El viento cortante de Wyoming soplaba con fuerza esa tarde, levantando pequeñas ráfagas de polvo que se dispersaban sobre el vasto terreno. Caleb McAllister no era ajeno a esos vientos; los conocía bien, al igual que las largas horas que pasaba en el rancho. Su vida era una rutina constante, una que no dejaba espacio para sorpresas ni para nada que pudiera alterar su día a día.
El sonido de los cascos de los caballos resonaba en la distancia mientras Caleb caminaba hacia el establo. No le gustaba perder el tiempo, y hoy no iba a ser la excepción. Tenía que revisar el ganado y asegurarse de que todo estuviera en orden. Aunque el trabajo en el rancho era duro y exigente, Caleb siempre había preferido esto a cualquier otra cosa.
Cuando llegó al establo, saludó a los caballos con un leve asentimiento, una forma de reconocimiento que no necesitaba más palabras. El rancho McAllister, uno de los más grandes de la región, no solo era su hogar, sino también su vida. Caleb se aseguraba de que todo estuviera bien cuidado, desde los animales hasta las instalaciones. No confiaba en nadie más para hacerlo.
La luz del sol caía lentamente, teñiendo el cielo de tonos naranjas y rojos, pero Caleb no se detenía. Su mirada fija en el ganado, revisando la alimentación y asegurándose de que no hubiera problemas con los cercos. Había aprendido desde joven que la tierra no perdonaba los errores, y si algo fallaba, todo podía desmoronarse rápidamente.
El sonido de la puerta de la casa que se cerraba lo hizo levantar la mirada. Eli, su hermano menor, salió al porche. Caleb sabía que no necesitaba preguntar por qué había salido. Eli siempre tenía algo que decir, aunque fuera irrelevante. A veces, Caleb deseaba que el mundo entero dejara de hablar y solo trabajara en silencio.
—¿Qué tal va todo? —preguntó Eli, aunque su tono era más bien una forma de romper el silencio que otra cosa.
—Lo de siempre —respondió Caleb, su voz áspera como siempre—. El ganado está bien, como siempre. Tú también deberías estar trabajando en vez de perder el tiempo aquí.
Eli soltó una risa baja y se recargó en el marco de la puerta.
—Siempre tan encantador, hermano —respondió con un tono sarcástico, aunque Caleb sabía que no esperaba otra cosa. Eli era lo contrario de él: más hablador, menos enfocado en lo que importaba. Pero eso no molestaba a Caleb, al menos no en el sentido profundo. Había aprendido a convivir con la presencia de Eli, aunque la conversación rara vez fuera significativa.
Caleb dio un paso hacia el corral y se acercó a un toro que parecía inquieto. Lo tocó con firmeza, comprobando que todo estuviera en orden. No quería ni pensar en el trabajo que le quedaba por hacer, pero sabía que no podía dejarlo para mañana.
—¿Has oído hablar de la chica que se muda cerca de aquí? —preguntó Eli, interrumpiendo el silencio de nuevo.
Caleb no levantó la vista del ganado, pero su respuesta fue directa.
—No me importa —dijo sin rodeos.
Eli parecía más que dispuesto a seguir con el tema, y Caleb lo sabía. Pero no tenía ganas de perder el tiempo con rumores. La gente siempre hablaba de algo, y si alguien venía a mudarse cerca del rancho, Caleb no se iba a preocupar. El rancho McAllister era todo lo que necesitaba, y las personas que venían o se iban no cambiaban nada.
—La tal Violet Sinclair, hija de la familia que tenía la granja cerca —insistió Eli, sin notar que Caleb no estaba interesado—. Se dice que es de la ciudad, ¿te imaginas? ¿Una chica de ciudad aquí?
Caleb se detuvo un momento, miró a su hermano con una expresión fría.
—Que haga lo que quiera —respondió con indiferencia, volviendo a enfocarse en el toro que había estado revisando. No le importaba de dónde fuera la chica ni qué viniera a hacer al rancho. Si alguien necesitaba algo, ya sabía dónde encontrarlo: no en el rancho McAllister.
La conversación terminó ahí, como siempre lo hacía. Caleb se alejó, tomando la pala para mover un poco de heno y asegurarse de que todo estuviera en orden antes de que la oscuridad llegara por completo. Mientras trabajaba, su mente permanecía en blanco. No había tiempo para distracciones, ni para pensamientos innecesarios. Todo giraba en torno al rancho, al trabajo, a la tierra. Y nada más.
Cuando el sol finalmente se ocultó detrás de las colinas, Caleb se dirigió a la casa, donde encontró a Eli en el sofá, mirando televisión sin interés.
—¿Vas a cenar o vas a quedarte ahí mirando esa pantalla? —le preguntó Caleb con tono seco, como si el simple hecho de preguntar fuera una molestia.
Eli levantó la mirada y se encogió de hombros.
—Cenaremos después —respondió de manera vaga, como si la comida fuera lo menos importante del mundo.
Caleb resopló y fue directo a la cocina. Preparó una comida sencilla, sin complicarse. Un poco de carne, pan, y algo de ensalada. El rancho no ofrecía lujos, pero Caleb tampoco los buscaba.
Mientras comía en silencio, Eli no dejaba de hablar, aunque las palabras de su hermano no lograban sacarlo de su concentración. Caleb estaba acostumbrado al ruido, pero no se dejaba influenciar por él. Su vida era una rutina de trabajo constante, donde todo lo demás parecía ser solo ruido de fondo.
Al terminar, Caleb apagó la luz de la cocina y se retiró a su habitación. La soledad de la casa le ofreció la calma que siempre había buscado. No había nada que lo distrajera. En su mente, solo existían el rancho, el ganado, y la tierra que había trabajado toda su vida.
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Editado: 22.02.2025