hacer cargo de todo. Pero no puedo construir nada sobre una mentira. No te puedo dar lo que no tengo.
Ella bajó la mirada. La cucharilla resbaló en el café.
—No sabés lo sola que me siento —susurró—. No sabés lo jodido que es ver cómo se te escapa lo que creías tuyo.
—Porque nunca lo fue, Cami. Nunca fuimos lo que vos querías que fuéramos —dijo Miguel, la voz firme y dolorosa—. Lo intentamos, sí, pero lo nuestro fue más necesidad que amor. Y lo sabés.
Camila tardó en responder. Sus hombros caídos hablaban más que cualquier palabra. Finalmente levantó la vista y lo miró.
—¿Y con ella qué? —preguntó, con un hilo de voz—. ¿Vas a armar una familia ahora, así, como si nada?
—Ya la estamos armando —dijo él—. Tal vez no sea la familia típica, ni perfecta. Pero es real. Y no voy a permitir que nadie, ni vos ni nadie, la destruya.
Ella lo miró, sin desafiarlo. Solo con ojos que reflejaban un dolor que aún no podía soltar.
—¿La querés tanto?
—Sí —dijo Miguel sin dudar—. Y no puedo cambiar eso.
Camila asintió, despacio, limpiándose una lágrima con el dorso de la mano.
—Pues nada, supongo que tendré que acostumbrarme a tenerla cerca de mi hijo.
—No va a ocupar tu lugar —dijo él—. Pero si él la quiere cerca, no voy a impedirlo. Tenés derecho a sentir lo que sentís, pero por favor, no metas a él en esto. Él no tiene la culpa.
—Ya… —dijo casi en un suspiro—. Lo intentaré. No prometo nada, pero lo intentaré.
—Gracias —dijo Miguel, y por primera vez, respiró sin opresión.
Se quedaron un rato más, en silencio. La cafetería seguía su rutina, las conversaciones y el ruido de las tazas eran irrelevantes. Solo existía la tensión, la verdad, la rendición. Finalmente se levantaron, sin abrazos, sin despedidas ruidosas. Solo un cruce de miradas: un pacto silencioso.
Miguel. Caminó por la ciudad con la certeza de haber hecho lo correcto, pero con el corazón latiendo como si le fuera la vida en ello. Sabía que ahora, finalmente, podía volver a su hogar sin culpas. El piso que compartía con Manuela lo esperaba, y con él, todo lo que habían construido juntos.
Al llegar, la puerta se abrió y Manuela apareció con esa sonrisa que podía derretir cualquier miedo. Lo abrazó fuerte, dejando que su cuerpo dijera todo lo que las palabras no podían.
—Te extrañé —susurró ella, apoyando la cabeza en su pecho.
—Y yo a vos —respondió Miguel, cerrando los ojos y respirando su aroma, dejando que el alivio se mezclara con el deseo.
La tarde había dejado un calor tibio dentro del piso, y los rayos del sol filtrándose por las cortinas dibujaban sombras en la pared. Manuela dejó las compras en la cocina mientras él la seguía con la mirada, deseando tocarla, abrazarla, demostrarle que había vuelto, que era suyo, que nadie más contaba.
—¿Vino o agua? —preguntó ella, sacando una botella de la heladera.
—Vino —dijo él sin dudar, mientras sus manos buscaban las de ella y entrelazaban dedos.
Prepararon la cena juntos. Cortaban verduras, mezclaban salsas, pero cada movimiento estaba cargado de tensión. Cada roce de manos accidental, cada mirada prolongada, hacía que la respiración de ambos se acelerara.
—Siempre cocinás así —dijo Miguel, mordiendo el labio mientras pasaba junto a ella para tomar un cuchillo—. Con esa gracia que me vuelve loco.
—¿Yo? —preguntó Manuela, con una sonrisa traviesa—. No tenés ni idea de lo que te espera esta noche.
Él la miró, evaluando la promesa en sus ojos. Se acercó, apoyando la frente contra la de ella, y la besó primero lento, explorando, después con más urgencia, como si cada beso fuese un recordatorio de los días separados, de la necesidad contenida, de lo que ambos habían deseado sin descanso.