Latidos lejanos

Capítulo 61 - Epílogo

El lugar donde todo vuelve a latir

Manuela

Nunca imaginé que la palabra hogar pudiera sentirse tan llena, tan tibia. Madrid ya no me parece ajena. No me duele el acento distinto, ni me asusta la distancia con lo que dejé atrás. Acá encontré algo que pesa más que el miedo: la certeza de estar donde tengo que estar.

Vivo con dos varones que me desarman todos los esquemas: uno que me enamoró cuando todavía no sabía pronunciar su nombre —Miguel—, y otro que me mira con ojos enormes y dulces como si cada día me eligiera de nuevo —Bautista.

Me despierto con las manos entrelazadas a las suyas, con su respiración cálida sobre mi cuello, con su voz rasposa diciendo buen día, mi amor como si cada mañana fuera la primera. Me descubre el cuerpo con devoción y me abriga el alma con miradas que hablan de todo lo que no hace falta explicar.

Los domingos son nuestros. Cocinamos juntos, nos reímos cuando a Miguel se le quema el pan, y bailamos con Bauti por el living mientras suena alguna canción de nuestras listas eternas. Nos encontramos en lo cotidiano, y en eso que parecía simple se enraíza todo lo que fuimos buscando.

A veces me descubro llorando en silencio, no de tristeza, sino de alivio. Porque dolió mucho llegar hasta acá. Porque estuvimos a punto de perdernos. Porque tuvimos que rompernos para entender cómo queríamos reconstruirnos. Y porque, al fin, nos elegimos sin miedo.

La vida se siente liviana ahora, como si todo hubiese encontrado su lugar. Claro que no es perfecta —ninguna historia real lo es—, pero lo hermoso está en eso: en los detalles cotidianos, en las risas en el baño mientras nos lavamos los dientes juntos, en los silencios que ya no duelen, sino que abrigan.

Bautista me dice “Manu” con una dulzura que me desarma. A veces se le escapa un “mamá” bajito, como tanteando el terreno, y yo me derrito entera. Lo abrazo fuerte y le susurro que no importa el nombre, que siempre voy a estar para él.

Volví a atender a mis pacientes, desde esta casa que ya siento hogar. Algunos días son difíciles, me gana la nostalgia, me falta mi gente. Pero entonces él me mira con esos ojos grises que tanto extrañé, y me vuelve a anclar. Me recuerda por qué elegí quedarme. Por qué valía la pena empezar de nuevo.

Miguel

Nunca creí que iba a tener esto. No de esta forma. No con este nivel de plenitud. Manuela camina por el departamento descalza, con el pelo revuelto y una taza de café entre las manos, y yo la miro como si fuera un milagro. Porque lo es.

Volvió a mi vida para quedarse, y eso todavía me parece irreal. Tiene sus cosas en mi placard, sus libros junto al sillón, sus zapatos mezclados con los míos. Tiene mis ganas, mis silencios y también mis heridas. Y no huyó de ninguna.

A veces me despierto y la miro dormir, con el pelo revuelto sobre la almohada, y siento que tengo el corazón a punto de estallar.

Bautista la adora. La busca para que lo bañe, para que le lea cuentos, para que le saque los monstruos debajo de la cama. A veces se duerme abrazado a ella, y yo me quedo mirándolos desde la puerta con un nudo en la garganta que no me molesto en desatar. Es amor. Eso que no se disfraza ni se negocia. Jamás creí que alguien pudiera amar tan naturalmente lo que yo más amo.

Nos reímos mucho. Cocinamos juntos. Salimos a caminar por los parques y nos sacamos fotos ridículas. Hacemos planes para el verano, para su familia cuando venga a visitarnos, para todo lo que está por venir.

Volví a escribir. Volví a respirar distinto. A soñar con futuro sin sentir vértigo. Con Manuela hablamos de agrandar la familia, de casarnos algún día, de perdernos juntos por el sur de España o volver a Buenos Aires a abrazar a Sofi. Pero no corremos. No apuramos. Solo saboreamos lo que tenemos, día tras día, con la certeza de que el amor —el verdadero— no siempre es fácil, pero siempre vale la pena.

Ambos lo sabemos: no somos los mismos que se enamoraron de adolescentes. Pero somos quienes debíamos ser para amarnos así, sin reservas, sin promesas vacías, sin renuncias a uno mismo.

Porque cuando el amor es real, no se trata de encontrar al otro, sino de reencontrarse con uno mismo al lado de quien te da paz.

Porque el corazón, cuando late en el lugar correcto, no se equivoca.

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Era domingo por la tarde y la luz del sol entraba por la ventana del living, calentando el ambiente con su calor suave y reconfortante. Los tres estábamos juntos en el sofá: Bautista acurrucado entre Manuela y Miguel, sus manos pequeñas aferradas a la remera de ella.

Manuela leía un cuento en voz baja, mientras Bautista la miraba con ojos enormes y brillantes, atento a cada palabra. Su voz era pausada, casi un susurro, y parecía envolvernos en una burbuja donde solo existíamos nosotros.

Miguel sostenía una taza de té humeante, y el aroma mezclado del café que había quedado en la cocina con el olor a piel limpia y perfume sutil llenaba el aire.

El sonido de las páginas pasando, la música suave de fondo, y las risas contenidas completaban la escena.

De repente, Miguel dejó la taza sobre la mesa, tomó la mano de Manuela y ella levantó la mirada. En sus ojos no hacía falta nada más; había toda la historia, las heridas y las ganas de seguir.

Bautista, como si entendiera ese momento, levantó la carita y dijo con esa sinceridad pura que solo los niños tienen:

—Manu, te quiero mucho.

Manuela sonrió, con una lágrima asomando en sus ojos, y lo abrazó fuerte. Miguel apoyó la cabeza en el hombro de ella y respiró hondo, sintiendo que por fin todo estaba en paz.

En ese instante simple, con la luz tibia y las risas calladas, supe que este era nuestro hogar. Que lo que habíamos construido juntos era real, imperfecto, pero nuestro.

Y ahí, en ese silencio compartido, sentí que estábamos en el lugar donde todo vuelve a latir.




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